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El novelista Alberto Romero

Por Luis Merino Reyes
Publicado en Perfil humano de la literatura chilena.
Editorial Orbe, 1967, 264 páginas




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El novelista Alberto Romero nació en Santiago el 20 de junio de 1896. Su padre fue don Alberto Romero Herrero, alto personaje chileno, Fiscal de la Caja Hipotecaria, ex Ministro de Justicia. La casa del novelista estaba situada en la calle Santo Domingo 1307 y limitaba por el fondo con la antigua empresa periodística Zig-Zag, ubicada en Teatinos 666. Por la vía materna, Romero desciende de los Cordero Albano, propietarios algo feudales de fundos en Curicó. Su madre es una estampa monacal del siglo XVIII. La casa paterna de Romero ofrecía un ámbito de barroco señorío; pesadas alfombras y cortinajes, grandes y dorados espejos, lámparas con delgados arcoíris en sus cristales. El novelista fue hijo único hasta los nueve años y se crio en medio de un tierno mimo, el afecto compensatorio de los hijos de padres luchadores. Desde las innumerables ventanas de su casa el niño ha visto pasar a los ebrios que llevaba la policía a las cuadrillas de temperancia, a golpe de caballo.

"El hijo de don Alberto Romero, regalón en la casa, lo era también fuera de ella. Iba al colegio en coche americano, de negra caja y rayas verdes, el único que en la ciudad tenía ruedas de goma por aquellos días. Otras veces lo llevaban en un caballo mampato que provocaba la curiosidad y la admiración de las buenas gentes. El "gordo" era un estudiante popular. Existencia dulce, apacible, que se completaba con otros detalles curiosos: Albertito tenía cuenta corriente en una confitería de Santiago, y para "ferear" (festejar) a sus camaradas de travesuras, podía girar... casi sin medida. A fin de que nunca estuviera solo o lo alcanzara el aburrimiento, contaba también con su auténtico escudero, Nicanor Machuca, muchacho de su edad, empleado en su hogar para atender exclusivamente al heredero. En la época del fusilamiento de Guillermo Beckert, cuando la ciudad entera presenciaba, conmovida, el dramático y triste epílogo de una vida súbitamente desviada de su camino, el "gordo" tuvo una idea extraña. muy de niño. Se le ocurrió someter a proceso a su servidor Machuca, con el propósito de condenarlo y fusilarlo después. Y así se hizo. La feroz sentencia se dictó con toda solemnidad en la sala de billares y la ejecución se consumó en el patio, rigurosamente. ¡Ensueño de novelista!" (Manuel Vega. "El Diario Ilustrado", diciembre de 1930).

Con este dato precioso se desvanecen los vapores tóxicos que en seguida acomplejan. Romero no fue un niño mal vestido ni mal nutrido, nunca le confeccionaron un terno ni una camisa con los residuos de la ropa de su papá ni miró a sus compañeros engullir sus golosinas en la pastelería dominguera, sin tener ni un centavo en los bolsillos. Situaciones que afrontadas sin la caparazón de la experiencia, difícilmente la memoria olvida. De no haber sido un escritor medular, auténtico como lo es, Alberto Romero habría actuado como un señorito rígidamente trazado en el continente y en el contenido. Se inclinó, en cambio, desde niño a la letra impresa, al menos a los sitios, en esos años muy poco asépticos y confortables, donde se incubaba el papel impreso. Las revistas que después eran voceadas, como ahora, por los suplementeros en las calles.

"Años más tarde pretendía yo un puesto en la Biblioteca Nacional. Los puestos en aquel tiempo, y quizás también hoy, se conseguían por "empeños". Era necesario acumular cartas y recomendaciones personales para sitiar a los dispensadores de empleos hasta rendirlos, hasta aburrirlos, probablemente.

"¿Quién podría darme una carta para el Ministro de Instrucción? No lo conocía y mi puesto se alejaba entre las brumas de las cosas inaccesibles. Hasta que preguntando, preguntando, alguien me respondió:

"—¿Pero que no conoces a Alberto Romero?... Es hijo del ministro Alberto Romero... ¿Te acuerda?... ¡Albertito, hombre!!...

