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El Libro Negro. Antología personal 2003-2013 de Augusto Rodríguez

 




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El Libro Negro. Antología personal 2003-2013 del poeta, escritor, periodista y editor ecuatoriano (Guayaquil, 1979) Augusto Rodríguez. 563 páginas. Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2014. Prólogo de Rafael Courtoisie y Luis Alberto Arellano.

 


PALABRAS QUE SANAN
por Rafael Courtoisie 

“El Libro Negro” es un conjunto poético donde el resultado es mucho más que la suma de las partes. Es más: ninguna operación aritmética es capaz de reducir o explicar el efecto aluvional cualitativo que produce la lectura de este volumen que es a la vez una antología, una selección de textos previos, una muestra del camino recorrido pero también una absoluta novedad en la cual la extensión permite la perspectiva, el efecto de profundidad que –ahora se confirma- se ha propuesto Augusto Rodríguez como proyecto de trabajo cuya solidez estética se hace evidente.

Eludir el lugar común y buscar la carne metafísica del hueso, patentizar no el dolor sino el pensamiento, la reflexión y el juego estético que surge del dolor en un proceso consciente de construcción, son algunos de los elementos con que Augusto Rodríguez erige su proyecto: una poesía fina y penetrante como una aguja de acero, una poesía cuya extensión es máxima como el concepto de ser pero cuya intensidad, paradójica, extraña, se concentra en un punto de belleza singular insoslayable.

El manejo de la prosa fluida al servicio de un indiscutible ritmo poético que es un ritmo de pensar, un ritmo de hacer con las palabras la realidad consciente, delata al poeta que ha leído y que ha sabido decantar  certeramente del universo de lecturas aquellas materias nutricias que se reinventan, que se vivifican en este decir nuevo, en este “trovar” del siglo XXI.

El para texto, el meta texto,  el juego de epígrafes se constituye en vectores de señalización de un sentido que se renueva en cada lectura, que se amplifica y multiplica sin anular el sentido anterior.

La figura del padre es uno de los leit motiv que figuran en el libro en forma explícita, pero no a la manera kafkiana de “La metamorfosis” sino más bien apostando a la resignificación que el texto hace de la realidad: el texto nos produce, somos realidad a partir del recorrido atento que hacemos de “El Libro Negro”.

La discusión sobre lo “sano” y lo “enfermo” nos remite al pensador francés Michel Foucault y hace oportuna la cita de sus muchas páginas de indagatoria en torno a lo “normal” y lo “anormal”, en torno a la relatividad epocal de cada una de esos conceptos en su estudio diacrónico.

Por línea ascendente, de Foucault se puede pasar a la mirada antropológica de Claude Levi-Strauss y entonces se descubre que la dialéctica salud-enfermedad planteada en este libro no se resuelve, sino que se plantea, se evidencia, es nada más y nada menos que un artefacto textual de reflexión mediante la construcción de una poesía precisa.

El carácter antológico que pudiera presentar este libro es un aspecto que sirve al aparato crítico para distinguir una poesía de proyecto, una estética planeada y consciente de tanto ex abrupto repentista y sin dirección que hoy día abunda en la blogósfera, en las páginas y páginas sin fin del híper texto contenido en esa maravilla, en esa medusa de signos llamada Internet.

Este es un libro, quien recorre sus páginas recorre una aventura humana concreta (parafraseando a Whitman) pero a la vez tiene en las manos un instrumento de introspección y conocimiento, una herramienta hecha de palabras pero cuyo efecto trasciende las palabras.

Augusto Rodríguez logra, entonces, en esta muestra antológica, un excedente de sentido que se desprende del sintagma y que admite, entre otros, dos adjetivos fundamentales: saludable y exacto.

