Dejé atrás Santa Julia con seis bolsas en el bolsillo. Caminé varias cuadras e hice parar a un taxi. Ya había aspirado un gramo y por el espejo retrovisor diviso unos ojos que me recuerdan a Sherlock Holmes. Antes de partir a la población bebí una botella de vino blanco y dos cervezas en el trayecto al departamento. En algún punto consulté el porno, algo así como el Tarot de los drogadictos. El sujeto es como cualquier taxista, tantas veces me han llevado a un motel con una travesti. Observa con esos ojos acostumbrados a todo el espectro. Trago una bolsa y pregunta por mi destino. Le indico que a Diez de Julio y noto que el radio no funciona. «Sólo una palabra», me dice y lo miro extrañado. Confiesa que es un asesino en serie que inducirá a que yo me suicide. La policía lo interrogará y no podrán hacer la conexión. Da vuelta la cabeza y de sus labios surge una palabra. Me deja en Portugal y continúo rumbo a la esquina. Anaís no ha llegado y una extranjera me invita a tener sexo. Voy bastante borrado y lo siguiente es estar tendido con un condón al otro lado de la cama. «La chica se retiró con su tarjeta de crédito», la verdad no entiendo lo que dice la camarera. «Usted mismo le dio la clave para comprar droga». Me coloco los pantalones y salgo a la calle. En la esquina espera Anaís y le digo que debo volver en busca de otra tarjeta. Regreso a la media hora y vamos a su departamento. Le traje unos tallarines y un par de paltas, me acordé de la vez anterior. Anaís esparce una bolsa de cocaína, pero está adulterada. Parece cocaína en roca, aunque en realidad es sal de mar. Nos masturbamos en su sillón y saco otra bolsa del bolsillo. Es de la buena y estoy listo para bajar las escaleras. Tomo un bus hasta Irarrázaval y todavía queda un gramo. No he probado alimento durante toda la noche. En vez de retornar a casa voy rumbo al Estadio Nacional y hago detener otro taxi. Recuerdo las palabras del anterior y el hipotético suicidio. Reconozco que ya me he suicidado, no esa noche sino cualquiera anterior donde tuve sexo peligroso. En Santa Julia compro otros cinco gramos y parto en dirección al motel Los Gatitos. No deseo llegar a casa y alquilo una habitación por doce horas. Llevo el porno en la cabeza y sintonizo el canal cinco. Dos cervezas de cortesía y un whisky adicional. Ayer conversaba con una mujer apasionante. Ya pasó mi tiempo luego de unas relaciones tormentosas. «Tú y tu padre me hicieron mucho daño», me confesó Pamela. ¿Qué tiene que ver mi viejo? «Llamó por teléfono y me dijo que tú eras un nihilista». ¿Qué hizo este señor ahora? No se cansa de hacerme la vida imposible. Recuerdo que les presenté a Pamela y el Alzheimer de mi madre no fue impedimento. No imaginé esas palabras a mis espaldas, una palabra del taxista bastó para conducirme a esa esquina con la misión de aniquilarme. Pienso en mi esquizofrenia y en el deterioro mental. Estar con alguien era una esperanza de ganarle al tiempo. Pamela se fue a vivir al sur y Javiera recogió mis despojos. El amor otorga instantes de felicidad, pero luego esa plenitud se transforma en este laberinto de muchas salidas. Se corrompe y la mente dividida no encuentra un cauce. Por eso es tan difícil relacionarse con una mujer. La droga encontró a Hyde y este nuevo invento ya ni siquiera es un hombre. Borrarme y dejar de pensar. Pido otro whisky por el citófono y las imágenes son placenteras. Las rayas de cocaína trastornan mi voluntad y espero que entre alguien al cuarto y me asesine. Lo mismo pasó con Javiera luego de una incursión nocturna y de confesarle que me acosté con una travesti. Le destruí el cuento de hadas y yo sólo soy un monstruo ni siquiera azul. Meses sin hablarle y lo primero fue celarme con otra. Las palabras mal paridas y dilapidar dinero me acercan a la muerte. No tener horizonte despierta cierta maldad interior. Esa misma que me insta a escribir estas líneas suicidas. A estas horas ya es claro que volví a consumir alcohol y todas las demás derivadas perniciosas.
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Por Aníbal Ricci Anduaga