Por fin he ingresado al Hospital del Carmen. Estaré un mes en esta ala del complejo. Una pieza pequeña donde traen comida. Paradójicamente estoy a unas cuadras de mi proveedor de droga, aunque aquí hay rejas que separan de las calles. Otra semana podré salir al patio, una pista de atletismo abandonada rodeada de muros. Será fácil brincar al otro lado, pero para qué, como diría Nietzsche.
Suena estúpido, cuando niño monté una bicicleta y conduje por los barrios precordilleranos. Todo parecía una aventura y el aire en los pulmones ingresaba virginal. Ahora camino una cuadra y respiro con dificultad. Mi nariz definitivamente no jala oxígeno. Avanzo algunos metros y contacto un Uber por celular. Antes buscaba lugares lejanos, ahora cuento las cuadras que restan para la población Santa Julia. Apenas ocho minutos separan de la huella blanca por la que accedo al porno.
La ventana enrejada del cuarto orienta hacia calle Quilín. Veo autos a lo lejos, hace años dejé de conducir para no matar transeúntes. Uno cree que un ciudadano de a pie ya no acudirá a prostitutas, pero el recoveco del placer siempre tiene una salida y ahora con Uber ni siquiera hay que alzar el brazo para abordar un taxi. De verdad uno cree que si traspasa el dinero a la tarjeta de crédito no podrá acceder a los cajeros automáticos, aunque siempre habrá una bencinera que canjea efectivo a cambio de diez lucas. Podría simplemente tomar un café y conversar con un amigo, pero dejo al amigo antes de anochecer y abordo el Uber. Podría ir a la casa, pero una cerveza parece mejor opción. El cerebro convierte cualquier rutina en algo pernicioso. Conversar con amigos, pasear al perro, ir al cine también se ha convertido en un suplicio. La mente procesa la película, pero en ella actúa Scarlett Johansson, de la cual hablaste en el café y por arte de magia aparece su foto en Facebook, maldito micrófono abierto del celular. Scarlett Johansson, Chloë Grace Moretz y Alexandra Daddario son endemoniadamente hermosas. Todas sus películas al mismo tiempo, las neuronas no se detienen, un simple estímulo placentero, hasta su mirada me traslada a lugares inciertos, un pub donde observo otras mujeres y sólo quiero drogarme y ver porno. Quizás un cigarro, hasta la sensación de una tarde soleada. Ese infierno apenas puedo eludirlo con un sándwich, con un café aunque sea instantáneo.
Un programa muestra la nueva película de Kate Beckinsale. Heroína que no puede controlar su ira. Ella quiere aniquilar a otros seres humanos, no controlo mis impulsos. En el minuto que pierdo la hebra humana que da vida a los personajes, mi cerebro sólo presta atención a la imagen sabiendo que hasta el mejor de los directores abusa de sus obsesiones. Esa comunión con sentimientos ajenos es lo primero que pierdo, esas emociones ya ni siquiera puedo percibirlas en la película. Dejo de ver colores y sólo percibo una gama de grises.
En buenos tiempos un libro me colocaba en la piel del escritor. Sentía hasta el frío al voltear las páginas, pero siempre los temas escabrosos me obsesionaron. Las historias luminosas apestan, aunque necesito ver esa estúpida comedia romántica para sacudirme lo retorcido, esos pensamientos anormales que llevan a lugares oscuros. Obsesionado por especímenes magníficos que hacen daño. Con una sola palabra pueden destruir a una persona. Inteligentes y despiadadas. Para apreciarlas fugazmente, mientras desearías conversar por horas con esa mirada perversa. Un instante fugaz y luego la cáscara, esa belleza copiada mil veces, televisiva y desquiciante, luego el Uber, Santa Julia y hacer pedazos este cerebro cuyas espirales son infinitas. Circulan sin control hasta el orgasmo, la droga destruye neuronas y resetea aquello placentero. Imposible mantenerse feliz, la mente se desordena y no encuentra paz. Placer, sexo, todo a nivel reptiliano, atávico donde el amor jamás tendrá cabida.
El insomnio hace girar más lento el disco duro. Para bajar revoluciones escucho el Dummy de Portishead. Sensual e hipnótico, una voz endemoniada que escuchaba antes de acabar solo. Recuerdo verla bailar desde el borde de la cama, sumergido en una pena profunda, duele el pecho, recuerdo haber estado enamorado y verla sensual bajo las luces. Aniquilo el alma y la mente se bifurca. Se compadece y me siento miserable, profundamente abandonado y al parecer las neuronas se calman, voy por un café y quizás escriba estas líneas, no esas líneas blancas que conectan con el reptil y sus instintos primitivos que requieren otro orgasmo para salirse de la carretera.
