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Augusto Rodríguez
Estandarte del espíritu de su época

Siomara España

 


 

 

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Cada tiempo nos presenta inevitablemente sus señales, así aparecen en la historia visiblemente  delineadas  las etapas del hombre, sus guerras, ciencia,  arte, pero también, su poesía.

Dentro del tiempo que nos toca presenciar hay quienes se horrorizan, se distancian, o abstraen, pero hay los más, los que sin detenerse caminan por las brasas del fragor de la batalla cotidiana,  se enfrentan al mundo y sus contradicciones, con la infinita fortaleza ante  vida y muerte.

Dentro de este espíritu de época hay  nombres luminosos en la poesía latinoamericana, uno de esos nombres que va por los rumbos  firmes del decante, es el de Augusto Rodríguez, quien ha venido trabajando imparablemente entre lo corpóreo y lo cotidiano, entre la sentencia y el desenfado, entre el malditismo y el escape, todo siempre convergente y emergente  en la unidad y sentido de su tiempo.

La enfermedad invisible, su más reciente libro, abarca en sus cuatro apartados,  la contemplación de un largo padecer  condensado en  un instante,   ese instante mágico de la palabra, donde entre la voz del poeta y  lo inefable de su palabra, va hilando la mutilación y el deseo, las llamas y  la espada de esa enfermedad que atraviesan los primeros textos del poemario.

La realidad es infinitamente superior a la imaginación, parece  decirnos Augusto Rodríguez,  y es mediante esa realidad que la voz  recorre el cuerpo  entero del poema:   “…yo menciono la palabra sufrir, pero no estoy sufriendo como los que  realmente sufren. Para los que sufren las palabras no existen,  están viciadas, usadas como camiseta de abuelo o padre canceroso” los versos de Augusto Rodríguez se van construyendo desde lo sublime a lo cotidiano, es el desenfado propio de la época, donde se pueden perfectamente equilibrar versos tan vivamente sentidos que nos dejan perplejos ante la angustia.

En Rodríguez, el  lenguaje aparece  redimido ante el  mundo de decidoras imágenes visuales,  proponiendo con ellas también una especie de destrucción de la retórica usada por otras generaciones.

El tono irreverente de su poesía  se enrumba  por las líneas que dejara Ileana Espinel con el cristalino sardonísmo con que iluminaba sus poemas. Así   Rodríguez va construyendo en medio de  cotidianidad y audacia, ese sentir  desenfado ante la vida, donde su voz no es su voz, es un coro de colectividades sensoriales :  “Somos banales cenizas que se reconstruyen a la orilla del fuego”.

Los poetas de todos los tiempos van más allá del “yo”, se dejan caer ante la intimidad del llamado, el estado de posesión que el mismo poeta declara:   La lengua me narra, habla arbitrariedades que yo no soporto”. Con este fragmento es evidente ese fluir de los sentidos, el decir de la lengua que narra  como  un ente libre desde el corpus del poeta que continúa diciendo: " …La lengua que me narra es una fiera difícil de domar…nunca se queda callada y yo estoy perdiendo la paciencia ”.

Desde el primer libro de Augusto Rodríguez Mientras ella mata mosquitos (2004) la poética de éste autor Guayaquileño ya anunciaba su irreverencia desde el  inusual título,  se mostraba como un escritor preocupado más que por el estilo o por el “buen decir”,  por el “sentir”, nutriéndose contantemente del mundo circundante, y acertadamente lanzar su voz como caudal de piedrecillas, contra  los espacio de otras poéticas manoseadas y reiteradas que no dejan lugar a nuevas sensaciones.

Seguí uno a uno sus libros, como permanentemente hago con los poetas ecuatorianos y latinoamericanos que  trato de tener a mi alcance,  y encontré  en Rodríguez siempre  ese mismo sentir  entre  las zonas que  explora su poesía,  como diciéndonos impajaritablemente:  ¡ésta es mi voz!, la que ha  estado y permanecerá ahí siempre.

La legitimidad de su poética  se conoce y reconoce ya en muchísimos espacios,   pero es  desde su prosa poética  “El beso de los dementes” donde su poesía  toma un nuevo color, una nueva fuerza  que lacera y  envuelve desde el dolor de la muerte,  amalgamada  entre el cotidiano decir  de las palabras que caen en el poema  como veloces dagas, y simultáneamente despiden chispas de dolor a la vez que de  ternura.

Es en estos textos  donde se evidencia la ruptura,  que dividirá su obra: La primera es  aquella  etapa de descubrir y descubrirse;  la  segunda pero siempre desde ese “sentir”  la cabal consolidación de la voz, la firmeza del  decir desde la entraña.

En la poética de Rodríguez nos encontramos con ese relatar a viva voz  la angustia de la muerte, del padecimiento de los otros,  tropezándose él mismo dentro de los propios anagramas que ha tejido  en el combate,  la lid sin tregua  de la enfermedad avasallante, “la palabra es un cuerpo enfermo”re-descubrirse en  el  instante del acerbo  trance:  “somos una frontera inútil que nos divide ”. Beber  la amarga pócima  para apaciguar el dolor,  volcarlo  todo a la escritura, revolcándose en  las  líneas de la enfermedad  invisible:  “Hay enfermos por todas partes, ellos están cruzando el muro de mis sueños para saltar para siempre a la catarata de la luz”

La lengua no solo sirve para construir  la poética de Augusto Rodríguez,  sino también para reflejarse ante el espejo del vacío,  el vacío del cordero profano,  no aquel que se inmola ante el dolor, no, sino aquel que plantea el estremecimiento sin ambages:  “seremos un cadáver  dentro de un ataúd que nuestra familia no quiera pagar”.

Las palabras producen una inmediata  trashumancia  en la voz del poeta, sus  versos   nacen desde el  lirismos emocionado en el paso del vals,  hasta que de pronto,   nos apabulla como el  golpe de la honda de David: “Todo lo que conocemos se derrama y no vuelve a nacer… no somos aptos para respirar ni para morir … lo que sientes en tu corazón no lo sentirás jamás”,  es la palabra que derriba al mismísimo ritmo del poema y que se transmuta hacia la visión de perturbadoras  imágenes:   “un caballo bajo la lluvia es como una espada que atraviesa la noche… como un rio inagotable que da de beber a los sedientos… es como un reloj que no tiene hora  y que envejece a golpe endiablado ” la idea  del poeta no es únicamente la irreverencia o la contradicción, sino más bien  atentar contra esa comodidad de juiciosos lectores,  y con el  golpe de la piedra, sacudirnos, sublevarnos o  embriagarnos. 


Junio del 2012




 

 

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