La primera vez que brotan lágrimas en la película, Ana las ha dejado caer ante la pérdida de su cabello. La madre se lo ha mandado a cortar bajo el pretexto de unos piojos inexistentes. En la escena posterior, la niña camina sola ladera abajo entremedio del ganado, mientras la naturaleza llora junto a ella (que bella elipsis), una simbólica lluvia a cántaros que expresa la tristeza ante la pérdida de su femineidad. Ana deberá semejarse a un niño, debido a que ser mujer es peligroso en ese entorno, la directora nos irá dando pistas para desentrañar el misterio.
Las palabras no dichas tienen un peso enorme, el silencio es una especie de código que hay que saber interpretar. Esos silencios del ámbito natural son frecuentemente interrumpidos por el zumbido omnipresente de los helicópteros. El ruido que rompe el silencio que emana de los insectos es siempre amenazante, una escena cargada de rojo nos advierte del peligro. Ana contiene la respiración bajo las sábanas, esquivando la presencia de esos helicópteros que lanzan veneno desde las alturas.
Las flores rojas de las amapolas también desentrañan peligro, su belleza no es suficiente para ocultar la opresión que se vive en esa aldea en las montañas del estado de Jalisco.
Por los noticieros nos enteramos de la corrupción de la policía, no sólo hay que temer de los narcotraficantes que esclavizan a la población. El profesor rural les pregunta a las madres por sus miedos y el silencio impone un manto sobre los misterios de las desapariciones. Nunca serán explicadas, pero el espectador intuye que un peligro antinatural se cierne sobre las hijas. El maestro de la escuela está preocupado, le voltea una silla a Paula (una de las tres amigas), un claro ejemplo de que las cosas en el pueblo están de cabeza.
También hay tiempo para los toros en medio de canciones populares. Las muchachas han crecido bajo la apariencia de chicos y su danza desnuda la feminidad escondida. Regresan a casa de noche y en el camino descubren a una chica muerta, una señal de que los narcos vendrán a buscarlas.
En la escena siguiente, un becerro entra a la casa y se sube a una cama, las cosas están trastocadas en esa aldea donde hasta los animales se sublevan. Se intercala lo lúdico, las chicas se abrazan y tararean una melodía, la amistad cómplice es lo único que las protege, la cámara gira mientras juegan a adivinar sus pensamientos.
Los disparos interrumpen la tranquilidad, surgen las camionetas negras de los traficantes y la directora nos explica qué hacía Ana en la primera escena: esconderse en una excavación en la tierra para que los delincuentes no se enteren de su presencia. En estos primeros cuarenta minutos hemos descubierto el origen del peligro y el clima opresivo que las niñas deben alternar con sus juegos de infancia.
Los planos fijos al interior de la casa son demoledores. Rita (la madre de Ana) siempre espera que llegue el momento de la desgracia, sentada en medio del sillón de la habitación principal. En esos silencios de quietud todo está pasando: miedos, tristeza, sobre todo silencio. La ausencia de acción presagia un desenlace terrible. Ellas habitan una tierra de nadie, los narcotraficantes asolan el valle disparando sus metralletas ante la vista y paciencia de uniformados que se cubren bajo sus vehículos.
Los habitantes del lugar trabajan en la recolección de goma de amapolas (precursor del opio) que mueve la economía bajo la complicidad de la policía. Los que desempeñan esa labor están protegidos y no deben pagar por su protección. Los animales pastan en libertad, en cambio esa gente es trasladada en camiones asegurados por candados. Viven en una prisión, en tanto Ana atrapa a un alacrán dentro de un frasco. Todos son insectos en ese pueblo, esperando su muerte, el alacrán simboliza que no hay escapatoria.
«Me escondes como un gusano», le dice Ana a su madre. Rita le confiesa que algo le hacen a las niñas y el silencio esconde los detalles. Las chicas se bañan en el arroyo y enlazan sus manos bajo el agua. Tararean esa canción mirando al cielo, se relajan, pero luego el rotor de los helicópteros anuncia el peligro sobre la población.
Las adolescentes adivinan sus pensamientos a través de un hueco en la pared. Ana ha tenido su primera menstruación y la madre reacciona con frialdad, sabiendo que no es bueno convertirse en mujer en ese verdadero infierno.
Todo lo anterior parece una distopía recreada en la mente de la directora, pero estamos frente a una realidad vivida en muchos poblados de Latinoamérica, donde los femicidios suceden a diario y las mujeres son una moneda de cambio.
La cámara enfoca la luna. Aparecen las camionetas negras, con vidrios polarizados para escudar a los victimarios. La madre esconde a Ana bajo tierra y estalla en un grito nervioso. Las balas arremeten contra el frontis y ambas mujeres lloran. Esta segunda vez para comunicarle al espectador que las lágrimas son una cuestión de vida o muerte. Tendrán que huir… Ana corre desesperada hacia el pueblo, en un travelling inquietante que desembocará en barricadas levantadas por los hombres del pueblo, dando comienzo a esa noche de fuego que anuncia algo peor: María (otra de las amigas y hermana de Margarito) ha sido secuestrada por los terroristas, los perros no ladraron y el llanto de su madre es desgarrador. Ana enfrenta con su silencio al hermano, sabe que es culpable por haberse involucrado con el narcotráfico. Las dos amigas sobrevivientes huyen de espaldas a la cámara. El silencio es sobrecogedor.
La directora ha contado esta historia bajo una mirada documental, un entomólogo que ha dado cuenta de los insectos que habitan el valle. En ningún momento expresa sensiblería melodramática. Este es un drama griego y las pocas veces que asoman las lágrimas son para interrumpir la opresión que ni siquiera el silencio puede contener. Los ruidos de helicópteros, camionetas, de perros ladrando interrumpen esos silencios y los tiñen de sangre, del color de las amapolas, que esconde una historia de sucesivas muertes y desapariciones.
Esta producción mexicana recuerda esa atmósfera opresiva de La tierra y la sombra (2015) del colombiano César Augusto Acevedo. Persiste esa incapacidad de los personajes de escapar de ese purgatorio de muertos vivientes, se nota en la postura de los cuerpos de las madres, derrotadas por la explotación de la tierra y sumidas en las sombras de sus mentes.
Al día siguiente, las mujeres abandonan el pueblo. Ana tararea la melodía de siempre y el fundido a negro pone punto final a esta pesadilla.
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