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El Libro del cáncer
Augusto Rodríguez, Editorial Ámbar. Lima, Perú, 2012

Rodolfo Häsler
Barcelona, 16 de noviembre de 2011

 


 

 

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La poesía de Augusto Rodríguez fue para mí una de las sorpresas que me deparó la invitación al festival de poesía de Quito, Poesía en Paralelo Cero, en junio de 2011. Durante mi estancia en Ecuador y dentro de las posibilidades que el tiempo me permitió, pude conocer y leer a algunos de los poetas jóvenes que en estos momentos están consolidando su obra, y Augusto es sin duda uno de los más interesantes. Frente a tendencias, estéticas y escuelas que reúnen a grupos de diversa índole, por otra parte, como suele sucede en todos lados, Augusto Rodríguez escribe una obra personal y valiosa que ya permite valorar a un autor maduro y en perfecto dominio de sus recursos. Es la primera vez que prologo la nueva entrega de un poeta ecuatoriano, y es para mí motivo de orgullo que éste Libro del cáncer sea ocasión que me permita adentrarme en una poesía, la ecuatoriana, tan desconocida en España, donde vivo, y que tantos excelentes creadores ofrece.

Como poeta, hay que destacar que lleva a cabo una importante actividad de difusión cultural, y es autor de libros que lo sitúan con nombre propio dentro de las últimas generaciones poéticas, configurando poco a poco una obra atrevida, audaz, fértil y sensible que se detiene ante los aspectos menos llamativos de la existencia, que desde luego son siempre los más importantes, para recordarnos entre otras cosas lo pasajero de la existencia humana. La luz salta a cada nombramiento  para destacar todo aquello que en apariencia duerme o no se revela en primer grado.

La poesía de Augusto Rodríguez es ante todo, y me gustaría empezar por este aspecto, es una obra que se valida entre aquellos que viven familiarizados con el género poético. Si Antonio Gamoneda comenta siempre que se le pregunta que la poesía no es literatura, en el caso de Augusto Rodríguez, su obra poética así lo confirma, y es un claro ejemplo de que no se trata de otra cosa que del resultado de una forma de ver la vida, de una concepción de la existencia. Como en cualquier materia creativa, para poder comprender y descubrir, es necesario que exista un grado de iniciación. En la poesía de Augusto el nivel de exigencia personal es elevado, es una poesía culta, lo que no quiere decir para nada que se trate de una poesía hermética o referencial. Y de hecho es un poeta respetado y leído por esa inmensa minoría que son los poetas, lo cual ya indica muchísimo.

Si Augusto Rodríguez escribe como vive, y vive la poesía en una absoluta entrega, ésta nunca es sentida como un juego, aunque a veces ese tejido que acoge milagros, o esa canto de la errancia, esa opción natural por un cosmopolitismo al que pertenece por derecho propio, y que es la gran familia poética en lengua española, o si queremos acotar, la poesía que se escribe en América Latina, y el hecho de ocuparse de lo que no es o no está, le pueda dar una vuelta más allá, un cambio que lleva a un nuevo descubrimiento. Pero sobre todo en este nuevo Libro del cáncer se desecha el juego para exigir la máxima concentración en el lector. Augusto Rodríguez exige que su lector, el lector de poesía que se le entregue, se implique de la misma forma que él lo hace, con todas las consecuencias. Y es que el autor sabe que si el creador no vive su vida y su arte con la mayor dedicación, no se va más allá de un ejercicio lindando la frivolidad. En tiempos de tanto arte desechable, tanta literatura placentera o espejo de vidas anodinas, Augusto Rodríguez se aleja radicalmente de todo eso y busca, procura otros caminos. Y como la poesía es resultado, entre otras muchas cosas, de la vida, su poesía es tensión, sueño, deseo, compromiso, rechazo, amor por determinados autores y autoras, épocas, momentos de la historia, acontecimientos destacados: la poesía va con él identificada a sus elecciones.

Leyendo al azar cualquiera de sus poemas uno recibe a menudo una sensación de desconcierto, por el uso preciso de la gramática y por ese giro que salta como una bofetada y que produce un cambio en la comprensión, y si el lenguaje poético, como tanto se ha dicho, es capaz de descubrir sentidos ahí donde acaban los del uso comunicativo común, eso es desde luego evidente y patente en su escritura. Vemos por ejemplo unos versos del primer poema que abre:

¿Qué es la infancia? ¿en qué parte está? ¿dónde se esconde? ¿qué significa la infancia?¿acaso es el espacio inhabitable que quedó después de romper todos los espejos que tienen a la muerte como su única fe?

