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Aníbal Ricci Anduaga | Autores |




 





CARTAGENA

Por Aníbal Ricci


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Mis padres me regalaron unos walkie talkies negros con un botón rojo. Un artilugio entretenido con el que nos comunicábamos con mi amigo Jürgen. El abuelo tenía una casa de madera enclavada en el cerro de la tumba de Vicente Huidobro. Muchas veces la visitamos y siempre nos pareció que estaba a medio abandonar. Todavía no había leído al poeta y a esa edad no imaginé el calado del escritor. El cerro quedaba bastante retirado y la señal del aparato era potente. Se escuchaba a varias cuadras de distancia. Calles de tierra por las que se accedía a la estación de trenes luego de caminar veinte minutos. La bajada a la playa la hacíamos entre corredores angostos tras un castillo y bajando por unas escalinatas de piedra. El Conte Verde estaba habitado por ese entonces, una residencial ubicada en la bifurcación del camino hacia el cine de la plaza.

Cartagena era entretenido, caminar por el arroyo que desemboca en la playa chica implicaba toda una excursión. Uno no era consciente de lo sucia del agua, para un niño esos temas carecían de importancia, en cambio traspasar ese túnel oscuro y húmedo era una verdadera aventura. Vimos muchas funciones dobles en el cine Central, películas antiguas en mal estado, no recuerdo muchas, pero a esa edad ir al cine dos veces por semana era impagable. La remodelación de la plaza le dio un carácter moderno que nada tenía que ver con el balneario. Décadas después visité el municipio para hablar con el alcalde y ofrecerle un software para los colegios de la comuna. Al lado del edificio existían terrenos a la venta, me imagino que a precios devaluados.

En la juventud tuve la sensación de que el comercio veraniego fue destruyendo las casas con ampliaciones hechizas. Pero siempre destacó el castillo que se divisaba desde la terraza que se extendía entre playa chica y playa grande. Como no recordar los roqueríos donde reventaban las olas y todas las veces que volvimos empapados a casa. El abuelo recorría esa costanera al menos dos veces todos los días. Iba de la mano de mi abuela, con pelo cano los dos, recuerdo que la abuela leía los titulares de los diarios, varias veces repetía las mismas palabras. Desde que tuve razón padeció arteriosclerosis, era una niña en el cuerpo de un adulto. Entre los primos nos reíamos en algunas ocasiones, pero mi abuelo imperturbable cuidaba de ella y paseaba por la terraza, dos viejitos habituales para los habitantes de Cartagena, salvo en los veranos sobrepoblados del balneario.

Mi primo Pablo conversaba con amigas de su edad y me invitó a la discoteque Gato Negro. En verano la entrada era carísima, pero en invierno se podía solventar. No conocía las discos por dentro y me sorprendí cuando Pablo me presentó a una chica. Me llevaba varios años y sólo me pescó para bailar un par de canciones. La hermana mayor era mucho más conversadora, pero bastante menos atractiva. Parecía su hijo y además era el único gil tomando coca–cola. Existía una feria persa al final de la costanera de playa grande donde compré mi primer reloj de cuarzo. Era de una marca de motos, Yamaha si mal no recuerdo. No podía creer que me alcanzara el dinero, sabía perfectamente que un Casio costaba diez veces más. Vendían unos casetes pirateados del sello GMI que sonaban como grabados encima de otra música. No conocía casi a ningún cantante, salvo The Police, grupo que había tocado en el festival de Viña. Ninguna de las canciones era conocida e incluso una de ellas se cortaba a la mitad durante diez segundos.

En el colegio se burlaban cuando les hablaba de Cartagena. Todos iban a veranear a El Quisco o Algarrobo. Sabía que estaba convertido en un balneario popular y el contraste era mayúsculo cuando iba a la casa de un amigo en Santo Domingo. A esa edad no me daba cuenta, para mí no había gran diferencia entre una casa y otra, además el mar de Cartagena era bastante más amigable. En Santo Domingo hacían fiestas en la estación de bomberos y una chica sin saber me habló pestes de Cartagena, ese balneario de rotos me dijo y me dio mucha vergüenza.

