No se ha sentido bien y la semana anterior andaba extraño. Cumplió ochenta años y supongo que los vecinos le comentan al oído. Somos los peores hijos y sus nietos no tienen criterio. Treinta años atrás mi hermana y yo éramos los descriteriados.
He viajado dos veces a Viña del Mar en los últimos días. Antes de tomar el Metro me aprovisiono de cervezas. Voy preparado para asentir a todo lo que diga. Siempre dueño de la razón, aunque con los años el discurso se ha agudizado. Odio ir a Viña, ese departamento maldito. Me espera en el café Anayak donde pido cuatro huevos a la copa. Me siento cansado, detesto cuando asegura que vivirá ciento veinte años. El mismo que considera personas sólo a los que egresaron de una carrera profesional, pero también el que dice que el trabajo no sirve para nada. El que nada hace nada teme, repitió durante años, ese lema de los empleados públicos. Heredó propiedades y eso le permitió invertir en unos departamentos. Retiene por horas a mi hermana en el teléfono para desplegar monólogos acerca de su buena salud y que los demás ojalá mueran de cáncer. Está mejor que la semana anterior, menos resentido. De algo que sirva ir a verlo, quiero que acabe con la violencia, por lo menos que se salven mis sobrinos. Ejerce sobre ellos la violencia psicológica que le permite estar pagando sus estudios. Viví en este departamento durante dos años y tuve que huir a Horcón. Caminaba todos los días a Ventanas y ese aire contaminado era preferible a compartir el techo con mi progenitor. No sólo eran sus palabras, el ruido de las calderas no me dejaba dormir. Voces implacables que impedían salir a la calle. Por las noches escuchaba a los vecinos hablando en mi contra. Un día abrieron la ventana para arrojarme agua. Despertaba con arañas en la cara, de verdad no podía dormir. Descansaba durante el día y veía películas por las noches. De los audífonos surgían otras voces y tuve que bajar el volumen del computador. Ponerlo en silencio para que no se colaran esas recriminaciones de la infancia. Cuando todos alrededor se ponen en tu contra el mundo se vuelve un infierno. Por eso atendía en clases y luego salía a andar en bicicleta hasta medianoche. No escuchar a los demás daba cierta paz.
Las cervezas cumplieron su cometido, hizo que las palabras fueran más amables. Antes lo contradecía, los padres de mis amigos eran ingenieros que no sabían vivir. Para qué estudiar si el trabajo es una mierda. Ese sí es un discurso de pacotilla. Fueron muchas horas hablando con mi padre y estoy cansado. A las nueve en punto ingiero los somníferos. Tengo demasiado miedo en este cuarto, debí almorzar y volver de inmediato a Santiago. Una llamada salvadora desde San Felipe. Unas palabras cariñosas antes de dormir. Estoy tan cansado, necesito dormir quince horas y levantarme cuando el departamento esté deshabitado. Tengo miedo a la gente de este condominio. Dice que todos son buenas personas, que se preocupan por él. Mi madre agarró el celular mientras estaba en el baño. Lo tenía cargando y ahora tengo que adivinar donde lo escondió. En la tarde desapareció mi bolso. Encuentro el celular sin volumen, le cambió el brillo a la pantalla. Vuelvo a la pieza a enchufarlo al cargador, ahora no encuentro el pijama que dejé encima. Quiero dormir, pero este lugar siempre fue una pesadilla.
Despierto a mediodía, mi mente restaurada consulta la hora. Llamo a San Felipe y de nuevo converso con ella. Me encanta escuchar su voz. Quiero almorzar y dejar lo antes posible la ciudad. Voy caminando por calle Quillota, una zona muy parecida a Diez de Julio. Hay comercio ambulante, pero menos que en Santiago. Viña es sinónimo de sexo callejero. Conozco sus calles nocturnas y en Libertad han cerrado el Homero. Desaparecieron los lugares donde venden cervezas de litro. Van apareciendo nuevos restoranes. Es extraño, pero mientras peor está la economía los lugares para comer crecen como callampas. Supongo que el lavado de dinero se apoderó de este balneario. Regreso a calle Quillota que ahora semeja al barrio San Diego. Pero acá no hay libros ni arman computadores. Es un sector popular, pero no hay la cantidad de inmigrantes del centro de Santiago.
