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Voces en mi Cabeza
Aníbal Ricci Anduaga. Novela. Editorial Vicio Impune, 2020

(Adelanto)



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Capítulo 2. ESTADOS UNIDOS
Dimensión 84
Línea 1

El domo del subsuelo albergaba cientos de cubículos equipados con pantallas multidimensionales. Titilaban día tras noche e iluminaban los rostros de los operarios. Almorzaban en un sector especialmente habilitado para desconectarse de las emociones provenientes de esos terminales. La camaradería solía ser interrumpida por cualquier cibernético que dejaba caer su bandeja (al interior del complejo eran conocidos como ecos, verdaderas réplicas de los seres humanos). Eran testigos de unos ojos grises, inmóviles, sin ideas que pudieran extender su existencia. Una entidad evolucionada había puesto fin a su ciclo luego de sesenta años de funcionamiento. Los operarios del complejo se referían a los humanos como recipientes, aunque en cierto modo, los ecos constituían un tipo diferente de receptáculo provisto de habilidades cuánticas persistentes. Nadie sabía de dónde provenían las entidades de procesos ininteligibles y más selectivas que los ecos a la hora de tomar decisiones. No descartaban especímenes al incurrir en cualquier error, consideraban diferentes aristas sin limitaciones entre pasado, presente o futuro.

Por los parlantes emiten un comunicado tras la repentina interrupción del suministro eléctrico. «Se ha activado un corte automático de energía debido a que se ha producido una invasión en las vías», indica la voz del conductor hablando en tercera persona como si no quisiera adjudicarse el mensaje.

¿Habrá muerto alguien importante?, pregunta Daniel a otro pasajero. La mujer no le responde, al tiempo que se encienden las luces y Daniel se percata de que las voces ya no provienen de los celulares, sino de rostros consultando en relojes análogos. Camina por el andén de la estación La Moneda y emerge a la superficie por el lado poniente del Palacio de Gobierno.

Unos Hawker Hunter sobrevuelan edificios casi rozando las antenas de los techos. A través de imágenes de archivo se explicará que acaban de bombardear La Moneda. Esos halcones surcaron los cielos dejando caer su carga mortal. Daniel observa en primera persona los escombros de la sede de gobierno. Fuego en las ventanas y soldados en tanques disparando sobre lo que queda en pie. La bocanada de los cañones seguía alimentando la humareda que ya se extendía por varias cuadras. Daniel intuyó que la salida escogida ocurría en mal momento, volvió su mirada atrás, pero el acceso a la estación había desaparecido. Reparó en que el tren subterráneo todavía no había sido construido. De inmediato invocó el mantra de la línea uno. «Traidor de mierda», pronunció en voz alta entre estallidos del equipo militar. Al materializarse la entrada, Daniel descendió por los peldaños buscando la seguridad del andén. Dejó pasar unos carros, se calmó y volvió a emerger en otra estación.

Transcurridos diez años, el edificio había sido restaurado. Daniel fue subordinado al ministro Fernández, cuya oficina estaba emplazada en el antiguo Salón Independencia donde murió Allende. En su mente coexisten simultáneamente el incendio de La Moneda junto a las llamas de una futura mansión en las afueras de Santiago. Su memoria borrosa trae recuerdos del futuro y del pasado al mismo tiempo que la patrulla de Investigaciones va desapareciendo del espejo retrovisor. Abandona el vehículo frente a la sede de la Junta Militar. Ahora transita libre por las nuevas dependencias del Ministerio del Interior. Delaciones dieron paso a esta tranquilidad aparente en un intento por ocultar las atrocidades de los primeros años. Dichas voces se escudaron en brotes verdes de la economía luego del fracaso del modelo imperante previo a la recesión. El Golpe de Estado sofocó los sentidos y durante años Pinochet no reconoció sus actos oprobiosos. Intentaron deshacerse de los cuerpos, pero las mareas devolvieron almas clamando por el paradero de sus familiares. Los cómplices abandonaron la práctica del segundo plano, llegado el momento no dudarán en desmantelar instituciones públicas. Las sombras en las esquinas fueron reemplazadas por banqueros y directores de compañías. Los rumores de esas siluetas dejaron de hacer daño, pero ahora detentan poderes de índole financiero. En palacio es sabido que El Mercurio coordinó a empresarios y partidos políticos de extrema derecha, aunque prefieren la anécdota de que el pueblo chileno sufría una profunda división.