Tengo buenos recuerdos de Cartagena en invierno, pero en mi memoria todo parecía inmenso y más colorido. La última vez había aprendido a conducir el Chevette de mis padres. No había muchos autos en las calles y las primeras veces recorrí los caminos del cerro de Vicente Huidobro. A los días ya no era tanto problema virar en las esquinas, aunque a veces el motor se detenía al reducir la velocidad. Cuidaba el auto y no me gustaba pasar mal los cambios, era feliz cuando llegaba a tercera o cuarta, pero la primera siempre me ponía nervioso y sin darme cuenta llegaba al puerto de San Antonio. A las dos semanas nos aventuramos por la carretera costera, aunque lo que más recuerdo fue un peatón que me insultó cuando frené el auto antes de atropellarlo. Todavía no manejaba correctamente, pero el sujeto me gritó en algo diferente al castellano y sus garabatos no los había escuchado antes. Ya no bajaba a la playa con mis padres, no le encontraba ninguna gracia hacerse espacio en un mar de toallas. Recordaba que capeaba esas inmensas olas cuando apenas sabía nadar. Tantas veces me revolcaron hasta la orilla, mientras el frío estaba fuera de mis cálculos. Mi padre me sacaba del agua y según él siempre tenía los labios morados.

Décadas después acompañé a Igor a visitar San Antonio, su tierra natal y fuimos testigos de una estructura gigantesca que impedía ver el puerto. Un mall horrible enclavado justo junto a la plaza, la peor bienvenida para un turista. Por la tarde hicimos parar una de esas antiguas liebres y llegamos a una abandonada estación de trenes. Cartagena estaba muy cambiada. Sólo quedaban algunos rieles y parte de la caseta central sin techumbre. Caminamos por las calles en dirección a la playa chica, era invierno y no había un alma. El hotel Biarritz estaba cerrado, quizás funciona en verano, aunque al lado divisamos otro hotel cuyo nombre original no recuerdo y que en la actualidad pertenece a una caja de compensación. Almorzamos en ese comedor antiguo y en el patio trasero tenían unas cabañas como de motel muy acogedoras. Recorrimos la terraza y el trayecto me pareció muy corto y las construcciones de una escala distinta. Recordaba todo como visto por un lente gran angular y ahora hasta el rompeolas había empequeñecido. Cartagena estaba estropeado y sin gente se veía peor. Casas abandonadas y kioscos a mal traer. Todo muy deprimente, me lo imaginé en verano atiborrado de gente y me acordé de mi abuelo.

Uno cuando joven es bien imbécil y los comentarios de mis compañeros me alejaron de Cartagena. El abuelo estaba orgulloso de su casa en la playa y yo feliz porque mis viejos habían arrendado en El Quisco. Otro balneario popular, pero con amigos del colegio. El cambio era notable, ahora me prestaban el auto y salíamos a beber frente al mar. No existían estas leyes de tolerancia cero y lo más bien que conducía por la costanera en dirección a El Tabo. Allí eran más baratas las botillerías y no había pacos en la playa. Las discotecas del camino muy concurridas, aunque no se comparaban con la Gato Negro. Simples galpones de madera con piso de tierra. Mejor manejar por la costa y acudir a bares. La costa era nuestra y sólo aspirábamos a mirar las estrellas compartiendo una botella de pisco. 

Nunca había salido en grupo durante las vacaciones. Estacionaba en la costanera para conversar de la inmortalidad del cangrejo, como decían los adultos. Ellos iban a la BOÎTE cuando jóvenes, en Cartagena había carteles con esas letras, aunque no imaginaba que en francés se pronunciaba distinto.


 

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