"Y esa misma tarde Albertito, muchacho que se asomaba a la adolescencia con su misma cara de ángel regordete, me introdujo al escritorio de su papá en su casa habitación de la calle Santo Domingo, esquina de Teatinos... y al día siguiente tenía el nombramiento en el bolsillo". (Fernando Santiván. "El Sur", de Concepción, 30 de noviembre de 1930).

No sería, pues, difícil al propio novelista obtener un cargo, después de que se fastidió con los estudios, en la propia Caja de Crédito Hipotecario y en seguida de publicar su primer libro, "Memorias de un amargado", novela, 1918, irse a Buenos Aires, en misión de propaganda oficial de nuestro país como director de la revista "La defensa de Chile", que al dejar de publicarse es reemplazada por "La revista de Chile", periódico que ha fundado él mismo, en la capital argentina, en compañía de don Arturo Larraín.

El niño regalón de la calle Santo Domingo, el chiquillo despierto, sensible a lo que sucedía en el mundo de los adultos, en el país de los muebles y de las piernas grandes, que disponía de un juguete vivo para jugar al fusilamiento, ha encontrado ya su camino en la selva de la letra impresa, un rumbo que algunos no encuentran muy feliz, pero que no ha de carecer de goces cuando tantos queman su propia vida en pos de la inasible quimera.

Llegado a Chile, Alberto Romero publica su libro de crónicas "Buenos Aires espiritual", que imprime en la imprenta fiscal de la Penitenciaría en 1921, y que lleva este cáustico epígrafe de Andrés González Blanco: "Como la República Argentina, muy discreta y hábilmente, ha pagado y paga a tantos escritores, a tantos periodistas, a tantos propagandistas, para que la loen en todos los tonos y aseguren en Europa que en América del Sur no existe nada que valga sino Argentina, este país y sus hombres se han acostumbrado al elogio incondicional".

Pensamos al leer esto, en que Rubén Darío escribió "hay en la tierra una Argentina" como lineo estribillo a su apasionado "Canto a la tierra pródiga de Martín Fierro" y que en 1962, un grande y también postergado escritor chileno, Ernesto Montenegro, nos decía en un mesón del Correo Central: "Si puedo vivir y moverme de un país a otro es por mi colaboración a "La Prensa" de Buenos Aires". El tono de estas crónicas de Alberto Romero es frio y sarcástico; es el señor chileno, de origen castellano, que alterna entre cantarinos descendientes de italianos y gallegos. Pero con la ventaja que da el tiempo transcurrido, leamos la estampa de la gran poetisa argentina Alfonsina Storni, atribulada primero por su fecundidad, indómita a los cauces legales y en su madurez por su dolencia incurable que arruinaba todavía más su físico poco grácil y que la llevó a caminar por las aguas del océano hasta morir. El señorito chileno, casado con argentina, que es entonces Alberto Romero, pregunta:

"—¿Tiene usted novio, Alfonsina?
—¿Novio. dice? ... Creo que sí, tuve un novio; pero mejor sería llamarle amor a esa pasión que nunca llegó a personificar dentro de los ritos humanos.
—Y ahora, ¿piensa usted casarse? ... No es una indiscreción, me parece: a su edad las muchachas buscan y obtienen el matrimonio para darnos a los hombres un poquito de cariño... ¡Son ustedes tan abnegadas!
—¡Eso, nunca!, respondió la señorita Storni melancólicamente: ¡Sería demasiado para amante y muy poco para mujer!"

¡Respuesta símbolo, pensamos al transcribir este párrafo, de una gran poetisa que era, antes de la literatura, una mujer en plenitud!

Pero sigamos con el escritor Alberto Romero. La mansión familiar, su educación en un colegio aristocrático, su trabajo en la Caja de Crédito Hipotecario, le dieron una apariencia de severo abate, de andar acompasado, de habla un poco sibilina. Al menos así lo conocí yo, allá por el año 1936, cuando publiqué mi primer libro de versos y peregriné a la Sociedad de Escritores, ubicada en la calle Compañía, junto a "El Mercurio", para entregarle el tomo con esa dedicatoria ritual de todos los poetas que llegan al mundo, brillan o se eclipsan, conforme al hondo vaticinio romántico de que podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía. Recuerdo que Alberto Romero, en medio de otros escritores que ya se iban cuando yo llegaba, me impresionó por la pulcritud de su vestimenta, de firme paño, por su camisa y su corbata impolutas.

