Tengo ojos descalibrados. Uno observa en blanco y negro, mientras el otro ve en colores reventados. El pasado impreso en sepia tan típico de las películas, a veces desconfío de la imaginación, ¿serán verdaderos mis recuerdos?
El pasado remoto tiene un montaje aleatorio, eventos distantes que no respetan cronología. El cerebro interpreta estos saltos y la corriente de la consciencia logra dar racionalidad a efectos que no parecen tener una causa.
Recuerdo la recesión de los ochenta en medio del primer episodio mental. El desastre de mantener fijo el tipo de cambio introdujo importaciones de productos desconocidos. La ilusión de mantener fortalecido el peso frente al dólar. No producíamos más, pero teníamos mayor acceso a bienes. Hay que reconocer el boom en la construcción, pero de un día para otro el tipo de cambio subió a más del doble y los créditos se hicieron impagables. Quebraron muchas empresas constructoras, aunque mi mente se había quebrado antes del crash.
Por el otro ojo veo en colores. La realidad es brillante, en las fiestas se oía música estridente. También había lentos y compañeras preciosas. Había pasado de largo la época en que mis compañeros bebían piscolas y en el carrete presente el vodka era lo habitual. Bebía bastante, pero sólo el pisco me dejaba mareado. Conversar con chicas y beber en exceso eran cosas diferentes. Deambulaba entre las paredes y bailar ya no tenía demasiado sentido. Siempre había otros en peores condiciones, por lo que pasábamos desapercibidos. Los padres nos dejaban tranquilos en sus livings, debíamos divertirnos mientras ellos lidiaban con la política. Nuestra generación no tenía problemas, pero bebíamos por nosotros y nuestros padres.
Tono gris. Primera vez que no entendía las materias, estuve enfermo la mayor parte del semestre e intercalaba amigdalitis con cuadros depresivos. Gris más oscuro. Mis padres perdieron el trabajo y empezaron a vivir de la indemnización por años de servicio. Al tiempo quebraron los bancos, desaparecieron los ahorros y esas platas solventaron las primeras pensiones de las AFP. Al principio convaleciente en mi pieza, pero de pronto tuvimos que dejar la casa y mudarnos al piso de atrás. Todo más pequeño y precario. A esa edad todo parece tener más importancia, el nuevo cuarto y la televisión se transformaron en el paisaje habitual. Mundo de programas infantiles alternado con noticias bombardeadas por los milicos, mientras en las noches los estelares mostraban un mundo de Bilz y Pap. Series gringas y dibujos animados, antes de que se llevaran el televisor. Cuando no tenía fiebre copiaba cuadernos y trataba de entender como en años anteriores. La memoria no era la misma y ya no comprendía las materias. Dos días sin fiebre y me hacían volver a clases, me sentía un robot, escuchaba a los profesores decir cosas sin sentido. Volvía la fiebre y el mundo iba angostando su perspectiva.
Color no tan colorido. De nuevo comprendía los libros, muchos de mis compañeros provenían de otras comunas con familias de mejor pasar. Al Manuel de Salas ingresaron varios hijos de milicos. Muchos padres seguían sin trabajo y mi padre ingresó al Programa de Obras para Jefes de Hogar. Algo de dinero era bienvenido y pese a haber repetido de curso me dieron beca completa en el colegio. Los partidos de fútbol en las calles quedaron en el pasado y la bicicleta se convirtió en el vehículo para visitar nuevos amigos. Salíamos a fiestas y escuchábamos Soda Stereo, un compañero grabó unos discos de Charly García y la vida se llenó de color. Alberto Pizarro copiaba casetes en el equipo de su padre, mientras en su pieza escuchábamos Iron Maiden.
Negro, muy negro. Por las noches me escabullía en la casa de adelante donde ahora hacían clases de yoga. Echaba a correr el agua helada y me sumergía para escapar del presente. Permanecía al menos una hora bajo el agua y no percibía el frío. Sensación extraña mientras las ideas se congelaban y surgían las primeras obsesiones. Quería acudir a los cumpleaños del pasado y conversar con los amigos, en realidad con cualquier persona. Durante meses mi cabeza giró a escasas revoluciones, estática frente a un futuro incierto, hasta que perdí el año por inasistencia.
Gris claro. Robé dinero a mis padres para comprarme unas zapatillas Puma. Luego de meses de pequeños hurtos logré el cometido y fue el primer artículo de marca al que tuve acceso. Mi madre encontró trabajo en el Instituto Profesional de Santiago y me regaló unos cotelé Wrangler igual al de mis amigos. Acudí al festival del colegio donde tocaron por primera vez Los Prisioneros. Mi padre se hizo vegetariano y yo juntaba los pesos para comer quesos calientes en El rincón tirolés. Ya no existía toque de queda y con mis amigos pasábamos a la fuente de soda a altas horas. A mi padre lo recontrataron en el Ministerio de Vivienda luego de revisar el sumario trucho que lo alejó de la institución. Delación de la que mi padre nunca nos habló. Pudimos salir a fiestas en el auto de un amigo mayor y en la casa de Félix Rubio se hizo habitual ver las primeras películas porno.
En el futuro el hombre recibirá una golpiza. El ojo bueno se hizo cargo de la historia, mientras en colores registró emociones desbordadas. Miedos atávicos cada vez que se drogaba y arrojaba al piso observando la rendija de la puerta. Siempre sospechó que alguien lo observaba. La prostituta se marchó y los pensamientos se tornaron oscuros. Esperando la tortura de otras veces, no en el cuarto de hotel sino en las calles clandestinas. El ojo hinchado apenas percibía colores difusos, como una cámara pateada por el oficial de turno. Vibraba hasta quedar estática, mientras las drogas lograban ahuyentar el miedo y el dolor.
Mentes no trastornadas perdieron la cordura durante esos años.
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Por Aníbal Ricci