 

 

 

FERVOR TISULAR Y OTRAS FISURAS
Por Luis Alberto Arellano

 

Una de las verdades más conmovedoras que puede ofrecernos la poesía en el siglo XXI es que la escritura es también cuerpo. No sólo porque la acumulación de los borroneos sobre una página en blanco se acumulan de tal manera que crean una mónada que resiente de las ausencias, pasiones y deseos de un autor; sino en el sentido más orgánico  de que se escribe desde nuestra condición concreta y física. Nuestra escritura es también el registro de nuestras condiciones de salud, nuestros gozos y placeres, nuestras dolencias. Es notable cómo la primacía del cuerpo como objeto, como sujeto a una escritura, toma forma en una parte de la poesía contemporánea. Dos ejemplos que vienen a cuento, inevitablemente, son el argentino Héctor Viel Temperley y la venezolana María Auxiliadora Álvarez. Desde una feliz escritura amorosa, pasando por una iluminación mística producto de la trepanación, hasta el padecimiento de una maternidad atormentada y un parto traumático, estos ejemplos dan cuenta de cómo el cuerpo es tomado por entero y requiere más que nunca de un asiento escritural. De un registro y reapropiación sólo posibilitado por la indagación poética. En ese sentido es que la escritura de Augusto Rodríguez es el recuento de su cuerpo. De un cuerpo que ha sido una variable mayúscula de registros. Desde los primeros poemas de homenaje a Pablo Palacio, se configura que el cuerpo será el escenario, pero también el protagonista de un periplo que busca indagar sobre lo más cercano y por tanto, en palabras de su querido Viel Temperley, lo más desconocido. Voluntad de fractura, pero también de reconciliación con la historia que ha tenido lugar en ese cuerpo. Porque para Rodríguez, si algo nos queda de nosotros mismos en escenarios lejanos en el tiempo, algo que nos recuerdo lo que hemos sido, es ese mismo cuerpo. Así, todo el tiempo que hemos sido está contenido, conservado, en una especie de suspensión animada, en nuestro cuerpo. Porque cuando digo cuerpo no me refiero solamente al organismo que nos gobierna y nos obedece (vana ilusión la de la voluntad ejercida sobre nosotros). Sino sobre todo a ese tejido que resulta de nuestra representación sobre la solidez física de nuestros furores tisulares. Somos parcialmente cuerpo físico y sobre todo, representación de ese cuerpo, intricado en un relato que constantemente nos estamos reconfigurando. Un relato abierto que se escribe y nos escribe. Que también nos borra y nos anula. (No llama la atención en demasía que para referirnos a esa relación usemos el “nosotros”. Siempre que nos referimos al cuerpo somos un nosotros. Nuestro doble está a nuestro lado todo el tiempo. Es aquel que hace sombra y nos permite el contacto con el otro. Así de ominoso, palabra freudiana donde las haya. Yo es siempre un plural.) Los poemas de Augusto Rodríguez han venido configurando una cartografía de la relación de sí mismo con su otro interior (y exterior), pero también de cómo ese cuerpo asume la enfermedad propia y ajena. Es notable la serie de poemas dedicados a la enfermedad y muerte de su padre. Porque revelan que el enfermo no es nunca un solo individuo. Enfermo es un verbo que se conjuga en plural. La dimensión irracional de la experiencia se subraya con las constantes reiteraciones de versos, que como una especie de responso, van construyendo un sentido a algo que se escapa a nuestras especulaciones. Morir es siempre, también, cosa de varios. Por eso, la escritura de Augusto Rodríguez apuesta por una comuni(cac)ión con un semejante que nos habita. A esa presencia (me cuesta teclear “interna”, y sin embargo, el lenguaje no puede registrar una experiencia corporal que no sea necesariamente un juego de “adentro/afuera”), decía, presencia como aspas es a la que el autor trata de cercar, sabiendo que es imposible, pero no por eso impracticable. A el humor constante en sus primeros poemas, la segunda parte de su trabajo opone una visión más descarnada del mundo. Magra, pero no menos ahíta. Es como si la escritura desbordara realidad. El tono autobiográfico y la necesidad formal de constituir ese retrato hablado, se vuelven un imperativo ético en una escritura formada de preguntas y congelada en la inminencia. La serie final de esta recopilación, dedicada explícitamente al cuerpo y sus variantes, es una reiteración de esa obsesión escritural. Algo viene, y es nocivo. Emblema de la tragedia es al anagnórisis que aquí el autor emprende con singular placer. No hay masoquismo posible porque la normalidad se ha corrido al sufrimiento. No hay constatación de la existencia sino es en esa forma de la escritura, politizada y formalmente variante, que despeña el sentido y asume la incertidumbre como bandera. Esta escritura será cuerpo o no será.




 



 

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