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LA MALA ESTRELLA DE PERUCHO GONZÁLEZ
Alberto Romero

Por G. Soto A.
Publicado en Loqueleímos, 27 de agosto de 2012




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No exageramos ni un ápice cuando decimos que en la capital de la República hay
dos mil quinientos delincuentes de oficio. Y con este número llegamos a formar
el mayor porcentaje de delincuencia en el Mundo.

Ventura Maturana, Director de la Policía de Investigaciones durante la dictadura de Ibáñez del Campo,
quien popularizó la práctica del “fondeamiento”: arrojar al mar a prisioneros con piedras atadas a los pies.

Un niño pequeño, de esos que apenas puede tenerse en pie, lanza un chillido en la populosa calle Placer en torno al año 1920. Hoy en día aquel barrio todavía exuda a gente, a movilidad, delincuencia también; no es un barrio amable, tiene una tremenda belleza popular oculta, pero no es un barrio amable. Retrocedan ahora mentalmente ochenta o noventa años, retrocedan mentalmente en cualquier barrio populoso de su propia ciudad esa cantidad de años y tendrán una imagen de dónde se sitúa esta novela.

El niño, nuestro protagonista, vive en uno de esos innumerables conventillos —cunas de tantas de nuestras familias de, ahora, clase media— que vieron nacer y morir niños por montones de enfermedades que por la pobreza, insalubridad, falta de atención o importancia no tenían cura en ese momento. Es apenas un infante, y nuestro narrador nos presenta el día en que por fin logra cruzar de un salto, sin caer ni mojarse, aquel zanjón mal oliente por el que escapan acuosos los más infectos desperdicios de cada una de esas casuchas que se amontonan aterradoramente una encima de la otra, a través del conventillo.

Pero esta no es la historia del niño-infante. Esta es, quizás, la narración de aquel hombre que nos entrega el epígrafe de esta reseña, aquella frase de un hombre de la misma época en que transcurre este relato, esa que dice que dentro de nuestra población estamos atestados de delincuentes y, en el fondo, gente de mal vivir… y mientras tanto vamos viendo, contrastando, palpando cómo este niño va creciendo en la calle, haciéndose hombre de la única manera posible que tiene una persona que nace en ese ambiente, y que con esos medios de subsistencia puede ir tirando hacia delante.



 La visión es conmovedora. Sé que cualquiera de nosotros respingaríamos la nariz al sentir el hedor de tanta inmundicia, pero Alberto Romero —uno de los más grandes narradores de nuestra literatura nacional e injustamente olvidado o relegado a un inmerecido segundo plano— nos va mostrando, sin aleccionarnos, sin que su propia voz siquiera ensaye un reclamo, cómo nuestro Perucho Gonzalez va creciendo en la selva que ha nacido, cómo conoce la vida, cómo se lanza “a la aventura”, cómo lo acoge la calle, aquel medio dónde vive y del cual ni siquiera es posible que se evada. Es un hombre antes de siquiera dejar de ser un niño. Y la vida, tan injusta, a través de esta novela, nos va mostrando cada uno de los ladrillos adobados que han ido constituyendo la historia de nuestros propios pueblos, porque la historia del Chile popular no es tan disímil del de cualquiera de nuestros países latinoamericanos.

 Y no alcanza apenas a crecer cuando ya está preso… pero ese no es un final de historia, porque aún el autor lo acompaña con su relato durante casi el año que está recluído, en esa cárcel que no es como las actuales (como si las actuales no fuesen lo suficientemente malas), sino que es la multiplicación de los vicios y defectos vigentes, agravados con más de ochenta años de retraso.

La mala estrella… o la mala suerte. La vida misma. No tenía otra opción. Era su destino. Qué decir. Sería su destino.


 

Me gustaría centrarme algunos momentos en la forma de escribir de Alberto Romero, pero confieso que se me hace muy difícil considerando lo demoledor del relato, lo fuerte de su presencia. Su puño es preciso, cortante, repleto de modismos, localismos caídos en desuso hace decenios, surcando cada hoja con párrafos cortos, a ratos incluso un tanto inconexos, que hacen avanzar la historia de una manera absolutamente adecuada al contenido de lo relatado, haciendo que leerlo sea un acto a momentos casi tosco en sí mismo. Esta forma fraccionaria, un tanto desarticulada en su composición pero al mismo tiempo tan sencillo en su vocabulario, tan popular, provoca la impresión de la visión gráfica del relato. Olvídense de encontrarse con una prosa bien pulida y trabajada, al contrario, Alberto Romero martilla con rudeza cada frase, pero no como si quisiera abofetearnos con cada una de ellas, no como si buscase conscientemente ocasionar el efecto que produce en el lector, sino que por el contrario; como si su forma de escribir sus relatos no pudiese ser otra, como si su ritmo y medios a veces también escasos de recursos no pudiesen ser otros para vivenciar aquella forma de vivir tan similar a su escritura. Y es así como narración y cada una de las palabras que conforman dicho relato se entrelazan como si fueran uno, en una belleza no convencional, arrabalera si se quiere, pero enternecedora como lo que más, en un resultado que increíblemente funciona por sobre todo lo alto. 

Es como si nos fuésemos sorprendiendo, palmo a palmo, que toda esta gente —que también lo fuimos nosotros, o al menos nuestros antepasados— contra todo pronóstico, fueran, día a día, no obstante, sobreviviendo, y como si a cada golpe de frase, a cada puñalada que imprime no a nosotros si no al papel, no podamos menos que sorprendernos que cada palabra puesta junto a esa otra que no debiese ser, sin embargo, a pesar de sí mismas, vayan produciendo una belleza tosca, pero sublime, como la vida que relata.

Otro esencial de la literatura chilena.


 

 



 

 

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Alberto Romero
Por G. Soto A.
Publicado en Loqueleímos, 27 de agosto de 2012