No era un bohemio por fuera Alberto Romero, más lo era indudablemente por dentro, porque este hombre de chambergo y andar acompasado, era un mirón solitario que vagaba por los barrios más azarosos y que guiado por un impulso de ternura y un confuso anhelo reivindicativo ama entrañablemente al pueblo, a sus criaturas de vida oprobiosa que ambiciona mostrar, repujar, con el único medio a su alcance: la expresión literaria. Los mármoles claustrales de su oficina, la añejez de su ambiente familiar han encontrado una compensación en los viveros peligrosos y mal olientes en que habría de incubarse "La viuda del conventillo" y "La mala estrella de Perucho González". Y así observa, desde la superficie, el móvil psicológico de Romero, el escritor José Santos González Vera, en una de las notas más agudas que hayamos leído acerca del novelista.

"Mientras dura el día trabaja. Y por calles asfaltadas, relucientes, ricas hasta el desafío, camina hacia su escritorio. Tiene que entrar por una altísima puerta de bronce y especialmente hierros. Después van sus pasos cayendo sobre mosaicos, y su mirada tiene que resbalar por las maderas talladas, las adustas obras de arte y los bronces que, bajo cien formas, le ofrece el pasadizo."

"Cuando Alberto Romero llega a su escritorio imponderable, es casi un hombre rico."

"Durante la jornada ve y escucha a los funcionarios correctos, impecables, dignos en todo de los bronces y mármoles que magnifican el palacio; pero apenas readquiere su libertad; ¡es cierto que ya el sol se ha ido! haciendo malabarismos con su bastón y uniendo un paso a otro, deja atrás las calles asfaltadas, las luces, las plazas quietas, y penetra por calles ahitadas de penumbra, de voces graves, de altas canciones y de posibles tragedias". (González Vera. "El Mercurio", 13 de febrero de 1929.)

¿Y qué pensarían los ciudadanos de nuestro pueblo; iguales a usted y a mi, amable lector, cuando veían a este caballero de negro, con chambergo y bastón que los miraba tan acuciosamente? ¿Era un hombre equívoco? ¿Era un detective? Era sólo un escritor, alguien que buscaba la piedra para convertirla en estatua, que ansiaba devorar la vida a fin de contemplarla en su más aplomado y trascendente equilibrio. Mas el propio novelista Alberto Romero nos explicará las causas de su amor. En entrevista publicada en "El Diario Ilustrado", en 1932; afirma:

"Me atrae el vagabundo, el hombre que se deja arrastrar por su inquietud y lleva en el fondo de sí mismo una tragedia. Además, en nuestro país, el criollo ha conservado junto con su fuerza primitiva, toda su humana simpatía. No ha sufrido influencias extrañas, como el tipo del pueblo argentino, por ejemplo, cuyo carácter, actitudes y sentimientos, hasta el lenguaje mismo, se han modificado fundamentalmente por la mezcla con otras razas. Luego, el hombre de nuestro pueblo es muchísimo más inteligente de lo que parece. Posee una maravillosa facultad de adaptación y puede asimilar con rapidez gran cantidad de conocimientos. Ha sufrido también, tanto... Lo han explotado tantas veces.

"Mi primer contacto con el alma popular de mi tierra, data de la época en que hice mi servicio militar. Conocí entonces algunos conscriptos, con los cuales conviví estrechamente. Dormí con ellos en una misma "cuadra". Desde entonces he conservado gran cariño por las gentes humildes, por los habitantes del suburbio. Observo atentamente sus tipos, sus costumbres, me interesan sus pasiones, y todo esto procuro reproducirlo con fidelidad en lo que escribo".