«Latinoamérica es un pueblo… al sur de Estados Unidos…», se escuchó por esa época. «Sólo un lugar económico… pero inadecuado para habitar…», parecía una letra divertida, pero encerraba una trampa mortal. Ese periódico fue respaldado e impulsado desde el país del norte por los lineamientos de Henry Kissinger. El bombardeo a La Moneda no había sido perpetrado simplemente por aviones y tanques de las fuerzas armadas, sino orquestado por capitales extranjeros que buscaron darle un golpe de knock–out al socialismo chileno. «Veintitantas banderitas… cada cual más orgullosa de su soberanía… dividir es debilitar…», era una simple maniobra política para triunfar en medio de la Guerra Fría.

Daniel almorzaba en el espacio comunitario al que acudían otros habitantes provenientes de las otras puertas del Complejo Antártico. Nunca hablaban de trabajo, terminaban de comer y volvían a enfrentar su propio microcosmos. «Eliminar recipiente», pulsaban frecuentemente en sus monitores, cuya exposición los iba insensibilizando a través de los años. Abre el escritorio, extrae una Luger e introduce el cañón en su boca. El espécimen siempre la mantuvo a salvo, dudó un segundo antes de volarse los sesos. Los oficiales del campo de concentración ni siquiera eran capaces de mirarla a los ojos. El sujeto de prueba abusó de ella a partir de los doce años, era judía pero no le importó. De mirada lánguida, la expresión de la muchacha carecía de culpa tras delatar las actividades de los reclusos. Ella los marcaba y el coronel los violentaba hasta que sus ojos quedaban inmóviles. «Eliminar recipiente», por segunda vez. La pantalla se llenó de habitaciones vacías sacadas del interior de una mansión. En la puerta hay un investigador privado, acaso un psiquiatra que propone imágenes de otros estados de consciencia. Los torturadores empleaban su imaginación. Al principio introducían objetos, luego roedores, aplicaban corriente en la sien, luego en los genitales, las uñas, los dientes, las partes del cuerpo. Instrumentos para causar dolor, dejaban pasar el tiempo, atemorizaban a sus víctimas con el silencio de la espera. Daniel debe decidir si presionar o no la tecla. «Eliminar recipiente», es pulsada por tercera vez. Los civiles se horrorizaban, pero luego querían indagar más y eufemísticamente llamaban oportunidad a hacer la vista gorda. Con el tiempo iban escalando la tolerancia a las imágenes y luego de sesenta años dejaban de ser útil para el proceso. Sus ojos se volvían grises, justo cuando la entidad de otra dimensión eliminaba ese recipiente antes de cumplir la edad. Los entes evolucionados conocían la totalidad de los eventos, el tiempo es ilusorio, su única misión era transmitir lo aprendido para permitir que los seres corporales evolucionaran y lograran procrear al recipiente perfecto, aquel que sería fecundado por vibraciones armónicas y que jamás se desviaría del único mensaje.

Daniel llevaba meses en estado catatónico y de improviso increpa a su madre con ojos saltones. El padre murió tiempo atrás en un accidente y la mujer ha soñado con ahogar al hijo en la bañera, sintiéndose culpable por querer enviarlo a una institución psiquiátrica. La consume el odio, convencida de que su propio hijo hizo volcar el vehículo. Daniel describe con detalle sus pesadillas. El espectador no deja de comerse las uñas. Le gustaba estar enfermo, años más tarde se daría cuenta de su estado depresivo. En las noches llena la bañera con agua fría y se sumerge durante horas para no volver a clases. Observa focos a muchos metros de altura y abandona el cubículo. El pasillo sigue iluminado mientras los pensamientos le siguen dando vueltas.

El padre siempre fue duro con el hijo, quería alejarlo de la idílica cabaña junto al lago. El adolescente simulaba inconsciencia, no había daño corporal y el doctor diagnosticó trauma psicológico. Por primera vez se sentía amado y decidió seguir aparentando su desconexión del entorno. El espectador sentado en la butaca observa un ventanal a otra dimensión. La madre simula cuidarlo, lava su cuerpo inerte y se comunica con el psiquiatra que no cree en alucinaciones.

El cubículo permanece oscuro mientras mi cerebro alucina nuevas realidades. Debo conseguir que el espécimen logre transmitir lo aprendido, sólo así podrá vaciarse en otro recipiente. No puedo continuar abusando de Victoria, ni siquiera a través de sombras debo violentar su pureza. De volver a incurrir en ese error, una entidad superior no tendrá la opción de plasmarme en un nuevo recipiente. Pasado y presente intentan convivir en mis neuronas. Despierto y acudo directamente al cine. Voces se confunden con el sonido envolvente, se filtran ruidos y «traidor de mierda» es el único pensamiento que hace eco al interior del vagón.

 

 



 

 

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