Saco el pasaje de vuelta y esta vez compro una coca–cola. Quiero llegar pronto a la capital y escribir unas líneas para desahogarme. El bus va repleto, siento que huyen de la ciudad jardín. Hora y media para llegar a estación Pajaritos. El chofer avisa que el Metro no está funcionando. Tendré que bajar en Universidad de Santiago.
Por los parlantes del terminal avisan llegadas y salidas mientras camino raudo hasta el ingreso de la estación. Están bloqueadas las escaleras mecánicas. Por el celular me entero que el tren subterráneo está funcionando a partir de Estación Central. Me traslado a pie por la vereda sur de Alameda. Está atestado de gente, pero a diferencia de Viña aquí hay puros extranjeros. Observo que uno de ellos hace un gesto tocándose el mentón. Recibo un encontronazo, pero voy atento y lo aparto con fuerza. Comercio y fritangas en todas las esquinas. Prefiero caminar por la calle junto a la reja que protege la acera. Cruzo el mercado persa, está todo cerrado a las siete. Es invierno y los puestos tienen luces. Llego a la entrada del Metro y los altavoces avisan que hay estaciones fuera de funcionamiento. Desde hace horas que la línea uno está con problemas. Sólo hay servicio entre Estación Central y Los Domínicos. Bajo al andén y desde los parlantes repiten insistentemente que una persona invadió las vías, eufemismo de mierda para ocultar que alguien se ha suicidado en esta capital.
Dentro del vagón es otro mundo, más higiénico y menos ruidoso. Atrás dejé el ascensor con olor orina de los vendedores ambulantes. Extrañamente hay asientos vacíos y logro sentarme a pesar de ser la hora de salida del trabajo. Me pongo a meditar y de inmediato una mujer a lo lejos entona una canción a grito pelado. Canta muy desafinado, con voz destemplada, mejor me cambio en estación Universidad de Chile. Diviso a lo lejos a la improvisada cantante, nunca tan mala onda para echarle puteadas. Me tengo que tragar las palabras. La señora lleva un bebé en brazos y el micrófono en la otra mano. El país está empobrecido y desde el gobierno se teje toda una red de estafas con recursos públicos destinados a la población más vulnerable.
Combino con la línea tres y presiento que estoy cerca de casa. Vivo en la misma comuna que la mayoría de las nuevas autoridades. No tienen una hoja de ruta y reaccionan a lo que se teje en twitter. Quizás mi padre tenía razón, el que nada hace nada teme. Estos funcionarios públicos se mueven solamente si lo publicitan por redes sociales. Instagram está lleno de cuentas de ministros y del Presidente. Lo único que les queda del programa original son las doscientas cincuenta mil casas por levantar. Mientras no se tocan las tomas de terreno, la velocidad de construcción hará imposible lograr esa meta, al tiempo que el ministerio encargado de levantarlas está enredado en traspasos de platas sin garantías ni licitación de por medio.
Desde el gobierno central vienen estos recursos, pero las malversaciones son de organizaciones sin fines de lucro en complicidad con los gobiernos regionales. Prefiero vivir en la capital, en este mundo caótico que permite transitar anónimo. Odio Viña del Mar, cada vez que camino por sus calles numeradas se vienen encima todas estas voces. Surgen los miedos. Desconfío de sus habitantes, en cambio el ruido de Santiago protege de esos murmullos. Prefiero los gritos de la gente echando maldiciones, mientras desde las redes sociales cada personero de gobierno habla de este país de las maravillas.
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Por Aníbal Ricci Anduaga