Y está la infancia como espacio de salvación, un inmenso territorio donde ser es posible, vivir con lo que uno es. Algo sucede y ese acontecimiento es potente, se impone. Y cuando el misterio nos asombra ya nada se puede modificar. Sólo el lenguaje transmutado de la poesía - de su poesía - es capaz de ofrecer otra posibilidad. Se cambia el curso de los acontecimientos cuando se fijan, cuando el autor se detiene y los acepta. Sólo así somos capaces de librarnos del peso del destino. Como queda patente, estamos ante una poesía que entronca con una tradición clásica, el referente va, me atrevería a decir, por un camino de búsqueda interior, pero incide en la duda y la fragmentación del ser contemporáneo.

El arquitecto vienés Adolf Loos, uno de los padres de la modernidad, decía: "Kein Mensch kann ein Werk wiederholen": Ningún ser humano puede repetir lo que ha creado. Y esa podría ser una premisa de la poesía de Augusto Rodríguez. Sólo volviendo la mirada a nuestro pasado podemos comprender hacia dónde vamos, de dónde venimos, y vislumbrar pulsaciones de nuestro devenir, el amor, nombrar al ser amado, el dolor, y desde esa mirada seguir buscando, creando, pero nunca repitiendo. Como dice en un pasaje de su nueva publicación:

Poco queda bajo mis rodillas de niño: dibujos a colores ni album de fotos ni
cuaderno de anotaciones mis primeros poemas letras de canciones  una
corbata de papá un sostén de mamá unos lápices que siguen coloreando mi
deshabitada infancia.

Aquí estamos ante una declaración de principios, una ética de vida, donde descubrimos un camino que va hacia la excepcionalidad.

Sin citar, sin nombrar, sin escribir, el poeta no concibe estar, es una necesidad. Y este es un tema fundamental de la creación: la necesidad, en El libro del cáncer, necesidad imperiosa. Escribir por pura necesidad, pues todo aquello que responde a ese llamado, a esa efervescencia en la que nos va la vida, nos hace un poco más libres. Y toco aquí un punto final y definitorio: la escritura poética como una apuesta por la libertad, la liberación de las ataduras para poder decidir por uno mismo.

El fantasma de algún día seré ha venido a visitarme para darme un poco de odio y miseria a veces pienso que es un adelanto del infierno que me espera.

Ese recorrido es una iniciación, un largo camino que tiene un comienzo pero no fin, va con él, es una segunda piel, la misma vida. Por ese camino Augusto Rodríguez entra en todo aquello que toma o rechaza, y sobre todo, toma un nuevo lenguaje, el suyo, su propia voz.

 

 

 

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El Libro del cáncer

Iván Oñate
Capelo, 1 de febrero del 2011

 

 

 

Novalis  pensaba que la salud solamente podía ser interesante para los científicos, en cambio la enfermedad era verdaderamente importante para los individuos y para el arte. Salud igual masa. Enfermedad sinónimo de individulidad, de distinción: era la ideología del romántico.

Sin embargo, entre todas las enfermedades, la verdaderamente emblemática de los románticos fue la tuberculosis. No olvidemos a Chopin, a Chejov, a poetas como John Keats o Edgar Allan Poe.

Mientras el tuberculoso podía ser un  héroe, un proscrito, o un poeta maldito, el enfermo de cáncer, no corrió la misma suerte. Susan Sontag en su talentoso libro “La enfermedad y sus metáforas” sostiene que el cáncer es considerado como una enfermedad de perdedores. Mientras el tuberculoso moría o se marginaba en la apoteosis de su mal emblemático, el canceroso hasta no hace mucho, tenía necesariamente que ocultarlo. Muy pocos saben del cáncer que acabó con Rimbaud, que castigó a Freud (según los mismos sicoanalistas) por haber reprimido sus instintos, o una severidad igual que terminó con Wittgenstein.

Tengo en mis manos “El libro del cáncer” de Augusto Rodríguez. Paradójicamente, de su conmovedora lectura, me ha salvado una enfermedad mayor que está más allá del dolor que nos ata a la enfermedad y sus metáforas, me refiero a esa enfermedad llamada TIEMPO.

En la primera parte de este libro, Augusto Rodríguez aquejado por los primeros síntomas de esta enfermedad llamada tiempo, se pregunta: “¿Qué habrá en el fondo de la infancia? Quiero irme de aquí pero no sé a qué hombre dejarle las llaves de mi cuerpo”.