Honrada confesión, ideario de escritor que pocos prosistas y poetas dejarían de suscribir. No ha pensado de otra manera el gran poeta criollo Carlos Pezoa Véliz, cuando escribía su Diario apasionado en la calle Mencía de los Nidos, aledaña de la Plaza Almagro, y anotaba sus quemantes y altivas declaraciones a la cantante Sofía del Campo quien, por supuesto, nada sabia de su existencia. También conocimos a nuestro pueblo en la conscripción militar y en la administración civil de la Defensa Nacional, laborioso y sobrio, infatigable y leal hasta la santidad cuando es bueno; desconfiado, irresponsable cuando es malo. Ahora que estoy un poco en la playa de las furias y las penas, llega a visitarme quincenalmente nuestro jardinero Isidoro y sin parar de trabajar, laborando recién almorzado, de pie, gibado sobre el césped y las flores, me habla de su sano sentido de la vida, de su amor por su única mujer y sus innumerables hijos, del progresismo urbano que ha impuesto él, con su decisión y su previsión particular, al barrio donde habita.

Alberto Romero armoniza esta inquietud que lo consume con sus monótonas tareas de servidor de una institución bancaria, con un horario fijo y gente siempre mirándolo; después en sus horas libres, ido ya el sol, como apunta ese otro gran chileno popular González Vera. vagabundea por las calles, algunos amigos lo sorprenden por la Plaza de Armas, como si regresara o partiera de una expedición muy peligrosa. Las sombras han caído, y entre los portales y los bancos del arcaico paseo que tanto llama la atención de los turistas, se rasgan horizontes sorpresivos. Mas el escritor no vagabundea sin dirección, como los vulgares hedonistas de tacones desvencijados; además de vivir sin la horrible y vulgar rutina, quiere escribir, estilizar un mundo de apariencia inasible que no permite la copia fiel, ni en el lenguaje ni en el contorno, y que los modelos de su ficción probablemente jamás verán escrito. Es preciso entonces establecerse una disciplina personal, un régimen basado en lo contrario de la propia consideración, que además de consumir con el fuego prohibido de las ideas, terminará con su juventud y con las reservas naturales de su vida.

El escritor Fernando Santiván recoge esta confidencia, a propósito de Alberto Romero, publicada en "El Sur" de Concepción, el 17 de marzo de 1936, con motivo de la publicación de la novela "La mala estrella de Perucho González":

"Ya ve, mi amigo —me dijo cierto día, con voz de molinillo para moler café—, de día tengo que trabajar como un galeote amarrado a la galera, y sólo me queda la noche para dedicarme a mi obra literaria. ¿Imaginará usted la vida absurda que vengo llevando? Vea usted. Después de la oficina me acuesto a dormir a las 9 o 10 de la noche, despierto, como y salgo a dar una vuelta por la ciudad. De 12 a 2 de la mañana duermo otro poco, y en seguida me pongo a escribir hasta que sale el sol. Nadie creerá. cuando al día siguiente me ven salir de camino a la oficina, que he pasado una noche en ruda batalla con la tinta y el papel..."

No obstante, hay tiempo para dedicarse a la actividad gremial, a la Sociedad de Escritores, a la Alianza de Intelectuales que ha fundado el poeta Pablo Neruda para la defensa de la cultura, no ya de los literatos y de los libros, sino de los pueblos. España está en guerra. Federico García Lorca será asesinado y los poetas y escritores de Chile han saltado de sus sueños y del engarce de sus metáforas a una lucha social que nadie les impone, que les viene, como la respiración de sus vidas, desde dentro de sí.

