Cuando Jorge Luis Borges viajó a Alemania, a comienzos de los años ochenta, manifestó publicamente que la razón de su visita obedecía a un propósito deliberado: conocer al que a su juicio era el escritor más importante y transgresor de europa, el siempre polémico Ernst Jünger. El encuentro entre ambos autores tuvo lugar en Wilflingen, el hogar de Jünger ubicado en el corazón de la selva negra. En 1989, siendo un entusiasta lector de la obra jungeriana, escribí un artículo para una revista universitaria titulado “Ernst Jünger: anarca y humanista”,[pdf] el que llegó a manos gracias a la gentileza del escritor rumano Vintila Horia, a quien yo había conocido en Santiago. La respuesta de Jünger, para sorpresa mía, no se hizo esperar: una amable postal de su puño y letra, que reproduce una fotografía de él junto a Borges en el salón biblioteca de la residencia de Wilflingen. En uno de los párrafos de la postal, Jünger me cuenta la impresión que en el joven Borges había causado la lectura de Tempestades de Acero, para muchos la obra maestra del escritor alemán. El término usado por Borges, según Jünger, fue el de "una erupción volcánica". No es de extrañar la admiración de Borges por Jünger, quien en buena medida encarnó aquello de lo que el escritor argentino se quejaba amargamente: no haber sido favorecido por los dioses con un destino épico. En Jünger pensamiento y acción se hermanaron; palabra y vida estaban cinceladas en una misma moneda. Espíritu aventurero e indómito, héroe y malabarista de la guerra, su “naturaleza de acero” se fue fraguando en la vida peligrosa (“donde crece el peligro crece lo que salva"), en la acción considerada como una estela luminosa de la idea, de la “violencia de la idea sobre la materia”. Sin embargo, por encima de las diferencias biográficas, estaban las afinidades: ambos fueron, a su manera, provocadores; tenían la savia común de Schopenhauer, a partir de la cual desarrollaron un fino contrapunto entre la voluntad más acuciante y el intelecto más incorpóreo.
Reivindicadores de la excelencia de lo heroico, encarnado en personalidades que no transan con los ardides de la sociedad de masas, que reduce lo singular a criterios uniformadores, tanto Borges como Junger fueron aristocratas del apartamiento —el recurso de la emboscadura—, que despreciaron el barullo distractor de un mundo agonal donde la realidad era viviseccionada en nombre de las mezquinas seguridades del progreso material, un mundo cuya esencia estaba determinada no por su consagración noble a un ideal, sino por la mera instrumentalización de la belleza y la verdad. El espíritu guerrero, con su tempestad embriagadora, bruñe al ser humano en la fragua del sacrificio. Juan Muraña o Venator, este último la clásica representación del anarca jungeriano, son las dos facetas de una misma raíz, encarnando el "genio de la guerra" ( la expresión es de Scheler ) "que despoja de la escoria, transforma y ennoblece el pequeño instinto de lucro, la competencia con su alevosía, engaño y envidia". Es el expediente del titanismo, de la voluntad creadora como atributo de ascensos y caídas, de esplendores y zozobras.
Evidentemente guerra es una metáfora del vértigo de la realidad, de la lucha de potencias que se tejen, primero, en el individuo mismo, en su tentativa por llegar a culminarse, y luego hacia el entorno, al que debe domesticar para sobrevivir. El ser humano, ha dicho Michael Landmann, no posee una “consistencia invariable, cerrada”, añadiendo que, en contraposición a los animales, en el hombre la “vida vida no transcurre por carriles previamente forjados”. Se trata entonces de una posibilidad inconclusa, abierta al mundo, en proceso de completitud; su adaptación a la naturaleza es un proceso difícil, a veces desgarrador. El espíritu heroico es, desde esa perspectiva, el espíritu de la lucha. El hombre se hace por la visión que abraza respecto a su habitar en el mundo; el hecho de poseer una estructura frágil, “a medio hacer por la naturaleza” (Landmann), le conmina a enfrentar el destino como un reto en el que se juega su ser. (Sin ir más lejos, el acto de bautizar las cosas es un acto originario). Borges vivió la disonancia entre racionalidad y realidad. El andamiaje de la razón, al comprimir la singularidad de lo existente, lo desdibuja. La vida es esquiva, se rehusa a un manto especulativo. El universo épico Borgeano sentido “en el arpa y la espada de los sajones”, o en el cuchillo de Muraña merodeando en los arrabales de Buenos Aires, responde a esa intuición. Como también su noción de las infinitas bifurcaciones de los tiempos y universos, desarrollada en Ficciones, que bien puede ser vista como un desenmascaramiento de la fragilidad del destino frente al oleaje insolente de la existencia, “que rompe todas barreras e ignora todas las limitaciones” (Copleston). Por eso es que el lenguaje —Borges lo decia aludiendo a Mautner— probablemente no sea emisario del saber puramente lógico; más aún, que su finalidad sólo sea eminentemente estética, al “crear un mundo ideal de forma y belleza” (Copleston). Y ello por cuanto la belleza es “expresión de una voluntad victoriosa” (Nietzsche), “bendición y divinización de la existencia” (Nietzsche), perpetuación del ser en toda su potencialidad. Vinculado a lo anterior, resulta sugerente el público fervor de Borges y Jünger por un escritor al que hoy en día se relega al olvido: León Bloy. Según me entero a través de una revista alemana, Bloy fue uno de los temas de conversación del encuentro Borges-Jünger. Apodado a un mismo tiempo como "el mendigo ingrato" y, también, como “el peregrino de lo absoluto”, Bloy hizo épica ejemplar de la rabia y la rebelión frente a un mundo cuya obscena trivialidad lo irritaba. Su nostalgia —tan citada por Borges y Jünger— era la de la huida de Dios, su alejamiento de los hombres, corroídos por la miseria y los simulacros, por la asepsia racionalista tan ingrata a los ojos del cielo como a los ojos del infierno. Bloy es, a este respecto, el punto de convergencia entre dos disidentes de una época tibia, banal, secularizante, que abomina del heroismo y se entrega a la marea insulsa de una vida que es un simple pasar, aquella que Eliot tan bien describió en su poema a los hombres huecos: un tiempo de "voces resecas y sin significado".
La relación Borges-Jünger es un claro que recién se abre a los historiadores de la literatura del siglo XX. Hay una serie de engranajes secretos que bien pueden servir de punto de partida para una relectura de Borges, no ya bajo el prisma racionalista con el que majaderamente se lo ha asociado, sino bajo el prisma de ese otro Borges, el nietzscheano y mítico, el que se arrimó al laberinto sin demasiadas certezas, empujado por una convicción que lo arrojaba a un universo donde la razón era apenas un islote en un océano vasto y desconocido.
Notas
[1] Esta versión es la versión definitiva del original, corrigiéndose algunos pasajes y especificándose algunas citas que fueron omitidas por error.
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Por Armando Roa Vial