Mauricio Wacquez

 
 

 




"Epifanía de una sombra"

(texto escogido)



Volvia al valle, cambiado es cierto, pero aún allí, antiguo, como el mundo esfumado y final que la memoria nos presenta en la madrugada, perla de luz en un aire cargado de limaduras. El avión bajaba y Santiago podía imaginar que el tiempo era algo maleable o insustancial, los hechos otros, otros ellos en sus tumbas lejanas. Las tumbas y los grandes desplazamientos por la corteza terrestre. En el instante en que las ruedas del avión se reunieran con la superficie del campo, alejando la ilusión de la libertad, de la terrible posibilidad de perder para siempre lo humano, lo vería todo como en cámara lenta. Los grandes desplazamientos. Al principio fue el balanceo del coche -el landau empujado suavemente a través de los senderos del jardín (no debía ser muy temprano, preferentemente a media mañana, para que durmiera bajo la semisombra de los sauces)- ; luego, el bazuqueo del tren de dos que llevaba aquella corte de fantasmas a la consulta del doctor Agrella. Eran trenes de ramal, con coches de acero oscuro, tachonados de remaches, de doble ventana, tapizados con cuero negro y brillante. Los respaldos podían cambiarse según fuera la dirección del tren o si por acaso los viajeros querían compartir una reunión a cuatro, cosa que ocurría a menudo en los primeros viajes al más lejano de los puntos conocidos. El doctor Agrella era un especialista, mientras García y Mandujano estaban más a la mano pero respondían a lo que la tía Quiquí llamaba family physicians, cuando pretendía dominar los acontecimientos durante las pocas semanas de vacaciones de su marido embajador. Allí se topaba con la bárbara maquinaria burocrática del sistema, sus lentos movimientos y su incapacidad para reaccionar con la presteza que la civilización norteamericana había impreso en aquella mujer ya no joven, pero estremecida aún por un vigor y una pasión infrecuentes. Si, por ejemplo, la fiebre persistía más de dos días, ella se oponía a que viniera García o Mandujano: inventaba la deliciosa excursión a la ciudad, en tren, de la que participaban, aparte de ella y la madre, dos nanas que se turnaban con el niño en brazos. Años después pudo comprobar que la juntura de los rieles producía embates en sus jóvenes cuerpos, unas encantadoras alteraciones venéreas a las que cada uno se abandonaba en su sonrojado rincón. Eso ya justificaba el deseo apasionado de ver, inspeccionar, esperar o vislumbrar los hermosos rápidos del sur, el aerodinámico Flecha, todo de aluminio y panales rojos, que pasaba como una exhalación y cuyas ventanas quedaban a la altura de los que esperaban en el andén, desde donde se podía barruntar la vida perfumada, de pieles suaves (¿sería como el petigrís de Claudia, cuyo contacto lo relacionaba con todo lo bueno de su historia?), de música y luz tamizadas. Santiago ya había visto algunas películas y en todo caso La Illustration lo gratificaba con bastantes excusas para poder admirar la exquisitez de los que vivían "para el viaje". El Flecha tenía el privilegio de no ser a carbón: una bellísima máquina diesel, conjuntada con el resto del tren, lo convertía en una saeta digna de su nombre. Cuando el pobre tren de ramal entraba en la estación final, sus ojos escrutaban las vías con la esperanza de recibir el regalo de que el Flecha estuviera allí, distante, aristocratico, dueño de la crueldad que sólo tiene la belleza. Un día se le salieron las lágrimas y no sintió vergüenza: era el tributo que pagaba por vivir aquel portento, porque, por una vez, se había producido el milagro tan deseado de la coincidencia. Durante los treinta kilómetros entre el valle y la ciudad, imaginaba todas las combinaciones posibles, comenzando por la más obvia: que cuando llegara a la estación, El Flecha estuviera esperándolo. Pero también podía suceder que en la estación anterior lo hubieran detenido más de la cuenta o, como sucedía con frecuencia, que el tren de ramal llevara su consabido retraso. ¿Podía ocurrir que el concurso de dos atrasos, o de una puntualidad y un atraso, o, lo más increíble, de dos puntualidades, dieran como resultado la conjunción del amo y el esclavo, del admirador y el remoto objeto anhelado? Fueron los primeros contactos con la materia huidiza del tiempo, deslizante y amortiguada como el fantasmagórico transcurrir de aquel tren, bloqueado entre dos peripecias, una que ocurría siempre -el hecho real- y otra que podría haber ocurrido -la pura eventualidad de la riqueza, de la inteligencia, de la fama o del encuentro del amor. Alrededor de aquel objeto único se movía toda suerte de trenes: los expresos tirados por impresionantes máquinas pasamontañas, con enormes planchas de blindaje a ambos lados de la caldera, un escudo en el morro y muchos pares de ruedas. Las sensaciones frente a ellos lo relacionaban sobre todo con la fuerza, la misma que encontraba en los grandes camiones y en los innumerables navíos de la Cunard, de los Santa, de la P.S.N.C. o de Chargeurs Reunis. Aunque eso se produjo mucho después, a mediados de siglo y no en el ámbito cerrado -y resguardado- de la familia. Permanece entonces allí, con la frente apoyada en el vidrio frío del vagón, sin aliento casi, al constatar que todas las combinaciones imaginadas no correspondían con la realidad desmesurada, irrebatible, que parecía querer ahogarlo. La memoria es así: mientras el avión se acerca a tierra todo ocurre simultáneamente, mezclándose, y lo que más puede hacer el narrador es abandonarse a las vertiginosas representaciones, carne y linfa de la conocida oscuridad que oculta el pasado y que a veces, muy pocas veces, frente a la eventualidad del olvido, nos obliga a enfrentarnos, como en un trance, a los fantasmas temidos o deseados.





 

 
 

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