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Aníbal Ricci Anduaga | Autores |












SPENCER (2021)
Dirigida por Pablo Larraín

Por Aníbal Ricci Anduaga



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Magnífico remake de El resplandor (1980), aunque convengamos que no había necesidad de utilizar exactamente los mismos tiros de cámara de los pasillos de la mansión, como tampoco esas panorámicas con música amenazante.

El terror está en el aire, es inmaterial, no hay personas que lo provoquen. Al igual que Jack Nicholson, Kristen Stewart luce impecable en los primeros planos, realmente se parece a la princesa Diana. Ambos personajes observan trastornos de personalidad, aunque Jack daba más miedo y las imágenes surrealistas de Kubrick fueron reemplazadas por planos claustrofóbicos donde el resto del reparto no abusa tanto de la frase corta sin sentido que inspira a la protagonista.

En los primeros cuarenta minutos da la impresión de que Diana era una descerebrada o víctima de un delirio de persecución inmanejable. Las escenas podrían responder a un videoclip de Soundgarden. Para Diana toda la realeza ofrece gestos distorsionados y la verdad es que la cámara la sigue hasta cuando se asusta de un espantapájaros. Es aburridísimo el punto de vista subjetivo, centrado todo el rato en la psiquis inestable de la princesa. Hay algo inútil e insustancial en el accionar de Diana, no es culpa de Steward, sino de un guion de cine B filmado con buenos actores y decorados. Las películas de Roger Corman eran mucho más entretenidas y daban miedo, porque algo siniestro se ocultaba tras las paredes, no un simple desacomodo al estilo de vida.

Creo que sugerir el parentesco lejano de Diana con la portentosa Ana Bolena, personalidad interesantísima de la historia de Inglaterra, es casi aberrante. Bolena fue una ferviente defensora de la causa protestante y, según historiadores, participó activamente en la política y religión de su época. No sabemos si Pablo Larraín juega a la caricatura, pero no se decide: o bien Diana era muy tonta o una mártir de la realeza británica. Ambas explicaciones lucen fuera de foco y se alejan demasiado de la visión de la princesa que ha circulado por años.

No es posible que Pablo nos torture haciendo ver que elegir un vestido puede ser un drama digno de ser filmado. Es demasiado burda esa manera de hacer notar la opresión que se vivía dentro de palacio, es derechamente abusar de la inteligencia del espectador. Es obvio que existieron elementos opresores, pero observar que todo lo doméstico llevó a Diana a la locura, suena bastante exagerado.

A la hora de metraje, nos enteramos que hay fotógrafos que siguen cada paso de la familia real y resulta más lógica la conducta evasiva de Diana. Hubiera sido interesante contrastar la labor social de la princesa, muy sobreexpuesta con esa aparente timidez. Es un hilo que el director no aborda e insiste en el retrato monocorde de la princesa acosada.

En la escena de la sala de juegos, ya abandonado El resplandor, los planos simétricos siguen la escuela de Kubrick y el diálogo trivial sí tiene sentido. La rigurosidad estética sugiere un formalismo extremo dentro de palacio, pero aquí hay un chispazo creativo del director, al sugerir que todos los miembros de la familia real deben actuar ante el público por el bien del país. Se trata de una puesta en escena de la realeza. La dualidad entre la estética y el contenido de los miembros de palacio es un acierto que recién aparece a la mitad de la película. Aquí vemos surgir a los personajes, a Carlos y Diana, en un diálogo pragmático y en cierta medida más sincero.

Las escenas intercaladas de los preparativos en la cocina también resultan atrayentes, el lugar donde Diana se siente protegida de los rumores, curiosamente su relación con la comida no era de lo más saludable. Una dualidad entre paz y desorden mental muy bien lograda.

La escena de la sala de juegos sería un cortometraje magnífico. Pero convengamos que el guion de una Navidad insufrible de la princesa parece una historia innecesaria. Un gustito del director. En Jackie (2016) Larraín ya nos aburrió con su cuento de Camelot, ahora nos trata de convencer de que Diana habría alcanzado la estatura de Ana Bolena. No será que al director le fascina trabajar con jóvenes actrices famosas, en ambientes adinerados y ostentosos. Ema (2019), en cambio, es un trabajo mucho más meticuloso donde la actriz Mariana Di Girolamo desarrolla un personaje convincente dentro de un mundo menos sofisticado, que es donde mejor se mueve Pablo Larraín.

¿Cuál será su próxima actriz? ¿Scarlett Johansson? ¿A qué mujer muerta dentro de las celebridades interpretará? El particular punto de vista del director tenía cierta lógica al encarnar a una calculadora Jackie Kennedy, pero es más dudoso en el caso de Diana, a la cual despoja de sustancia, una víctima de la sociedad, la priva en muchos pasajes de la inteligencia más elemental y la transforma en un clisé de mal gusto. Incluso en Neruda (2016), el director muestra a un poeta que se la pasa en juergas recitando aquello que conoce todo el mundo que no lo ha leído jamás. Se advierte una visión antojadiza de un escritor particularmente prolífico.

Resulta interesante que los directores planteen un punto de vista personal o ideas rectoras en sus producciones, pero cuando se trata de personajes con historia, el espectador esperaría algo más verosímil y no las imágenes de estas personalidades cuando están cenando o tomando el té, buscando sus emociones en la intimidad de un baño.

La escena ante dos sirvientas vestidas igual y con Diana mirando al espejo del baño nos refresca la escena Red-Rum de El resplandor, y para remarcar la princesa huye por un pasillo con alfombra roja. Ese guiño a Kubrick, a la película de terror que vive Diana, resulta a estas alturas molesto, debido a las diferentes densidades de ambas películas.

Spencer es una película difícil de visionar, siempre avanzando a tropezones, las dos horas se hacen eternas.



 

 

 

 

 

 


 



 

 

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