Quizás uno de los dramas, una de las tragedias más sobrecogedoras que simbolizan nuestro tránsito por el mundo, sea el de Edipo. El del hijo que busca al asesino de su padre, sin sospechar que es él mismo el asesino. Tragedia mucho más sobrecogedora si investigamos la causa del porqué Edipo asesinó a su padre. El padre para el sicoanálisis significa lo que Lacan denomina la Ley. La aparición del padre separa al niño del cuerpo de la madre, y al hacerlo, relega sus deseos al campo subterráneo del inconsciente. En este sentido, la primera aparición de la Ley y el inicio del deseo inconsciente son simultáneos: sólo cuando el niño reconoce el tabú o prohibición simbolizados en el padre reprime su deseo culpable. Este deseo es, precisamente, lo que hace de nosotros poetas.

La originalidad de Lacan consistió en que reescribió este proceso Freudiano en función del lenguaje. Entonces, sin lugar a equivocarnos, podemos afirmar que nadie en el mundo mejor que un poeta para hablarnos de la enfermedad y sus metáforas. Del tiempo, sus lastimaduras y sus cicatrices. Pero también, nadie mejor que un poeta como Augusto Rodríguez, para decirnos que: “Toda la muerte no podrá destruir esta casa”.

 

 

 

 

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El Libro del cáncer de Augusto Rodríguez

Catalina Sojos
Cuenca, Ecuador

 

 

 

Dividido en cinco segmentos y formando un solo cuerpo, como los dedos de una mano, el “Libro del cáncer” de Augusto Rodríguez se nos presenta como un todo fragmentado que establece sus códigos y actúa imantado a un único eje.

Ese eje circunscribe la búsqueda incesante de  Rodríguez por la palabra poética, sus connotaciones y sugestiones, a través de imágenes de gran factura.

.../“Mis palabras son piedras nuevas en un lenguaje que nadie conoce”.../ dice el autor, en la primera parte, cuando las preguntas surgen en torno a una infancia deshabitada y en la que los objetos cotidianos se convierten en símbolos y metáforas de la memoria. 

En una suerte de epopeya el poeta erige La ciudad del cáncer a la cual nada ofrece pues... /“solo invento fantasmas sentados en estas sillas que me narran sus mentiras”.../ y en la cual hace su homenaje a aquellos seres que ama y ubica en sus lecturas. Los autores elegidos son el pretexto para que surjan textos que crean la textura de la ciudad, sus reescrituras y en resumen sus semióticas, y en la que se confunden imágenes urbanas y la angustia del poeta.../ “a veces pienso que es un adelanto del infierno que me espera.../

Esa ciudad mítica que nos vio crecer y que llevamos plasmada para revelarnos un estado de alma.

Y es ese infierno convertido en holocausto que invade la memoria y que obliga al poeta a descifrar sus enigmas a través de lo erótico, cuando el pez del cuerpo de la poesía destella en estos versos:

“el pez de mis labios se sumerge en tu vientre se derrite en tus labios te asalta por la espalda se clava como la espada más temible se cruza en el aire en tu búsqueda te sigue las huellas en el agua te observa con sus ojos amarillos”

Fascinación, terror, ritmos propios, atrevidos, que fluyen a lo largo de todo el trabajo poético. Un trabajo que mantiene su energía y concentración lírica con  la escritura como única remisión ante lo implacable cotidiano.

Y continúa esa indagación incesante en la paradoja de la última frontera cuando se transfigura en aseveración magnífica:

.../Todo el amor no basta como no basta la muerte para arrancar las visiones detrás de los ojos.../

Y es así como llegamos a la fiesta de los condenados que nos recuerda la raza maldita de Rimbaud a la cual pertenece, sin lugar a dudas, Augusto Rodríguez, en una orgía de imágenes que nos deleitan y cautivan:

.../ El arco iris de tu sangre se derrite en mis ojos, el invierno es un árbol que se divide en dos personas que se mueren de frío, un río se seca en los labios de esa anciana que se muere ahorcada, este libro se multiplica ante tus pupilas y se vuelve a multiplicar en infinitas imágenes.../

Y el poeta confirma:

... /En mi interior hay varias fiestas que danzan su propio baile en su propio tiempo y espacio.../

Poética pura, donde cada palabra es imprescindible. Labor de preciosismo y de imperiosa labor con el lenguaje, definitivamente el “Libro del cáncer” de Augusto Rodríguez  es un deleite y una catarsis.



 

 

 

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El Libro del cáncer.
Augusto Rodríguez, Edit. Ámbar. Lima, Perú, 2012.
Por Rodolfo Häsler, Iván Oñate y Catalina Sojos