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Tracking de Gonzalo Frías.
VíaX Ediciones. 2014
Por Ashle Ozuljevic Su
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Gonzalo Frías nació en Las Cruces y es conocido por ser el conductor de Séptimo vicio, programa que comenzó en 1998, y que se dedica a la crítica y recomendación fílmica. Sin ningún programa piloto, y con la idea sencilla de un conductor que espontáneamente habla sobre diferentes cintas y aspectos del cine, es el programa que se ha mantenido por más temporadas al aire en la estación televisiva Vía X. Frías participó en el guión y dirección de los documentales sobre música Metal gate y Mondo Cane. Respecto del programa, se permite a su conductor cierta libertad televisiva que muchos desearían y pocos podrían soportar, lo que genera un público bastante devoto, que consideran Séptimo vicio como un programa de culto.
Tracking es su primer libro, una novela autobiográfica, donde la característica antes mencionada es su columna vertebral: libertad a la hora de decir, de narrar, sin importar lo políticamente correcto, sin deberle nada a nadie, apegado y fiel sólo a sí mismo, a los vicios, a los placeres, a la verdad. La traición, para su autor, pareciera tener que ver con silenciarse, mientras que la verdad siempre nos hará libres, sin importar si esa verdad está enferma de cáncer o abandonó al amor de su vida o fue cruel hasta lo indecible…
Desde las primeras páginas, aun sin decir una palabra, Tracking nos dice algo: somos un cuerpo de carne que proviene de huesitos. Esqueletos que devinieron en la densidad corporal con la que debemos cargar. Comienzo la novela –yo prefiero pensar que todos no son, no somos más que personajes- y ya en la tercera página necesito detenerme y anotar algo. Esto, u otra cosa. Porque el capítulo 1 gira en torno a Superman –a un Superman feminizado- o mejor dicho, a Luisa Lane pero no ante las cámaras, sino en su backstage, uno que deja en claro que la vida, cuando se apagan las luces, nada tiene de glamorosa. Frases como “mamá, me gustabas más cuando estabas borracha” o la escena de un niño diciéndole a su madre desahuciada que huele a podrido, a cosa muerta… detalles entorno a esa realidad, son los que comienzan a densificar la trama, a engrosar la piel alrededor de los huesos, dándole peso al cuerpo.
Mientras leo la novela de un cinéfilo –que dice que no lo es-, pienso en lo que nos ocurre cuando vemos muchas películas o leemos muchos libros: nos comenzamos a sentir parte de la ficción, creemos que todo se puede solucionar pidiendo una entrevista con la mafia de Don Corleone, inventando una huida como la de Gone girl, o cuando, tras horas viendo filmes de terror, por un repentino ruido nocturno, sentimos con seguridad la acechanza de algún espíritu maligno. Lo pienso porque el protagonista de Tracking así se me aparece: él se siente de un día para otro, Rambo, un villano cualquiera, un pirata, Súperman o Bambi.
Están, además, los otros personajes. La entrañable madre que resiste Todo con mayúsculas. Las afrentas y arrebatos de su hijo, la maternidad solitaria en tiempo de vacas flacas, una enfermedad demasiado agresiva… esta madre decide optar tempranamente por el cine como una vía de escape: cuando Gonzalo está enfermo, le alquila películas y las ve junto a él; pareciendo intuir que ése sería el refugio, el placer y el sustento de su hijo, el mismo que asegurará haber perdido a su madre “a mitad de su película”. Por ese, o por otros motivos, nos hace sentir que bien puede un film encarnar a un ser amado, que la cinta favorita de alguien es ese alguien, en fin, que escenas ordenadas de manera artística y coherente pueden hacerte sentir cobijado, revivir experiencias de infancia, permitirnos sentir la presencia de aquel que ya no está, aunque, no obstante, no nos salve de nada. Así funciona el arte, ¿no? No salva ni mata a nadie; escribimos sobre la muerte porque sabemos que nadie muere por ello, como dice el poeta Walter Hoefler: “No hablo contra nadie (…) sé cuán vanas son las palabras. Escribo mientras mi mujer y mis hijos duermen en la pieza de al lado. Escribo porque es lo único que jamás les turbará el sueño ni los hará peores”
Siento que escribir Tracking es el ejercicio de un hombre que desanda el camino pisando las rocas que lo salvaron de caer en lava ardiente. Un hombre que camina hacia atrás, calzándose en las huellas, los tracks que dejó su vida, ejerciendo una suerte de magia simpática o sicomagia: borrar el nombre de la madre muerta del videoclub donde alquilaban los VHS, así, correr de regreso a casa y alcanzar a abrazarla, a besarla, a pedirle perdón.
Hay, además, otros personajes gloriosos. Los abuelos son la mezcla de todos los abuelos buenos que nos ha dado el cine y, siguiendo con la tónica, Gonzalo puede rescatar al suyo cada vez que quiera, cada 2 meses y 13 días, si lo desea: basta con que vea los Goonies, con precisión de relojero. O Ricardo Balboa, alias E.T: quien lejos de ser un pariente de Rocky, se perdió a los 10 años, en 1982, en el cine Santa Lucía: es su holograma el que se paseaba por las calles de Santiago, veinte años después. Las amistades incondicionales, las conexiones intergalácticas, no mueren, sólo mutan y se van a vivir a un limbo subconsciente, es imposible traicionar a esos parientes perdidos, nacidos en otras familias y vueltos a encontrar una tarde cualquiera, en un aula de primaria o en una zapatería con alma de videoclub. El padre del protagonista, que a lo largo de gran parte de la trama es el gran villano, por ejemplo, hacia el final del libro se rearma víctima: pareciera que la edad busca la manera de explicarnos que no siempre podemos decidir quiénes ni cómo somos, y que aún si así ocurriera, no siempre seríamos felices de poder hacerlo. Con el paso del tiempo y mirando hacia atrás, todos fuimos y somos frágiles.
Finalmente, este libro se trata de rescatar y recordar a los seres amados con todos sus detalles, hermosos y obscenos, con sus monólogos grandilocuentes y con sus diálogos mal logrados… papá, en nuestros recuerdos, sigue siendo un fumón con poco tacto, y mamá nunca vuelve a ser una niña liviana que nos comprenda, tampoco se mejora nadie porque lo recordemos, y nosotros seguimos siendo los niños crueles, los adolescentes rebeldes, los temerosos que fuimos… el recuerdo es, o debe ser, un ejercicio de la honestidad, más, o menos acá de la idealización… Tracking es ese ejercicio, sin pudor y sin miedo, Gonzalo rescata a su familia y les permite un memorial que ahora todos sus lectores compartimos, y en el cual podemos homenajear también a nuestros propios ascendientes y sus historias. Es sólo cuestión de creer que podemos. Llorar por cada muerte, por cada extrañamiento, por la debilidad y el cansancio que aún no le llega a los nuestros pero que es una amenaza imperenne.
Siempre quise saber cómo crecería y sería el adulto al cual de niño le regalan una caracola de mar, una jaula abierta, una pequeña planta y una botellita cerrada, los mismos obsequios de “Ventana sobre la llegada”, un relato de Eduardo Galeano, presentes que recibió Gonzalo antes de perder todos sus dientes de leche… crecer sabiendo que todo, inclusive la magia es cuestión de voluntad, de fidelidad, de amor.
Por Ashle Ozuljevic Su
Licenciada en Lengua y Literatura hispánica.
Magíster en Estudios Latinoamericanos, mención Literatura