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Armando Rubio Huidobro | Autores |





 






«Ciudadano»
Armando Rubio, Tajamar Editores, 2009, Santiago de Chile: 91 páginas

Por Felipe González y Ximena Figueroa
Publicado en ESTUDIOS FILOLÓGICOS, n°61, 2018


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El libro Ciudadano de Armando Rubio Huidobro (1955-1980), fue publicado póstumamente, en 1983, tras la temprana muerte del autor a los veinticinco años, al caer de un sexto piso en la calle Santiago Bueras 146, en el centro de Santiago. En vida, sus poemas fueron publicados en la revista “La Bicicleta” y en la antología “Ganymedes 6”. Fue su padre, el poeta, abogado y juez Alberto Rubio, quien reunió y prologó la obra de Armando Rubio, además de iniciar una investigación y un proceso judicial para esclarecer la muerte de su hijo, sin resultados. En el año 2009 Tajamar reeditó el libro incluyendo catorce poemas excluidos de la edición de Alberto Rubio.

Una de las características notables de Ciudadano es, dentro de la variedad de temas, la coherencia discursiva del conjunto y, además —aunque no sea el poeta el responsable, si no su padre[1]— el significativo agrupamiento y ordenamiento de los poemas, que reconstruye una suerte de itinerario existencial de la desmedrada figura del poeta en el contexto dictatorial, por lo cual el libro también podría pensarse como un relato de formación. El primer poema, “Semblanza”, que al mismo tiempo conforma una primera sección no numerada titulada “Pórtico”, funciona como una versión micro del libro. El hablante metaforiza su relación con la vida como si se tratara de dos perros que al principio se huelen desconfiados y luego gradualmente se familiarizan (7).

Luego de esta introducción, la primera sección propiamente, conformada por ocho poemas, elabora una mirada infantil, donde prima la relación del niño con su padre. Es ciertamente una relación gozosa, como indica el poema “Gozo”, en que el niño observa las gaviotas junto a su progenitor, las que se le aparecen como volantines que luego lo encumbran. Hay que agregar que, como en éste, en varios poemas los títulos funcionan como guías de lectura, pues introducen significantes —con más o menos espesor semántico— que luego no reaparecerán en el cuerpo del texto. Otro poema similar es “Eternidad”, que elabora el igualmente gozoso momento en que el niño es recibido por los brazos paternos, a quien el título le da connotaciones divinas. Los poemas en que el padre se encuentra ausente ya no serán tan gozosos. En “Monedas”, el niño cumple con rigurosidad el ritual religioso de la misa, pero el remate confirma que, para él, no es más que un asunto formal, pues luego, se dirige a “comprar barquillos / con monedas hurtadas al abuelo” (12). La crítica, por cierto, no es al niño, sino al violento proceso de socialización que, de hecho, aniquila la infancia. Esta crítica se acentuará en la próxima sección. El poema “Visitas”, por último, anuncia un padecimiento que luego también se intensificará; el del tedio y casi horror de lo cotidiano: “¡Esos húmedos besos / a la hora del té / inacabable! (13).

Si la sección primera da cuenta de la caída en el lenguaje, en la socialización de los ritos religiosos y laicos, apaciguados por la presencia imponente y benefactora del padre, en la segunda, que correspondería al período adolescente, el hablante cae en la plena temporalidad, en la conciencia de la vejez y el olvido. Además, ligado a esto, hay una permanente reflexión poética sobre la identidad, que se trasluce en instancias de desubjetivización, lo cual se extenderá a las siguientes secciones. Por ejemplo, en el poema “Muchacho” se produce lo anterior bajo la imagen del puer senex: “ese viejo que va cruzando el puente / bajo el cual duermen siempre los mendigos, / y que tiene a la noche por abrigo, / ¡soy yo mismo ese viejo de repente!” (21). Es reiterativa la figura del ́paseante, del flâneur y poeta en ciernes que comienza a explorar y conocer la ciudad, para encontrar ahí, quizá, los temas de su arte, ligados siempre a la caída. En “Ansiedad”: “Caminar, caminar. // Y acaso / de repente, / el cuerpo / caerá” (22). En “Distancia”: “Transito / y caigo / de pie” (25). El tedio y la resignación, anunciados ya en la niñez, aquí se tornan aún más angustiantes; en “Distancia” el poeta experimenta una “[i]ndiferencia del mundo / y de las cosas / hacia mí” (25). En “Retorno” el repentino encuentro de dos excompañeros de colegio suscita en ambos la amarga conciencia del cambio y del paso del tiempo: “Ahora comprendo el gesto vago y minucioso / de nuestra gomas de borrar” (28).

