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Nosotros, el tiempo...
Una aproximación a ¡Flash!, de Franklin Goycoolea
G0 Ediciones, 2017
Por Ariel Rioseco
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“El tiempo es una sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”, revela Jorge Luis Borges trasponiendo nuestros pensamientos a lo básico y haciéndonos sentir que, si bien podemos ir, extraviarnos, incluso desaparecer para luego regresar, el tiempo será siempre nuestro hilo conductor. Goycoolea lo detiene amarrando no solo el instante, sino también su alma (acá llamada gesto de inmediatez). En su cuño, las imágenes de las circunstancias son efectos (impresiones, breves conmociones) con que el interior se manifiesta, más precisamente, se retrata, desplazándonos, como mudos testigos, hacia un lugar donde el tacto y la visión perpetuaron la emoción y los sueños.
En la construcción de sentidos, el poeta (dicho acá en genérico) abraza la brisa, el mar, el cielo abierto, un cuerpo; y, con ello, congela el tiempo, los minutos y las horas con las que enfrenta precisamente aquello, el paso del tiempo: “Esos sueños que no quieres que acaben y no acabamos nunca, meridianamente se anuncian las doce para dividir las veinticuatro horas del día. Un calendario va indicando los días del año. Eso es todo. Divago y me extiendo, y sigue siendo necesaria la distancia que sólo se resuelve en el mar”.
Como en un juego de luces, el fin se define claramente. Escrito está: ”Cuanto más vivida la experiencia, más intensa la impresión”. Y así, como turistas que esperan el sol tras los cristales, entre sonidos estrechos que definen lo que son (y hacia donde se dirigen), el escritor marcha aun más lejos, como el ruido sordo que subyace en la existencia. Pareciera que los enemigos de la memoria regresaran en busca de un compromiso que permanece suspendido. “Los dragones luchan en la pradera”, y cortometrajes como polaroids se encuentran, incendian, echan fuera los demonios. Tal vez por ello el autor sospecha y guarda silencio junto a De Rokha y Huidobro, esperando detrás del último horizonte el momento previo a la mentira y al amanecer.
Frente a la puerta que se abre a medias “hay un solo estrecho por el que deambulan los perros, los gatos y otros animales mudos”. Las imágenes son plenas, exactas. Los poemas recorren las calles, suben por las paredes, traspasan a los hombres que conquistan las avenidas y, como si en ello hubiese un propósito, un destino predeterminado, la muerte inminente nos acoge a todos, alejándonos un poco, solo un poco, de Valparaíso y su otoño sin nombre.
“El amor es un revoloteo sobre un abismo que se aísla” agrega Goycoolea, y con ello nos condena, desde su jardín secreto, ahora público, encantado en el país de las escasas maravillas que todavía existen para un ojo aguzado como el del poeta, donde los colores que parecían indudables, simplemente se han marchado. “Eras el buzo azul de zapatillas North Star, los domingos de supermercado, el último otoño del último año de mi vida”. Goycoolea desnuda todas las postales, las canciones a medias que se cruzan por su camino, cual vigía que en su espera, vuelve la mirada y busca los barcos que desaparecieron o los recuerdos que decidieron no volver.
San Clemente, diciembre 2017