El solitario autor de "La viuda del conventillo", el inefable mirón callejero, vestido de obscuro, de chambergo y bastón, está junto al pueblo español, sin ninguna reticencia, y en esa calidad concurre al Congreso de Escritores que se efectúa en Valencia en 1936, alternando con eminencias sagradas y pintorescas de la literatura mundial, como Jules Romain y Marinetti, apreciando el vacío que se hacía en esas deliberaciones al martirio real de los pueblos, simbolizado en ese instante por el delegado chino, cuyo país afrontaba la invasión japonesa, sufriendo la ignorancia gorda de la geografía y de la literatura iberoamericanas. El delegado chileno ha llegado a ser vicepresidente del torneo, pero la impresión con que arriba a Chile es siempre la del novelista, viandante escurridizo por las calles de Santiago, y el título del libro que publica llegado a su patria, se lo ha dado un niño español, en una conversación callejera: "España está un poco mal". Pero antes, en primicia concedida a la revista "Ercilla", en julio de 1937, Alberto Romero dice:

"No creo que haya un campesino, un obrero en el mundo, que sienta más respeto por el escritor, que comprenda más al escritor, que el hombre del pueblo español. No podré olvidarme de nuestra llegada al primer pueblecito en tierra castellana. Un villorrio mísero donde la tragedia de la guerra había reducido a escombros las casas y los sembrados. Un viejo campesino me recibió, y al saber que yo era miembro de una caravana de escritores que veníamos a conocer en España lo que pasa en España, me llevó de un brazo hasta su choza, y tomando una cunita de madera, me dijo: "En esta cuna nació mi hijo, aquí hemos criado a mi hijo. ¡Y mi hijo ha muerto en la guerra! Vaya usted a todas partes y cuente lo que sucede con los hijos de esta tierra. Porque ustedes son los encargados de decir al mundo lo que pasa en sitios ignorados".

Es un lenguaje dolorosamente profético. Después de su libro de crónicas "España está un poco mal", publicado en 1937, el novelista Alberto Romero se aísla y enmudece. Ha jubilado del instituto bancario en que laboró gran parte de su vida, sin alcanzar la jerarquía a que aspiraba. acaso por la generosidad de su izquierdismo y ha perdido a su hijo, a su único hijo varón que tenía, según me han dicho, la apariencia de un atleta. Ha sufrido un grave accidente. La vida es un trabajo difícil. De jóvenes nos lanzamos impetuosos a desbaratarnos en el alcance de la quimera; de hombres maduros, nos sentimos fuertes y sabios, aptos para recorrer con nuestro paso enérgico la totalidad del territorio de la dicha; algo más viejos organizamos nuestras flaquezas y nos convertimos en consejeros de frente arrugada, pero, de improviso, un dolor no calculado ni previsto, un dolor inmerecido, insoportable por su agudeza, nos echa abajo o nos convierte, para mal de la humanidad, en entelequias, en monstruos impasibles.

Alberto Romero, el sensible y acucioso autor de Memorias de un amargado; Soliloquios de un hombre extraviado; Un infeliz; La tragedia de Miguel Orozco; La viuda del conventillo; La novela de un perseguido; Un milagro, Toya; La mala estrella de Perucho González y España está un poco mal, todo un ciclo que va desde 1918 hasta 1937, el niño gordo que fusilaba a su sirviente y le conseguía empleos a sus amigos, el espontáneo y caudaloso orador de la Alianza de Intelectuales, vive actualmente en Viña del Mar, sin publicar nada, alejado de toda actividad literaria.

Restaría sólo decir algo de tres de las novelas de Alberto Romero, seleccionadas por mí, en su sostenida producción: "La viuda del conventillo", publicada en Buenos Aires en 1930, con prólogo del poeta argentino Ernesto Morales, empleado bancario como el novelista chileno; "Un milagro, Toya", novela breve del barrio Recoleta, publicada en 1932, y "La mala estrella de Perucho González", obra cumbre, a mi gusto, de Romero, publicada en 1935. Todos estos libros se han editado en Santiago de Chile, con excepción de "La viuda del conventillo", que aparece por primera vez y lleva dos ediciones. en Buenos Aires.

"La viuda del conventillo" posee un estilo llano, descolorido, con agudo oído para captar por el habla la idiosincrasia de nuestro pueblo. Ha gustado probablemente esta novela en Buenos Aires, por la caracterización lograda por Romero del almacenero italiano Guido Lambertini. En 1928, Germán Luco Cruchaga había estrenado "La viuda de Apablaza", drama de ambiente campesino, imprescindible en el estudio de nuestro criollismo. En ambos casos advertimos la impulsión de la hembra sola, madura y en flor por el vigoroso mocetón criollo, menor que ella. En Romero no hay tensión dramática, ni lirismos ni preciosismos formales, pero su prosa neutra trasluce una comunicativa ternura humana y un gracejo sostenido en la murmuración.

