El cuento con mi padre nunca tuvo solución. Él siempre fue un error en la Matrix. Nunca iba a enseñar siquiera un código de ceros y unos. Sólo es un montón de prejuicios que pretende vivir más años que los vecinos. Estudió filosofía hermética y es tan primitivo que desea irse a la tumba con sus propiedades. No es un faraón egipcio, tampoco un magnate de rascacielos, sino el dueño de algunos departamentos que arrienda a un valor elevado para la crisis económica. «Yo soy empresario», repite y es para la risa. «Soy el que pongo la plata e impongo las reglas», grita por los pasillos del edificio. Pero el viejo apenas camina y el probable accidente vascular lo dejará postrado uno de estos días, mientras sus hijos y nietos lo odian a rabiar. Nos hace la vida imposible; a mí me quebró hace rato. La demencia senil se apodera de su cerebro y entendemos que nos ha odiado toda la vida y no sabemos por qué, incluso en nuestras graduaciones nos criticó ante los otros padres para hacernos sentir inferiores. En esas ceremonias nos dieron premios y el viejo fue incapaz de un ramo de flores. Dice que va a vivir cien años y creo que le queda menos de un año de cordura. No quiere ir al médico porque cree que su salud superior se debe a las cataplasmas de barro y cebolla. La neuróloga le explicó que sospechaba de un infarto cerebral, benigno si se trataba a tiempo, pero el viejo prefirió el deterioro mental progresivo y en el último mes ha perdido toda su movilidad. Por reventarle los globos del cumpleaños a mi sobrino, se encaramó a un estante y perdió el equilibrio. El estruendo fue enorme y lo tuvimos que rescatar debajo del estante y las enciclopedias. ¿Le molestaban los globos? Botar todo lo que nos haga felices, ¿esa será su doctrina? Para actitudes miserables no hay solución. Sin embargo, no puedo olvidar sus maltratos, somos como sus rehenes y vamos muriendo junto a sus mezquindades. Mi novia pensaba que no la amaba, o eso quise pensar yo. No quiero ser alguien que goza con el sufrimiento ajeno. No poder hacerla feliz me destruye e incluso escribir ya no resulta suficiente. Esa imposibilidad de futuro hace que desee estar peor. Destruirme antes de esperar que un nuevo brote esquizofrénico acabe con mi poca humanidad. Busco placer ya no para eludir el tiempo, sino derechamente para sucumbir. Para que un ataque cardiaco me impida recordar y repetir las miserias familiares. La falta de empatía con mis parejas se agudiza con la enfermedad, pero creen que soy indiferente y que las engaño. Me siento como una célula que fagocita su núcleo. Desearía compartir buenos momentos, pero a las células progenitoras no les interesa enseñar a reproducirse. La profesión, el esfuerzo, nada en realidad. Solamente administrar el fruto de una herencia que ni siquiera dio tantos frutos, para enrostrarle a los hijos una mierda de poder monetario. Me siento sumergido en un pozo profundo. Sigo dilapidando unos pocos recursos porque sé que serán insuficientes para hacerse cargo de mi salud mental. Tengo ideas tan dispersas y emociones tan disociadas que sería injusto involucrar a otra persona en un viaje que ya no tiene retorno. Encontrar empleo y mantenerlo unos meses es una quimera, y tampoco puedo concentrarme en vender libros en una feria. Siempre tuve la ilusión de una ceremonia íntima, pero cuando contraje matrimonio sobrevivía apenas con el dinero de una licencia médica. No puedo estar en esos momentos importantes. Mi novia viajaba a Isla de Pascua y una velada sagrada para bendecir unos anillos es otra quimera. La familia espera que le de amor a su hija, pero soy incapaz de gobernar tan solo un mes. Diez gramos de cocaína será una vía para no acabar como un demente y partir de un golpe. Hay días en que me levanto con ganas de hacerme un test de Elisa. Deseo creer que no estoy acabado, pero no encuentro motivos para levantarme temprano.
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Por Aníbal Ricci Anduaga