El viaje a Punta Arenas logró su objetivo. La búsqueda de pertrechos fue una excusa válida para los replicantes del Complejo Antártico. De ningún modo sospecharon que se trataba de un ardid para escapar de las instalaciones del continente austral. Se hospedó en el cuarto con vista al Estrecho de Magallanes donde hace unos meses un sujeto practicaba sexo con dos mujeres. Afuera está nevando y Daniel continúa con sus ejercicios de meditación. Las ideas del plan se mantendrán ocultas si sus emociones logran pasar desapercibidas. Respira profundo tres veces y de inmediato se transforma en un pájaro al interior de una jaula. Bajo sus patas hay dos pocillos al alcance de su pico. Uno lleno de emociones y otro repleto de pensamientos. Daniel con el tiempo ha ido venciendo su depresión. La rabia y el odio lo mantuvieron sumido en una pena profunda. Demoró años en mutar esas emociones en algo más puro. Se abstuvo de beber de sus emociones y las palabras surgieron limpias para elaborar un plan de huida. Se sintió liberado de las obligaciones del complejo. Cansado de monitorear gente, pero sobre todo de espiarse a sí mismo. Daniel permanece en paz observando desde la ventana, en silencio, enfrentando el frío en su rostro. Abre los ojos y la vasija de pensamientos está intacta, se ha convertido en artífice de su propio destino. Se va abriendo camino, el viento sopla a su espalda y el sol se encargará de iluminar sus pasos. La vasija de las emociones ha sido neutralizada por el vacío y al mismo tiempo ha desaparecido del radar de los replicantes. Se ha transformado en un hombre solitario en medio del paraje invernal, presto a emprender el rumbo hacia Santiago. Cierra el cuarto y deja las llaves en la recepción. Camina por calles cubiertas de nieve y consigue un pasaje. Deberá meditar durante todo el viaje para abordar la red subterránea del tren capitalino. Será el punto de partida, el inicio de la novela que escribirá a partir de ese momento.
Regalé los vinilos de música clásica y el tocadiscos quedó guardado en la bodega. El barrio Brasil también se quedó con el jazz. Los casetes de mi juventud ahora los escucho en discos compactos. Resistieron la primera mudanza, quizás asociada a la libertad de correr por las calles. Clix Modernos evocaba las fiestas del colegio, otras veces los viajes a Pirque con el volumen a full. Subíamos al Arrayán y en la noche acudíamos a Casamilá para disfrutar de un whisky en las rocas. La bicicleta me llevó a Cartagena –a todo el litoral central– hasta que un Volkswagen fracturó mi espalda. Abdominales y diez kilómetros de zancadas permitían aliviar el dolor. Una mujer me dejó solo en un apartamento con cuatro gatos, su ropa en el clóset mantuvo el rastro de aromas. Miles Davis me ayudó a retornar por los parajes de Ñuñoa, a esa comuna donde mis padres nunca tuvieron sillones. El nuevo departamento albergaba una cama y lo primero que adquirí fueron dos sofás donde leer a gusto. Tardaría en colocar una nueva alfombra, la anterior desapareció con el sexo tras los muros de la iglesia. Una prostituta ofrece su cuerpo, muchas describen su propio cuento de hadas. Las drogas acaban con palabras irreales, ese tipo de relato te va hundiendo en un pozo ciego. Música nueva no impide que alucine con rostros inexistentes. Hablan desde la oscuridad, Charly García no es suficiente para volver a estar cuerdo. «Gozar es tan parecido al dolor» … la ciudad de Santiago me persigue, huyo a Buenos Aires, la gente en las calles me vigila, conduzco entre tinieblas y busco refugio en un pueblito alejado. Cruzo el río de La Plata y vacío mis tarjetas. Las voces circulan por mi cabeza, al menos dejaré atrás antiguos delirios. El efectivo no deja rastros e invento nombres falsos en cada hostal. Los susurros aumentan de intensidad y las drogas los borran de un plumazo. Conduzco a toda velocidad alejándome de Rio de Janeiro y abordo un avión para llegar a las ruinas aztecas. Me hospedo en hoteles de lujo con la ilusión de que el dinero me proteja.