Citamos de la primera edición, página 16: "Al anochecer encendió unos carbones, cogió a la niña, y al reparo del viento, junto al fogón, le entregó el pecho donde florecía el pezón duro y generoso como una corola obscura.

"Duérmete, niñita.
"Duérmete, por Dios.
"En la tetera, el agua como un eco de la buena canción, borboteó quedamente".

Lo mismo que Marta Brunet y Luis Durand, Romero encamina y afirma el cometido de su prosa en la murmuración popular, es decir, da relieve al personaje con la ayuda maliciosa de él mismo. Citamos de la página 85: "Un vecino, hombre de seriedad insospechable, a raíz del cambio de palabras que motivó el alejamiento de la "señora" de su casa, le aseguró que ésta se dedicaba a negociar con muchachitas bien parecidas, las presentaba en la calle y en otros sitios muy reservados como hijas suyas, para despertar así el interés brutalizante de los hombres que buscan lo trágico para acuñar la almohada".

Y en seguida el oído absoluto a fin de captar el circunloquio del habla popular, página 90:

"—Para el querer, por más que uno sea pobre, no se piensa en las conveniencias. Caímos cuando nos llega la hora, y si está de Dios que haya amolarse, güeno.
"Frente a esta teoría escandalosamente fatalista, doña Rosa barajó la suya, utilitaria, celestinesca, razonable:
"—Para el querer, como vos decís, hay también que tener mollera y un poco de calma: vos podis templarte de un hombre si te gusta. Como mujer joven tai en tu derecho pa hacerlo; pero no se puede despreciar a otro hombre que te oferta casa elegante, un pasar cómodo y casorio, encima ¡un casorio formal, mujer taimada!"

Carlos Sepúlveda Leyton, otro cultor del criollismo urbano, publicó cuatro años más tarde que Romero "La viuda del conventillo", su novela "Hijuna", que ahora será, con mucha justicia, reeditada. La acción sucede en el borde popular del Parque Cousiño, desde donde un chiquillo puede llegar de un trote hasta el Matadero. Allí —en "Hijuna"— hay un guardián de traje azul, un héroe de la picaresca universal que puede tener su antecedente literario en este policía de "La viuda del conventillo". Cito de la página 107:

"El brillo metálico de las jinetas, del sable, de la abotonadura; el revólver descomunal cuya cacha de hueso negro asomaba por la trasera de la funda, dócil a la menor insinuación; el dolmán azul, estrecho para contener el escorzo del tórax, el manojo de nervios que surcaba la piel de tatuajes; la cara atezada, inexpresiva, angulosa, contrastaban con las maneras un tanto melosas del sargento".

Pero el criollismo popular también se estiliza, alcanza una línea virtuosa, plástica tan frecuente en "El hermano asno", de Eduardo Barrios, y en la prosa moderna aportada por Juan Godoy, cuyos "Angurrientos" se publican en 1942. Escribe Romero en la página 109: "El abuelo, un lindo tipo de viejo; un viejecito limpio, menudo, con enormes barbas blancas y ojos azules como un San José de oleografía, escogió de entre lo mejorcito de la canasta, una tortilla de cabeza dorada, por entre cuyos bordes colgaban los muñones de pernil, calientes y sabrosos.

"—Ta fresquita. mire —dijo apretando la masa quebradiza como la de un alfajor recién salido del horno.
"El abuelo alzó, con la unción de un sacerdote, la estera rubia y compacta que él mismo habìa amasado con sus manos de octogenario".

El crítico español Eleazar Huerta, que prologó la última edición argentina de "La viuda del conventillo", expresó en "Las Ultimas Noticias" del 13 de septiembre de 1952, después de disculparse por comentar la obra, siendo su prologuista:

"Con todo, el acierto máximo del libro está en valores menos visibles de primera intención: en el ritmo mesurado, pero inagotable de la prosa en la mostración inequívoca y segura, en la poetización del habla popular y en la simplicidad depurada de la sintaxis".

