El lugar era una rotonda, pero situada en las Condes. No entiendo cómo terminé tan lejos de la academia de yoga. El tiempo se expandía mientras el hombre no cesaba de hablar. Yo era un niño cuando me llevó a la espesura de esos árboles. Estaba aterrado y no recordaría su rostro. Sólo una respiración agitada y esas manos que taparon mi boca. Escapé con vida de esa amenaza que me marcó para siempre. Sentí vergüenza y la realidad se desintegró y las matemáticas se volvieron complicadas. Las restas no eran tan diferentes de las sumas, pero algunas de ellas no pudieron ser resueltas. Algo inconcluso en las relaciones con mis compañeros, mientras surgían los temores en los días de educación física. Un día aciago me cagué en el camarín y una profesora fue a rescatarme. Mis padres no creyeron en mis palabras, lo que hizo que el asunto se ocultara entre los recovecos de mi lucidez. Inconsciente que no me dejaría disfrutar de la sexualidad de una manera natural. Distorsionada a tal punto que sería imposible conjurar el amor y el sexo en la misma persona. Fantaseaba con una mujer cariñosa, pero la enfermedad mental prohibía hijos con estos mismos genes. Una esquizofrenia gatillada por continuas fiebres y alucinaciones ideadas por el fanatismo de mi padre o bien provenían de ese instante abyecto de privación del libre albedrío. Uno se pregunta si es algo merecido o estaba predestinado o simplemente el deseo del depredador fue suficiente para imponer su voluntad. Una amiga me aclara que legal y psicológicamente la violación conlleva penetración. Pero estoy seguro de que una mujer también puede vulnerar sexualmente al abusar de una posición de privilegio. ¿El hombre era más fuerte o yo estaba tan indefenso como una mujer? La asimetría de poder parece ser la clave, pero lo que no te advierten es que el agresor traspasa su carga energética provocando un desbalance, una escala moral que será difícil de equilibrar cuando las circunstancias se tornen adversas. Para sanar retrocedemos al útero y a los afectos primigenios, al cariño de la madre y el padre en los primeros días. Estoy condenado debido a que nunca tuve esas herramientas para superarlo. Porque cuando nos estresamos volvemos a hacer las cosas que aprendimos de niños. Ejercité divisiones aritméticas sabiendo que mis restas eran deficientes. Un fallo en la matrix me convirtió en un ser vulnerable frente a los fracasos. El psiquiatra me explicó que para crear nuevas redes neuronales tenemos que descubrir que hay debajo de nuestra consciencia. Algo se quiebra, la psiquis no resuelve las ecuaciones y los pensamientos se volvieron caóticos. Los episodios psicóticos me hicieron convivir con voces indeseables que conspiraban para destruirme. La violencia verbal de mi padre fue multiplicada mil veces por mi propio cerebro. Alucinaciones que me hicieron sufrir y cuando cesaron el miedo a volver a experimentarlas me transformó en un ser impulsivo que debía calibrar cada emoción. Nada tenía una graduación y las escenas del cine fueron la única basa para establecer nexos con el otro sexo. Cada año bisiesto, es una forma de decirlo, vuelvo a estar dañado y sólo resta esperar que acabe la tormenta. El invierno va cediendo y las horas de luz provocan un renacer. Sin duda han sido los días más fríos y lluviosos de la última década.
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Por Aníbal Ricci Anduaga