Los muebles, los objetos empezaron a socavar la mente de Daniel. Las voces lo siguieron por cada esquina y los recuerdos lo asaltaron con fuerza. Los discos, el gato que observa desde la ventana, todo fue complotando contra su salud. La memoria borrosa le trae recuerdos del futuro y del pasado al mismo tiempo que la cámara de Carabineros registra la muerte del comunero mapuche. El presente se volvió un cúmulo de acontecimientos que se estrellan en el infinito. Si no se reconoce el pasado será complicado avanzar. El punto de partida surge una y otra vez, pretender olvidarlo es inconducente cuando las imágenes del espejo lo persiguen. Daniel continúa su huida por el continente y las drogas no hacen más que aplacar su ansiedad. Desearía asentarse y formar una familia, pero las voces le recuerdan que sus hijos heredarán problemas mentales. El resplandor de una mente sin recuerdos lo conducirá a ningún lugar. El sexo furtivo lo perderá por senderos oscuros y el transcurso de los años ya no tendrá remedio. El meditar logró rescatar su mente de los hechos dolorosos y paulatinamente lo fue apartando de las actividades del complejo. Se fue dando cuenta que monitorear a otros iguales no era muy diferente a la labor de los organismos de inteligencia. Eliminar a un recipiente ahora lo imaginaba un acto cobarde, una supresión del libre albedrío que tampoco llegaría a buen puerto. El ser humano se equivoca para aprender, en ese punto la memoria brinda una perspectiva necesaria del pasado. Daniel reconstruye la historia para no incurrir en el eterno retorno del olvido. Para levantarse de las cenizas, habrá que recordar que el tiempo es finito para la raza humana.
Nuestro hogar era idílico, pero mi mente comenzó a derrumbarse. Miro el escritorio de lejos, ya no tengo ganas de escribir. Huyo hacia el norte, los muebles cobraron vida mientras ese octavo piso me invitaba a estrellarme contra el suelo. La carretera reanuda el movimiento entre hoteles diferentes. Vislumbro a mi mujer en el retrovisor mientras Travis me invita una cerveza. Dice que no extravíe las líneas de la carretera y habla sin parar de Nastassja Kinsky. Cuenta que la amó demasiado, me distrae, sus celos parecen ridículos. Yo no quiero hacerle daño a Victoria, acelero y Travis desciende apenas llegamos al cruce de trenes. Recuerdo a mi abuela y sus galletas de quáker, deseo llorar, pero mis padres no me llevaron al hospital ni al funeral. La muerte la asocio a personas sin rostro, un extraño quiebre en mi memoria. Detenidos en el tiempo y luego desaparecidos, sacados de la dictadura de una mente desquiciada. Remonto la quebrada de Lluta, esquivando curvas e ideas que cruzan las barreras del tiempo. Desciendo en Putre con diez grados bajo cero, mi cabeza va a estallar y duelen los huesos. En el hotel Las Vicuñas tienen una habitación, las mantas no abrigan y me transporto a la cumbre del glaciar La Paloma, a kilómetros de distancia. Esa mujer se quejaba de la altura, yo veo belleza en esos hielos pintados de verde, pero ella insiste en que no aguanta el dolor de cabeza.
«Olvidar el olvido es el verdadero olvido», le dice el sepulturero. Daniel visitó el camposanto apenas arribó a Santiago. Espera dejar atrás esas historias de muerte y la única manera es evocar esos días terribles. Reconoce los rostros de los caídos y los acompaña en su búsqueda por encontrar la paz. Esas almas han quedado atrapadas entre dos mundos y Daniel ruega por ellos. Las palabras se humedecen con las lágrimas vertidas por los que lucharon y quedaron en el camino. Recuerda a un joven que enfrenta a las fuerzas policiales, rostros que apenas se distinguen y gritan órdenes. Detrás de un vidrio esmerilado se ejerce una violencia desmedida para acallar todo atisbo de verdad. «Los cuerpos dejaron de llegar», confiesa el sepulturero, «esas memorias quedaron inconclusas». Daniel escucha atento esas palabras, «la historia no fue contada y la verdad oculta», los titulares de los diarios tergiversaron la realidad y desplegaron frases que de tanto ser repetidas impusieron otra verdad.