"Un milagro, Toya" es publicada por la Editorial Ercilla, en 1932. Se trata de una "nouvelle" de ambiente pequeñoburgués, en la cuerda estilística de Eduardo Barrios, con influjos directos de los realistas franceses. Toya, milagro ella por sí misma, es una muchacha que vive en el barrio Recoleta, zona provinciana dentro de Santiago, con sus iglesias y el río Mapocbo que la separaba otrora del leve bullicio céntrico. En ese barrio Recoleta hay una iglesia con su torre de madera, un regimiento de infantería, una escuela pública, no funcionan cantinas ni baratillos. En su calle Loreto se yergue, con su viejo mirador, la "casa de los políticos", cuyo suelo recorrió el paso nervioso de don Diego Portales. Frente a la iglesia vivió el marino que clavó la bandera de Chile en la isla Rapa Nui. Policarpo Toro, un viejo conquistador de chiquillas del barrio Recoleta.

La estampa del personaje de Romero, el mayor de ejército en retiro don Ildefonso Paredes, hace pensar vagamente en los "Venidos a menos", de Rafael Maluenda, pero don Ildefonso es un pequeñoburgués que se defiende y que a pesar de su condición, trata de siúticos y de pobres a quienes lo rodean.

La actitud de Alberto Romero en esta novela es impersonal, desprovista del cariño con que trata sus temas populares, con cierto desdén de cuña del mismo palo o sintiendo presente la imagen de un pasado o de un futuro que el novelista lleva subconscientemente dentro de si. Al lector moderno tal vez lo desoriente la falta de concreción, el desahogo excesivo y murmurante que debilita la tensión en un relato de 138 páginas. Pero está visible el ánimo, semejante en su origen al de Honorato de Balzac o de Blest Gana, en Chile, de expresar una clase hecha de reflejos, apenas visible por su arrojo bárbaro, atildada, entrabada en su moralina prejuiciosa.

El crítico Alone, que de improviso se convierte en un cronista social, intuyó la índole sociológica de la novela y escribió en "La Nación" el 23 de octubre de 1932:

"¡Qué pequeño mundo gris, desprovisto de interés! El barrio Recoleta, un pobre viejo del barrio Recoleta, militar retirado, una señorita del barrio Recoleta, digna hija de su padre; el colegio de la señorita, el galán de la señorita, después el marido de la señorita del barrio Recoleta. Nada más. Todo a la misma altura".

Romero nos hace leer, inconmovible, esta sugestiva estampa de sutil contraste. Cito de las páginas 80 y 81: "Desarticuladas las mesas suplementarias del baile, echados al recipiente de los desperdicios los mazos de flores marchitas, la casa tomó la fisonomía seria de los días ordinarios; días enervantes en los que no ocurre nada y de los que nada se espera.

"Pero hay aptitudes, facultades, que ocultas en el doble fondo del baúl de la personalidad, se revelan al menor choque.

"Vuelta al liceo, la Toyita Paredes sufrió una impresión de desenfocamiento, de desadaptación.

"Le pareció estúpido e innecesario atiborrarse así de lecciones inútiles, de conocimientos inasimilables, guisando en las clases de economía doméstica unos platos muy decorados y onerosos; en las de labor, bordando trapitos que sólo sirven para poner en las exposiciones con que las señoritas directoras deslumbran a los ministros de educación y a los padres de familia, pueriles como un medallón hecho de cabellos".

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"La mala estrella de Perucho González" se publica bajo el sello de la Editorial Ercilla en 1935, lleva como epígrafe una cita del ex Director de Investigaciones Ventura Maturana, que algo tuvo que ver con el novelista cuando el Gobierno del general Ibáñez lo relegó a Aisén, dando origen a la "Novela de un perseguido", publicada por Nascimento en 1931 recién caído el primer mandato del señor Ibáñez. El epígrafe dice así: "No exageramos ni un ápice cuando decimos que en la capital de la República hay dos mil quinientos delincuentes de oficio. Y con este número llegamos a formar el mayor porcentaje de delincuencia en el mundo".

