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Un fragmento de la novela “El ruido del silencio”

Antonio Salerno (Perú, 1989)



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La Solana, 10 de octubre de…

Héctor de Pemán
Amado hijo

La muerte de tu padre, seguida del derrocamiento de Proaño, significó nuestra debacle familiar. Parte de lo que siguió a estas desgracias fue mi culpa. Por eso deseo ponerle fin a esta sombra que persigue a nuestro apellido. Te pido perdón porque he propiciado esta caída, porque hay secretos que no  puedo cargar conmigo hasta el más allá y debo compartirlos contigo para aligerar mi equipaje.

Tus abuelos, la maestra y el sastre de la casa-hacienda, en realidad eran una pareja estéril que me adoptaron a la muerte de mi madre. Yo acababa de nacer y solo tenía un hermano casi tan pequeño como yo y una hermana de diez años de edad, que trató de evitar que la alejaran de mí. Pero mis padres adoptivos no lo permitieron, haciendo creer a los hacendados que habían logrado concebir después de muchos intentos. Sin embargo la sangre es el hilo que nos conduce al final del camino. Y terminé por descubrirlo.

Mi hermana, tu tía, se llamaba Alejandrina. Durante muchos años esperó para contarme la verdad, para abrazarme. También fue criada en La Montaña, pero con menos fortuna, por una pareja de campesinos que la explotaban haciéndola trabajar en la cosecha de café. Nunca tuve sospechas de que quienes creía mis padres, en realidad no lo fueran. Vivía en un mundo diferente al de los demás niños y niñas de mi tiempo.

Por ese entonces nadie iba al colegio. Solo los hijos de los hacendados y los hijos e hijas de maestros o administrativos recibíamos clases particulares dentro de casa. Los campesinos eran criados como animalitos, ajenos a los libros, sujetos a un régimen de semiesclavitud. No me di cuenta de esto hasta que conocí mi verdadera historia.

Tu padre vivía cerca de mi casa, en la que hasta hoy fue la casa-hacienda. Tampoco tenía hermanos y desde pequeños jugábamos en el traspatio, después de cada clase que mi madre le impartía. Fue allí donde conocí a mi hermana. Se las había ingeniado, doce años después de que nos separaron, para que la tomaran como parte del servicio. Había esperado con paciencia el momento oportuno, en que nos quedáramos solas, y me había abrazado, bañada en lágrimas.

Era hermosa. Alta. Delgada. De mirada triste. Me dijo que no debía contarle a nadie. Que podían alejarnos. Que ella mantendría el secreto. Que con tal de seguir viéndome, aunque sea a escondidas, estaba dispuesta a callar. Además, que teníamos un medio hermano, un año mayor que yo. Tiempo después, este silencio nos costó muchas desgracias.

Como la hija de una maestra y un sastre me fue menos difícil ser aceptada por tus abuelos, que como la bastarda de una campesina. Fue como entendí mi destino y me resigné. Nunca conté nada de esto a nadie, ni siquiera a tu padre. Pero Alejandrina se lo dijo al Peneque, a su hijo, confiando en que este guardaría sus palabras.

Me arrepiento de haber sido una mala hermana. Porque desde el día en que me casé y pasé a vivir en la casa-hacienda, me olvidé de tu tía. Hice que la despidieran. Quizá como una manera de intentar borrar por completo el pasado. Años después, cuando mi madre adoptiva agonizaba a causa de una neumonía, papá intentó confesarme lo que yo ya sabía.

—Tienes que saber algo —me dijo.
—No es necesario —le respondí—, deja que ella muerda su silencio.

Él lo entendió. Medio año después murió. Murió de silencio, creo yo. Se puede morir de silencio, es lo mismo que morir de tristeza, o de soledad. Mi corazón se volvió una piedra en mi pecho. Desde entonces me sentía capaz de lo peor. Era consciente de mi propia maldad. Lo confirmé la noche en que el Peneque fue a verme a la casona.

Estaba borracho. Ingresó trasponiendo a todos los empleados y sirvientas, que intentaron evitar que trepara las rejas. Yo, desde el balcón, ordené que lo dejaran entrar. Después de la muerte de tu padre no había podido seguir pagándole el chantaje gracias al que mantenía su vicio. Estaba furioso, amenazaba con gritar por las calles nuestro secreto: que yo era su tía, que tenía conocimiento de ello, que había abandonado a mi hermana anciana y enferma con tal de cuidar las apariencias, que era un demonio disfrazado de gran señora, que merecía el repudio del pueblo.

Probablemente tenía razón. Merecía eso y más. Pero no estaba dispuesta a dar mi brazo a torcer. No aún. Estaba enceguecida por un concepto erróneo del honor. Por un ego sin piso. Por mi inhumanidad. En ese entonces aún no lo sabía. En estos momentos lo he comprendido. Sé que es tarde para remediarlo.

Hice un nuevo pacto con el Peneque, con tu primo. Guardaríamos el secreto a cambio de las migajas que el golpe de Comendador había dejado. Lo convencí para que, sin importar lo que las gentes dijeran, se casara conmigo y de esta manera se asegurara una sucesión. En mi corto entendimiento era preferible ser una viuda amancebada con un plebeyo a aceptarme, a aceptar de donde procedía en realidad.

