Satén
1
Destellos en el bosque.
Fulgores rojos
son.
Un fulgor rojo. Un rayo furtivo estremeciendo la arboleda.
Sedoso y brillante. Satén es enervando las agujas del vasto
pinar.
Satén que mancilla
carmín entre la hierba y sobre el musgo. Prendido carmín ardiendo en
el hueco de las hiedras. Carampangue carmesí de satinada sangre
tersando la piel de raso. La piel que roza, riza y ora acariciando con
su cola de muerta la esmeralda, el centelleo del follaje verde que
azota el viento a golpes, al borde de la ele azul de los abismos aquí
al principio de este valle.
Satén es de sangre
y lustroso y de traicionero terciopelo el tejido de las figuras que
ahora llamean al sol como la luz de los cuchillos.
Bajo el
esplendor aterradas en los filos que corta el haz figurando cavidades
santas entre las redes rumorosas del bosque.
Qué silencio.
De
verde firmamento o campana interior.
Aguza la mujer su oído en el
asombro. Flama es el vestido que la cubre, de incendio la falda
pasmosa.
En el lamé se raja
lo húmedo, puro hechizo del reflejo, alterando a sangre la virginidad
verde del bosque. En el verde se rasga el lamé, produciendo llamaradas
azules en su espejo. En el símil, erizamiento de una tapicería
milenaria y radiante:
babas largas de un
sileno, Belcebú, se arrastran y las bífidas
corrientes
lenguaraces de una turba agitada de enroscadas
serpientes
ay, los ojos leontinos y egipcios de garzas y lechuzas
hieráticas.
Todo es
terciopelo.
La sinuosa
cabellera de una mujer antigua
la seda negra de una mariposa
vibrante
los músculos sagrados de las panteras
nocturnas.
Irisados volcanes
tornean sus esputos a lo lejos
a los lejos
como grandes y
enormes colas de cometa.
De sangre y de
oro
la bella en su memoria.
2
—Un jaguar blanco, un jaguar negro —murmura.
Yo le
digo:
—Silabea, santona espesa, que el largo cuello de tus cisnes
ya tiembla, aleteando, en el ocaso de tu estampa.
—Un jaguar blanco,
un jaguar negro yo
santona vieja, santona ciega de la arboleda
prorrumpo y la tela de mi vestido se pleiga a mí como arpa y como
arpía.
—Como arpa y como
arpía se pliega a ti tu manto santona y eres ardiente como mana y
totémica.
—Totémico es el
manto que me envuelve y los agudos pinos tiemblan en su nombre. Yo, la
vidente de ojos huecos y negros señalo
el bruñido satén de las
moradas de tu especie
el satén de las columnas de tus imágenes de
lujuria
venero y conflagración de tus ancestros.
Un jaguar
blanco, un jaguar negro musito yo la señora del sopor de los cuerpos
del bosque emano.
Hacia ti me dirijo ciega. Para que veas en el
hueco negro de mis ojos a la danzadora y tú, apenas nombre, ingreses.
A su baile radiante. Hazte pura en la presencia de los pasos que ya
avizora el temblor de los pinos: la piel de un jaguar ronda en la
espesura. Su ciervo espera con sus orejas prestas, sensible y
nervioso.
Ah, la niebla
helada que asciende por los bosques.
3
—La luz de estas moradas entorno y frente a ti extiendo el
plumaje rojo de mi traje. Santona vieja soy y te convoco:
Un jaguar blanco,
un jaguar negro desgarra el vientre verde del bosque.
Un jaguar
blanco, un jaguar negro sigiloso en sus senderos escudriña.
En el
aire de su olor el olor de su alimento.
Puro destino el bramido
largo de su cacería y la húmeda nariz.
Ruge su sed entre los labios
y en su esqueleto vibra la turbia ronda de sus músculos.
Cómo
acecha en la estampida por la furia y acomete.
Cómo arranca briznas
con su roce y su colmillar se hace rayo entre lo verde.
Escucha el
caliente corazón de sus pasos y la presa que custodia entre los
ojos.
—Detén, detén su
paso, detén la zarpa de su amasijo, la masa que rueda por entre la red
del bosque detén, detén su paso.
—Detén, detén su
paso, me dices tú, la que es apenas nombre y lugar sin
asimiento.
—Sí, tú que yo sin
asimiento, la sin memoria inveterada, sigo la línea de tu cuello
blanco y grueso y tu garganta. Hiendo el puñal de las heridas en mi
mano y entinto.
—No.
Detente.
Observa la cola de
mi manto y la sed que arde al fondo de mis ojos.