Marca en verdad poco envidiable, cuyo atenuante sería que nuestros delincuentes son primarios en comparación con los de otros países: cazadores de mujeres y no tratantes de blancas, rateros y no habituales asaltantes de bancos. Pero volvamos a "La mala estrella de Perucho González".

Se trata de una novela vigorosa, a la española, con la fuerza narrativa de un Vicente Blasco Ibáñez, o entre los escritores chilenos, a la altura de las mejores páginas de Joaquín Edwards Bello. El novelista busca el bajo fondo del arrabal santiaguino, la vecindad del Matadero Municipal, el escondite de los puentes. El amor entrañable a su ciudad dinamita las páginas de esta novela, siempre dictadas por el amor, por la ternura a los seres humanos que viven hacinados inhumanamente. Esta novela, poco exaltada en Chile por los comentaristas a cada momento más amanerados y ahítos con nombres y títulos extranjeros, es fuente y matriz del escritor Armando Méndez Carrasco, autor de "Mundo Herido", novela publicada en 1955, y cuyo escenario son los cerros de Valparaíso.

Quienes busquen la expresión literaria de la calle santiaguina, del hampa, del Matadero Municipal, sitio bárbaro a pesar de sus reglamentaciones, de la prostituta de lance, buscona o "patinadora", no podrán prescindir de "La mala estrella de Perucho González", la novela más lograda de Alberto Romero, a nuestro gusto. Citamos la página 11 de la edición señalada:

"Unas estrellas grandotas, unas estrellas curiosas resplandecen encima del suburbio; se reflejan en la superficie turbia de los charcos, arrancan vislumbres de pedrería a los trozos de lata esparcidos en medio de la calleja que huele a carbón de piedra, a estiércol y a huesos quemados".

Mas citemos de nuevo al crítico Alone en un comentario acerca de esta novela, publicado en "La Nación", el 19 de enero de 1936, y que empieza rechazando el naturalismo de Romero, para reconocerlo al fin, valiendo también la crítica como un símbolo de dos mentalidades contemporáneas, de extracción social semejante, una orientada hacia los ricos, la otra hacia los pobres. Escribe Alone:

"Alberto Romero consigue, a fuerza de exhibirnos sufrimientos y miserias sin horizontes, causarnos un extraño placer, y abrirnos perspectivas que no sospechábamos. Leemos. Es un prodigio. Pero es un hecho: Leemos la estúpida historia del estúpido muchacho, nos interesamos por sus mínimas aventuras, casi llegamos al final de las doscientas cuarenta páginas, letra menuda.

"No se advierte, entre tanta pintura de miserias, el propósito de sublevar el ánimo de las clases bajas contra las clases altas, ni provocar la compasión de éstas hacia aquéllas, aunque todo eso podría desprenderse sin mucho esfuerzo. Tampoco se nota el afán de reunir choques de escenas y sensaciones dramáticas para obtener efectos extraordinarios si bien el tema se prestaría a los contrastes violentos. El sentido moral se halla presente; pero no interviene demasiado. Un tono parejo, una como indiferencia superior se sostiene a lo largo de todo el relato, y poco a poco, va convenciendo de una cosa esencial para el interés: que aquello es cierto, y que el escritor procede como un hombre honrado, y que lo que nos cuenta es verdadero".

Y así llegamos al fin de este breve estudio escrito sin conocer íntimamente al novelista Alberto Romero, con el atrevimiento de no haberlo consultado, lo que a la postre es acaso mejor porque no ha influido ningún factor sentimental, ni hemos explotado su persona para un intento de investigación literaria. Todo poeta, cuentista, novelista, tiene la sensación de no producir eco, de no sorprender nunca esa mitad resonante que es un buen lector, el trozo de vida que vitaliza el perfil estático, muerto, de la letra impresa. Yo no reclamo otro mérito, ahora que las remozadas y las nuevas instituciones de escritores rinden un homenaje al notable novelista Alberto Romero, maltrecho y hasta herido en su dura y tenaz faena, que ser un lector suyo, un devoto y entusiasta lector.




 

 

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