Volvia al valle,
cambiado es cierto, pero aún allí, antiguo, como el mundo esfumado y
final que la memoria nos presenta en la madrugada, perla de luz en un
aire cargado de limaduras. El avión bajaba y Santiago podía imaginar que el tiempo era algo maleable o insustancial,
los hechos otros, otros ellos en sus tumbas lejanas. Las tumbas y los
grandes desplazamientos por la corteza terrestre. En el instante en
que las ruedas del avión se reunieran con la superficie del campo,
alejando la ilusión de la libertad, de la terrible posibilidad de
perder para siempre lo humano, lo vería todo como en cámara lenta. Los
grandes desplazamientos. Al principio fue el balanceo del coche -el
landau empujado suavemente a través de los senderos del jardín (no
debía ser muy temprano, preferentemente a media mañana, para que
durmiera bajo la semisombra de los sauces)- ; luego, el bazuqueo del
tren de dos que llevaba aquella corte de fantasmas a la consulta del
doctor Agrella. Eran trenes de ramal, con coches de acero oscuro,
tachonados de remaches, de doble ventana, tapizados con cuero negro y
brillante. Los respaldos podían cambiarse según fuera la dirección del
tren o si por acaso los viajeros querían compartir una reunión a
cuatro, cosa que ocurría a menudo en los primeros viajes al más lejano
de los puntos conocidos. El doctor Agrella era un especialista,
mientras García y Mandujano estaban más a la mano pero respondían a lo
que la tía Quiquí llamaba family physicians, cuando pretendía dominar
los acontecimientos durante las pocas semanas de vacaciones de su
marido embajador. Allí se topaba con la bárbara maquinaria burocrática
del sistema, sus lentos movimientos y su incapacidad para reaccionar
con la presteza que la civilización norteamericana había impreso en
aquella mujer ya no joven, pero estremecida aún por un vigor y una
pasión infrecuentes. Si, por ejemplo, la fiebre persistía más de dos
días, ella se oponía a que viniera García o Mandujano: inventaba la
deliciosa excursión a la ciudad, en tren, de la que participaban,
aparte de ella y la madre, dos nanas que se turnaban con el niño en
brazos. Años después pudo comprobar que la juntura de los rieles
producía embates en sus jóvenes cuerpos, unas encantadoras
alteraciones venéreas a las que cada uno se abandonaba en su sonrojado
rincón. Eso ya justificaba el deseo apasionado de ver, inspeccionar,
esperar o vislumbrar los hermosos rápidos del sur, el aerodinámico
Flecha, todo de aluminio y panales rojos, que pasaba como una
exhalación y cuyas ventanas quedaban a la altura de los que esperaban
en el andén, desde donde se podía barruntar la vida perfumada, de
pieles suaves (¿sería como el petigrís de Claudia, cuyo contacto lo
relacionaba con todo lo bueno de su historia?), de música y luz
tamizadas. Santiago ya había visto algunas películas y en todo caso La
Illustration lo gratificaba con bastantes excusas para poder admirar
la exquisitez de los que vivían "para el viaje". El Flecha tenía el
privilegio de no ser a carbón: una bellísima máquina diesel,
conjuntada con el resto del tren, lo convertía en una saeta digna de
su nombre. Cuando el pobre tren de ramal entraba en la estación final,
sus ojos escrutaban las vías con la esperanza de recibir el regalo de
que el Flecha estuviera allí, distante, aristocratico, dueño de la
crueldad que sólo tiene la belleza. Un día se le salieron las lágrimas
y no sintió vergüenza: era el tributo que pagaba por vivir aquel
portento, porque, por una vez, se había producido el milagro tan
deseado de la coincidencia. Durante los treinta kilómetros entre el
valle y la ciudad, imaginaba todas las combinaciones posibles,
comenzando por la más obvia: que cuando llegara a la estación, El
Flecha estuviera esperándolo. Pero también podía suceder que en la
estación anterior lo hubieran detenido más de la cuenta o, como
sucedía con frecuencia, que el tren de ramal llevara su consabido
retraso. ¿Podía ocurrir que el concurso de dos atrasos, o de una
puntualidad y un atraso, o, lo más increíble, de dos puntualidades,
dieran como resultado la conjunción del amo y el esclavo, del
admirador y el remoto objeto anhelado? Fueron los primeros contactos
con la materia huidiza del tiempo, deslizante y amortiguada como el
fantasmagórico transcurrir de aquel tren, bloqueado entre dos
peripecias, una que ocurría siempre -el hecho real- y otra que podría
haber ocurrido -la pura eventualidad de la riqueza, de la
inteligencia, de la fama o del encuentro del amor. Alrededor de aquel
objeto único se movía toda suerte de trenes: los expresos tirados por
impresionantes máquinas pasamontañas, con enormes planchas de blindaje
a ambos lados de la caldera, un escudo en el morro y muchos pares de
ruedas. Las sensaciones frente a ellos lo relacionaban sobre todo con
la fuerza, la misma que encontraba en los grandes camiones y en los
innumerables navíos de la Cunard, de los Santa, de la P.S.N.C. o de
Chargeurs Reunis. Aunque eso se produjo mucho después, a mediados de
siglo y no en el ámbito cerrado -y resguardado- de la familia.
Permanece entonces allí, con la frente apoyada en el vidrio frío del
vagón, sin aliento casi, al constatar que todas las combinaciones
imaginadas no correspondían con la realidad desmesurada, irrebatible,
que parecía querer ahogarlo. La memoria es así: mientras el avión se
acerca a tierra todo ocurre simultáneamente, mezclándose, y lo que más
puede hacer el narrador es abandonarse a las vertiginosas
representaciones, carne y linfa de la conocida oscuridad que oculta el
pasado y que a veces, muy pocas veces, frente a la eventualidad del
olvido, nos obliga a enfrentarnos, como en un trance, a los fantasmas
temidos o deseados.