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Aníbal Ricci Anduaga | Autores |



 






TODO LO ANTERIOR


Por Aníbal Ricci


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Apoyado en el paradero aguarda el hombre en la ciudad desolada. Lo único que altera el paisaje son los semáforos. Amarilla, roja, verde. Supone que el movimiento empezará en cualquier momento, pero sobreviene otra vez la amarilla y con la roja observa sus manos. Rojas, no de luz, de sangre. Sigue apoyado en el paradero y la avenida se extiende hasta el infinito. Veinte o treinta ciclos después, una luz verde que parece igual a las previas desaparece del horizonte. En su lugar un bus trasluce hileras de asientos vacíos. El chofer detiene la máquina frente al hombre que acaba de levantarse. Lo observa de reojo y le abre la puerta. El único pasajero sube a duras penas e intenta sacar una tarjeta Bip mientras el chofer le hace un ademán. Avanza por el pasillo balanceándose entre los barrotes. La luz lo encandila y se dobla en un asiento de atrás. Por la ventana el reflejo le revela que tiene el ojo completamente cerrado.

Carol preguntó la hora mientras se duchaba. Casi las tres y ni rastros de la encocada. Un par de viagras habían sido suficientes para revivir al muerto y de paso fue imposible llegar a los estertores. Andrés se colocó los calcetines y el pantalón en forma automática. Carol lucía radiante como al principio. Llamó al citófono y la mucama los pasó a recoger. En recepción le devolvieron su identidad. Salieron a la calle y a las dos cuadras la despidió en su esquina. Volvió tras sus pasos y extrajo ochenta mil del cajero automático. Dobló en la calle donde antes estuvo el hotel Valdivia. Caminó por Bustamante y al cruzar el bandejón central alguien lo empujó con fuerza, no una, sino varias veces hasta aterrizar de cara contra el pavimento.

El ojo abierto estaba rojo. En su interior se desplegaron subrutinas de ceros y unos. Luego comandos de algo que parecía un programa. Por fin un listado en cuya primera línea se leía «operativo». Tomó consciencia del pasillo del bus y al final adivinó al chofer. ¿Se encuentra bien?, escuchó desde el primer asiento y la pantalla desplegó lenguaje, seguido de español. Una sola palabra como respuesta. Las calles seguían desiertas y el bus avanzaba a velocidad crucero. Presiona el botón y una palabra se ilumina. Desciende y las calles son angostas. «Destino a cuatro cuadras».

Despertó en la acera y apenas sentía el cuerpo. Logro sentarse con dificultad y vio sus cordones desabrochados. Miró el reloj Samsung extrañado de llevarlo puesto. Me dejaron el reloj, pensó. Marcaba las cinco y estaba oscuro. Carol a las tres, recordaba. El codo ensangrentado le hizo llevar su mano al rostro. No lo sentía y supuso que la droga de Santa Julia había atenuado el dolor. La mejilla se sentía áspera, muy hinchada y con tierra adherida. Recordó el vientre de Carol, la paz después del porno. Yacía en la vereda, el último sorbo de whisky, la lengua extraviada y los sentidos que impedían ver. Un sujeto lo observaba, pero no tenía importancia. Se retorcía de placer con imágenes que procesaba su cerebro. La mente atrapada en un cuerpo que convulsionaba. Sin luz en los ojos mientras el miedo al sujeto lo hizo levantarse, doblar la esquina y pedir el último Uber.

La mitad del rostro destruido y está cubierto de un líquido rojo. Ahora percibe la cubierta exterior y observa los desgarros sobre las costillas. La primera cuadra deja atrás la última luz roja. Dobla en la esquina, todo permanece inmóvil. La rodilla funciona a medias, pero continúa su andar. Chequea el bolsillo y la imagen desde el suelo antes de levantarse en Bustamante. Enciende la pantalla del celular y la aplicación le avisa que hay un viaje pendiente de pago.

Va sentado en el asiento trasero, ni siquiera escucha el reggaetón habitual. Han pasado horas y no recuerda nada. Sólo que se levantó de la vereda y huyó de la silueta de un hombre. Extraño que haya sido el único habitante al volver a tomar consciencia. Abre los ojos y distingue pocos autos en la avenida. Desciende en la calle de los travestis y éstos desvían la mirada. No entiende y se interna por la calle angosta. Da vuelta a la manzana y en la esquina de Vicuña Mackenna divisa a Carol. ¿Qué te pasó?, le oye. Tienes el ojo hinchado. Andrés no lo había advertido y le ofrece el doble con tal de que desconecte el taxímetro. Carol le palpa el ojo con cuidado y van al cajero por el dinero.

Toca el timbre del edificio y se abre la entrada. Empuja una segunda puerta y se enfrenta al conserje. Le dice algo, pero el idioma no lo traduce. Nombre del conserje, «desconocido». Avanza al ascensor y frente al espejo escanea. Mitad del rostro destrozado, polera desgarrada, herida toráxica. Los sensores le avisan de daños en brazo y rodilla izquierda. Pasillo, cerradura. «Desconexión».

Mierda, surge desde el fondo de su alma. Fue cuando sintió el dolor por primera vez. No percibía a nadie alrededor y extrajo el celular con la pantalla hecha trizas. La billetera sin las ochenta lucas, aunque con todas las tarjetas. Más dolor. Me sacaron la cresta, la voz inaudible. Se le vienen a la memoria las luces de un auto y dos hombres pateándolo mientras una voz grita que no viene nadie. No recuerda mucho, salvo golpes en el estómago y en el pecho, sobre todo uno de ellos pateándole la cara. Dejó de sentir y sin verlos, oyó a los hombres subirse al furgón.

Hombre de población Santa Julia descarga puñetazo. Posibles otros agresores. Mujer sorprendida. Instante sin tiempo en medio de la noche. Sujetos de Santa Julia ahora enojados. Nuevos sujetos peligrosos. Vehículo apaga sus faros. Pantalla negra desplegando posibilidades. Rojo advertía peligro en todas las esquinas. En medio de la oscuridad enfoca el cielo de la habitación.

Todo lo anterior.

 

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