Al segundo día me asomé al corredor. Pisos acerados, vacíos y muchas puertas al interior de las cuales habría otros seres intentando domesticar sus cerebros. Las paredes del pasillo son de tonos opacos, aunque al final de todas esas puertas se observan unos barrotes donde se cuela el sol.
Las puertas están cerradas, soy el único habitante. Vuelvo a abrir la puerta de noche. Al parecer no hay luna porque apenas veo mis manos. Camino a tientas hacia donde estaba el sol. Asustado de encontrarme con otro paciente, aunque reparo que hace tiempo no me deshacía de mis imágenes retorcidas. Qué fobia habrá tras la primera puerta o la segunda quizás contenga a qué energúmeno. Pasivo o agresivo, pero es verdad que no estoy pensando en porno. Imagino que entiendo a esos seres tras las puertas y merezco una oportunidad. Habrán leído los mismos libros que me llevaron hasta aquí. Emitirán o no palabras. Sigo avanzando por el pasillo donde no existe el tiempo. Todos hemos tomado nuestros medicamentos. Llego al ventanal y regreso recordando mis pasos.
Al otro día bajé al comedor común. Había de todo en esta fauna. Se me acercó un adolescente que hablaba extraño, pero yo lo percibí en sus cabales. Me habló de buena música y desayuné tranquilo. Al frente había dos chicas, una de las cuales tenía una venda en su muñeca. Parecía muy normal. Otro era igual a Charles Bronson y apenas emitía sonidos.
En el cuarto hay una silla confortable junto a la mesa. No se permiten celulares ni computadores. En el comedor había un televisor. Saco una libreta e invento nombres. Bronson, Eva y Bruce. Ella era muy linda, pero no disparó ninguna imagen. Bonita y punto.
La pista de atletismo era larga y con desniveles, mucho más grande de lo que recordaba de otras internaciones. Salí a caminar con Bruce Dickinson y me presentó a un sujeto que escondía una cajetilla de cigarros. Smoke llevaba un año interno, aunque lo dejaban salir algunas horas fuera del recinto. Supongo que su familia lo consideraba peligroso, pero no tanto como para hacerle daño a los vecinos del barrio. Diría que manejaba cierta personalidad, pero quizás qué ocultaba dentro de su cabeza. Los tres conversamos de carretes, cervezas y viajes a la playa. Normal diría yo.
Me gusta mi habitación. Austera, no tiene absolutamente ningún adorno que incomode. La cama de una plaza bastante confortable. Saco la libreta de notas y observo la cama vacía. El apartamento de Bulnes era enorme y habíamos bailado hasta que encendieron las luces. Cinco de la mañana y vamos en busca del auto. Hacía frío y Bárbara llevaba un vestido ajustado. Verla era irreal y podía abrazarla y ella me besaba y la depresión del colegio, el año perdido de universidad, todos los episodios psicóticos del pasado carecían de importancia.
Salía a correr por las noches. Bárbara se había marchado y tuve que seguir arrendando el departamento por lo que restaba del contrato. Quería harto a los gatos, pero eran horrocruxes que escondían pensamientos malvados de esa mujer. Se llevó lo justo y dejó ropa que le quedaba magnífica. Droga en el velador. ¿Quién mierda hace eso? Pero el olor de su ropa era embriagante y unos porros más Portishead completaban el rompecabezas.
Adentro no permiten alcohol, obvio, pero Smoke arrojaba botellas de cerveza del otro lado del muro en lugares estratégicos. Llevo semanas sin consumir cocaína, otras veces la he dejado, pero supongo que necesito estar limpio al menos dos meses para encapsular cada paso del futuro y anticipar los estímulos. Sin porno en la cabeza me obligo a no buscarlo en Internet.
Corría sin futuro y tras cada zancada expandía mis pulmones. Hacía frío y de verdad no sentía ninguna emoción. Recordaba las luces y la música de la Batuta. Los fines de semana sentado en la barra me emborrachaba hasta que cerraban el local.
Creo que ya somos amigos. A veces conversábamos con Eva, pero un día vino la ambulancia y ella no regresó. Saldré en una semana y tendré que arrendar un lugar lejos de Ñuñoa y Macul. Droga hay en todos lados, creo que podré aguantar otro par de años hasta la próxima crisis.
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Por Aníbal Ricci