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LA CABEZA

Armando Rubio Huidobro

 

 

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Me dijeron: “tendrás cabeza nueva”. Es necesario que lo hagas. Y vi a mis compañeros de universidad que se paseaban por la sala, esperando. Inscribirían sus nombres en el acta y luego se tenderían en las colchas esparcidas por la sala sobre las que pendían las guillotinas de acero. Se dejarían cercenar las cabezas con una frialdad pasmosa, casi con agrado. Yo tenía miedo: podía ser una operación muy dolorosa. Y me paseaba también de un lado a otro de la pieza, inquiriendo a los asistentes para que me diesen informes más exactos de aquello.  “Es necesario renovar la cabeza” –decían- “es una operación muy sencilla. No sientes nada. Te duermes un momento, luego despiertas y tienes ya una cabeza nueva, idéntica a la otra”. Sin embargo, a pesar de los argumentos que me daban y de las comprobaciones que verifiqué en las cabezas de mis compañeros ya sometidos, no me decidía. No había en todo caso coerción alguna; yo podía decidir respecto a mi cabeza. Era más bien un servicio que se prestaba a los estudiantes y ellos, en su mayor parte, ya se habían mudado de cabeza y salían de la sala como si nada.

Ya la sala iba quedando vacía e iban a cerrar las guillotinas. El acta había sido llenada con los nombres de mis compañeros y algunas asistentes se retiraron. Entonces, salí de allí y decidí marcharme con mi cabeza. Vacilé.  Yo era el único que quedaba, el único que tenía aún la cabeza intacta. Resolví, con gran pesar, someterme. Regresé a la sala. Inscribí mi nombre y a requerimiento de una muchacha que vestía de blanco me tendí en una colcha, bajo la guillotina. Cerré los ojos. Demoraron un buen momento. Luego, escuché cómo accionaban la palanca y enseguida el contacto frío y duro, durísimo de la hoja me señaló que me estaban cercenando la cabeza. Me nublé. Una gran oscuridad me penetró y supe que estaba sin cabeza. Un dolor tenue, pesado, se acolchó en el vacío en la ausencia de cabeza y esperé sereno la restitución. Luego, abrí los ojos y vi mi cabeza, mi nueva cabeza, idéntica a la otra. Me apretaba la garganta como soldándose a ella. Me incorporé y la sonrisa indolente de la muchacha me hizo comprender que debía marcharme con mi cabeza nueva. No sé qué harían con las otras cabezas.



 


 

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