Parte de la historia te la contarán tu esposa y tus hijos, que han sido testigos de lo sucedido. Desde que Dama llegó a la casona, la oscuridad terminó por enceguecerme. Tu padre había embarazado a una campesina. Había concebido a una criatura que representaba la traición. Me preguntaba si había valido la pena tanto silencio, tanto dolor por la sangre que ocultaba. Sentirme traicionada de esa manera me llenaba de odio, de rencor, de un sentimiento de inferioridad difícil de superar.

Comencé a maltratar a esa niña para sentirme bien conmigo misma. Yo era esa huérfana, era como verme reflejada en un charco pestilente. Nunca imaginé que estaba creando un  ser tan despreciable como yo, que con cada golpe martillaba mi fin. La noche de la muerte del Peneque salí a buscarlo como siempre en sus borracheras, movida por el temor de que fuera a contar nuestro secreto en medio de sus delirios etílicos. Lo encontré en la choza de la vieja Alejandrina.

Regresé junto a él y ordené que lo acostaran. Nunca habíamos dormido en la misma habitación. Le había hecho creer a las sirvientas que estaba arrepentida de haberme casado, que era golpeada, que quería divorciarme. Sin proponérmelo le había dado la cuartada perfecta al verdadero asesino.

Dama tenía los motivos suficientes para matar al Peneque. Acabaría con su estuprador y lograría que me enviaran presa. El día que los familiares del difunto irrumpieron en la casona la vi muy asustada. La tomé de la mano y la introduje en el sótano secreto. Allí dentro, se echó a llorar.

—Yo lo maté —me confesó—, estoy embarazada.

Nadie creería capaz a una niña de semejante aberración. Por lo tanto yo era la única sindicada. Toda conjetura diferente sonaría a patraña. Por eso le advertí que no dijera ni una palabra a nadie. Que yo tenía más motivos para matarlo. Que lo solucionaríamos con un buen abogado.

Hace unas horas, aquí en la casa de La Solana, Dama acaba de confesar su embarazo a Emma y a tu esposa. Debo reconocer que mi intención de evitar que ese niño naciese ya no podrá realizarse. Y ahora nadie creerá en mi verdad. Dama no hablará para defenderme. Ya es muy tarde para escapar. He mentido demasiado.

Perdóname, hijo. No he sido un buen ejemplo. Me he equivocado. De repente toda yo, desde el vientre de mi madre, soy un error. He sembrado la desgracia en nuestro apellido. Esta carta solo pretende despojarte a ti y a tus descendientes de una maldición, de un silencio que arrastra desdicha.

Te quiero. Eres lo único que me ha mantenido atada a este lugar. A la casona. A tu padre. Eres la única explicación que encuentro hasta este momento para justificar mi historia. Si hubiera sido una campesina más, sometida por algún jornalero, tú no habrías nacido. Me voy gratificada porque el destino así lo quiso.

. . . . . Con todo el amor del mundo,

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La Viuda de Pemán

 

 

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Antonio Salerno (Perú, 1989)

Sociólogo y escritor. Ha sido finalista en el Concurso Internacional Sweek Stars 2017, certamen literario de escritores en nueve idiomas. Ha obtenido el primer puesto, además de dos menciones honrosas, en el Concurso Nacional de Cuento organizado por la Universidad Federico Villarreal (Perú, 2018). Dirigió talleres de escritura creativa en la Dirección Desconcentrada de Cultura de Lambayeque, invitado por el Ministerio de Cultura del Perú, 2019. Ha publicado El ruido del silencio (Multiverso, 2020). Su obra ha sido reseñada elogiosamente por críticos de la Academia Peruana de la Lengua y por voces relevantes de la narrativa peruana y española.


 

RESEÑAS DE “EL RUIDO DEL SILENCIO”

“Cuando se lee un buen libro se reconoce al instante y este es el caso de “El ruido del Silencio”. ¿Cuántas palabras no dichas llevamos en nuestro interior? ¿Cuántos gritos ahogados quedaron sin brotar de nuestras gargantas? Historias vidas marcadas por silencios y envueltas por el circo de la lujuria. Cada uno de nosotros formamos parte de la historia que su autor, Antonio Salerno ha sabido plasmar con elegancia y gran trasfondo en este gran libro. Un libro de inevitable lectura”.

María del Carmen Aranda
Miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional (ANLMI)

 

“Los relatos de Salerno son portales hacia lo más profundo de la condición humana. En sus páginas el lector podrá encontrar los elementos básicos para reconocer una pluma versátil, sostenida por una mano firme que no tiembla en absoluto cuando se trata de narrar, pero narrar de verdad, sin miedo ni restricciones. No hay duda de que, para el ojo casual, estos relatos resultarán demoledoramente familiares y, al mismo tiempo, fascinantes por su naturaleza cruda y desconocida. Esta es otra entrega auspiciosa del autor en su travesía por el mundo de las letras”.

Yero Chuquicaña Saldaña
(Premio Nacional de Literatura)

 



 

 

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Un fragmento de la novela “El ruido del silencio”.
Antonio Salerno (Perú, 1989)