Llamo a Santiago con cobro revertido. Le confieso a Victoria que ya no soporto los antiguos muebles, podríamos juntarnos en Arica y planificar el retorno. Mis neuronas se calman en una casa con patio y dos perros. Uno de sus hijos no me perdona haber vuelto a casa de la abuela. Si no hubiera manchado la alfombra quizás seguiríamos viviendo en el departamento. Las ideas son confusas y mi mujer desea contraer matrimonio. Para mí basta con que salgamos al Cajón del Maipo a comer empanadas en horno de barro. Mientras conduzco estrecho su mano, la caja de cambios es automática, pero mi cariño es genuino. Desde que volví soy otra persona, presiento que una vez casados mi memoria se atascará en extraños pensamientos. Recordaré las palabras que no le dije, la torta que no me gustó o el discurso de mi padre. Yo la amo y no necesito un anillo que probablemente extraviaré en alguna curva. Mis recuerdos no son confiables, dan privilegios al dolor y al sufrimiento. El compromiso requiere palacios, música impoluta, alegría que escapará con el tiempo. Casado me siento atractivo, una trampa mental, no algo bueno sino aparente, nos invitan a otro tipo de asados. Las reuniones trastornan, la publicidad me advirtió de todos estos lugares comunes, conversando en los clubes de la unión de cada pueblo, el alcalde me abraza y obsequia un tarjetero de madera con el emblema del municipio. El alerce me dio mala espina, hice que desmontaran la mesa y la guardaran en la bodega. Permanecimos dos años en el departamento, supongo que fuimos felices, pero mi subconsciente no lograba eternizar esos momentos. La pasión fue desapareciendo, quedó impregnada en canciones que ya no pude escuchar. McLeod me observaba desde los pies de la cama juzgándome con ojos fijos. Ahora estoy solo y escribo este puzle de piezas que no calzan. A veces salgo a beber cerveza y me acuerdo de Travis. Hubiese querido amarla demasiado, pero los recuerdos fueron silenciados por muros que ocultaron el sol.
El origen de la historia sólo lo percibe Daniel mientras los replicantes del Complejo Antártico acceden con dificultad a la culpa de los torturadores. Las emociones de esos psicópatas quedaban fuera de su radar, lo que hacía inútiles sus esfuerzos por hacer justicia. No se puede limpiar el pasado, menos depurar la raza con métodos semejantes a la DINA. Daniel es cómplice de haberse extraviado a bordo de su bicicleta, sin objetivos claros, buscando rutas dentro de la escenografía que aparecía en televisión. Ninguno de los caminos alternativos tendría futuro en la cabeza de Daniel. Al día siguiente ingresará a la red del Metro y escapará para siempre del influjo de estos entes superiores. No desea seguir encontrando sujetos amnésicos que cubren la sangre con cal, seres ocultos tras la civilidad que no fueron capaces de confesar sus pecados. El joven mapuche sobrevivió de milagro a los fusileros a bordo del vehículo policial. La luna fue el único testigo de las barbaridades que ocurrieron sobre el territorio e iluminó la silueta de una mano gigantesca surgida desde las entrañas del desierto, el clamor de la madre tierra por los muertos y las memorias inconclusas de sus familiares.
«Toda historia necesita un final», sentencia el sepulturero. Las olas ocultaron muchos nombres que no fueron registrados en actas de defunción y la marea se fue transformando en sucesivos pasados anónimos. Daniel observa al incesante mar esperando que algún día la naturaleza recobre su sentido.
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Por Aníbal Ricci Anduaga