En la sección cuatro[2] ya hay una plena madurez existencial y se reitera y profundiza la pregunta por la identidad. El proceso de inserción social ya ha culminado, y al intentar preservar su individualidad en ese amasijo creado por otros, el hablante descubre que no es mucho lo que queda. Esto resulta, por demás, significativo en la sociedad totalitaria en que se escribe el libro, donde las personas no son sino hebras en el reticulado del poder, y se constituyen y existen sólo en virtud de su interpelación. En “Naipe”, el hablante dice: “Veintiún años: / poco a poco me descubro / la baraja que me dieron” (36). Y en “Yo no soy...”, observa: “Yo no soy nada: / nada más que esta cédula de identidad / que hasta el más ingenuo policía pone en duda” (37). En relación al contexto mencionado, se introduce también, como tema, la amenaza cotidiana, constante, de la muerte en el espacio privado, mediante escenas absurdas que exacerban y así hacen visible esa atmósfera de extrema inseguridad. En “Escena cotidiana”, un hombre es asesinado por una mosca que no lo deja comer y termina quedándose con su almuerzo (40); en “Humo”, el cigarrillo le pide al hablante que lo fume para que ambos perezcan (44).

Por último, destaca la sección IV, donde el hablante ya sería propiamente un poeta a la par que un triste ciudadano, doblemente desolado por la amenaza estatal y la asfixia cultural. En “Juventud de un poeta”, ya aparece la sexualidad, la bohemia y la reflexión sobre el oficio escritural, que en la dictadura resulta aún más marginado que en la sociedad burguesa normal: “Fui dueño de un oficio en sórdidas bodegas” (51). El poema “Isadora” funciona como un retrato velado del poeta. Éste encuentra afinidad —algo profética— en la figura de Isidora Duncan, la bailarina que desarrolla su arte en medio de la guerra y muere luego de la manera más absurda, ahorcada con su propia bufanda (53-54). Todo esto señala que la situación política, en definitiva, anula la figura antes exaltada del poeta y del “yo” lírico; se trata de un ciudadano más, oprimido y desencantado, cuya libertad radica solo en una pasiva observación del entorno degradado, y para quien lo bello ha perdido el sentido. En “Fragmento de un diario”, el hablante dice: “El crepúsculo y toda su pompa ya no me conmueven” (55); en “Confesiones” reconoce ser “pájaro individual, enfermo” (58); En “Ciudadano”, se encuentra despojado de toda posesión y atributo artístico: “Si yo fuera cantor como soñaba”; y luego: “Pero no tengo voz, ni pañuelo, ni amante” (68). En los versos finales del mismo poema y del libro en su primera edición, con los perros por únicos amigos, el poeta camina a través de la ciudad completamente desorientado, “sin saber por qué vivo y por qué muero” (68).

Ciudadano completa así un viaje de formación que es, al mismo tiempo, el del poeta —el del artista en general—, y el del ciudadano común; ambos casi se identificarían del todo si no fuera porque el caminar sin sentido del poeta, de un poeta no sólo marginado, carente en tanto tal, sino además especialmente sensible a la degradación cotidiana, no lo condujera a un hastío, aunque sereno, intensificado por cierta fijación frente a la pátina de fragilidad del mundo: esa que sobre las cosas y sobre los cuerpos resalta aún más en medio de la dictadura.




 


 

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Notas

[1] En el prólogo a su edición, Alberto Rubio dice al respecto: “Ellos mismos [los poemas] se guiaron a un organismo propio. Supieron valerse e imponer su orden. Uno se adelantó de “Pórtico”, y los otros le siguieron en cuatro grupos, salvo dos que se apartaron en sendas tiendas de solitarios [III y V]. Cauces de infancia enlazan el primer grupo; de adolescencia quizá, el segundo; de humor y juego, el cuarto. Los poemas de traza amplia, desenvuelta, de madura expresión y juvenil plenitud, neto el sentir y el perfil de ciudadano en ellos, animados algunos –las semblanzas– por cierto hálito narrativo, se albergaron en el último” (7-8).
[2] La tercera sección se compone sólo del poema “Jerusalén”, especie de entremés y descanso de la interioridad lírica, lo mismo la sección V, con “El mar”.

 

 


 






 

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