Me levanté de madrugada y busqué un terno en el clóset. Es lunes y será una odisea llegar a tiempo a la sucursal. La ciudad ha cambiado y los edificios son parte del paisaje. Cuando vivía en el barrio Brasil quedaba sólo a unas cuadras de distancia. He vuelto a la comuna de infancia y ahora el tren subterráneo llega casi a la puerta. Me bajo en estación Quinta Normal y camino hacia San Pablo con Libertad. Los cubículos son más modernos y busco mi nombre en los vidrios. No reconozco a los ejecutivos y en ese minuto me doy cuenta que ya no trabajo en este lugar. Cuando preparé el desayuno debí advertir que había algo raro. Una fruta que no conocía hecha pedazos en el suelo. Debe haber sido una variedad tropical y cuando salgo de la sucursal las calles son distintas. Estoy en otro país y los taxis son de otro color. El chofer tampoco habla mi idioma. Ayer fuimos a hacer partir el auto, el chip de la llave había sido configurado para ser aceptado por el computador. Nunca recuerdo si me despidieron del banco o renuncié para irme a trabajar a una empresa. Pero retengo algunos recuerdos de la gente de operaciones y el gerente de sucursal era un sujeto amable. No entiendo por qué tengo en la mano la carpeta del préstamo. La historia de la empresa y el producto que ofrecen. El balance consolidado y las proyecciones de flujos para la siguiente temporada. En la matriz analizaron mi propuesta y la encontraron razonable. Me gusta escribir informes y entrevistarme con los dueños. Guardo unos documentos en un archivador bien escondido, creo que es ilegal tener pagarés firmados. Pero es la única forma de tramitar los créditos a tiempo. La sucursal queda al fin del mundo en un barrio peligroso. Parece un lugar más violento que el de otros barrios. Debo elegir la tasa de interés acorde para ganar un spread, pero también para que el cliente no haga reparos. La llave no sincroniza, supongo que los asaltantes le hicieron algo al motor. Me encuentro en el centro de la ciudad y ya le pasé a mi padre el valor de las llaves nuevas y el arreglo de las cerraduras. Pero el mecánico sospecha de un problema con el motor de partida o con el pedal de freno. Saldrá mucho más costoso y sólo me quedan setenta lucas. Reviso el atuendo y todavía estoy en pijamas. Me coloqué un polerón encima, compré seis bolsas y fui a refugiarme en un motel. Supongo que tampoco alcanzará con el sueldo del otro mes, pero quizás ha llegado el momento de descansar de los presupuestos.
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Por Aníbal Ricci Anduaga