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Anteojos de sal o el libro que no se queda quieto.
Por Gonzalo Martínez Methol.
Traductor, Docente alfabetizador. Universidad Nacional de La Plata, Argentina
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Hace unos años me gané tres lucas en un concurso literario por un cuento que era un plagio de Un día perfecto para el pez banana, de Salinger, y unos días después de la ceremonia de premiación me escribió por facebook una piba chilena que también había participado y me felicitó y me contó que vivía en Capital Federal y que había publicado un libro que se llamaba Anteojos de sal y yo le dije que tenía ganas de leerlo y que el título era hermoso, así que unas semanas más tarde me tomé un micro de La Plata al obelisco y nos encontramos y ella tenía pecas y flequillo y un título en literatura hispánica, y estuvimos como tres horas caminando sin ir a ningún lado y hablar fue fácil, pese a que yo tenía frío y venía de un par de días sin dormir y tenía el cerebro fofo, encima me humillaba conocer tan poco Capital, lo que bien se podía caretear aludiendo a mi crianza en un mítico pueblo del interior bonaerense, todo fuese por no quedar como un gil que le tiene miedo a los subtes, aunque todo esto eran prejuicios míos que a la chilena le resbalaban, y esto es importante, casi lo único que empieza a explicarla, a ella y al libro imposible, a lo que la hace mejor que yo, la vuelve libre, compleja, frágil y valiente sin contradicción, criatura de pánico y de melancolía y de insomnio, un cuerpo que es músculo y hueso, intemperie, entrevero de prosa y verso, mujer y esfinge, y a esta altura hay que ser imbécil para no darse cuenta de que ya no estoy hablando de la piba sino de su libro, del libro imposible, pero al pasar de la persona al libro caigo en la trampa, en la poesía, literatura de cotillón, extenúo figuras y sintaxis, alto mamotreto que por lo menos disimula la vergüenza de no saber escribir una crítica o al menos reseña del libro que ella me regaló esa tarde en Buenos Aires y que empecé a leer en una pensión de mierda en La Plata y terminé en la casa de un amigo en Rosario que había dejado otra vez la cocaína y había engordado nueve kilos y se cagó de risa por lo del plagio a Salinger, y también opinó que Anteojos de sal era un buen título, y frunció la jeta cuando traté de contarle de qué iba el libro y qué raro era por todo lo que no era, ni colección de cuentos ni poemas ni nouvelle ni relato de viajes ni epistolario, un artefacto salvaje que renunciaba de antemano al género fijo, se desdibujaba todo el tiempo, no se quedaba quieto, como la narradora, que iba con una mochila en la espalda, de un lugar a otro con un destino que parecía una excusa, una forma del escepticismo o el desencanto, el reverso atroz de la pasión, la sed, la desesperación, la ternura: algo así le dije a mi amigo rosarino, que por supuesto no entendió nada y dijo que acá en Argentina ni en pedo le hubieran dado un premio a un libro tan enroscado, observación que era un golpe bajo para mí que tenía varios diplomas de concursitos municipales e incluso había publicado un libro de cuentos que nadie hubiera dudado en llamar cuentos y que conseguían el famoso cross del derecha final, el efecto, y de yapa eran historias sobre la dictadura, chantaje sentimental en pleno auge de la política de derechos humanos del kirchnerismo, un banquete de símbolos, de víctimas y victimarios perfectos, una verdadera forrada, tan distinta de este otro libro que también engendraba el infierno sin recurrir al fuego, horror sin picanas y desaparecidos, que no revelaba ni desanudaba sino lo contrario, y hasta se permitía ser cursi, decir guarangadas de la talla de hacer el amor o cuánto te he amado, y dos páginas más adelante juegos exquisitos y mínimos como ser feliz no con alguien sino contra alguien, así de genial, la felicidad como un acto de violencia hacia otro: la chilena tenía ovarios y pulso, y todavía hoy me sigue cabreando que sea tan modesta, que prescinda de la arrogancia y el cinismo que a mí me sirven de respirador artificial para convencerme de que tengo talento, que los concursos literarios son una humillación necesaria, que mi amigo rosarino seguirá limpio, que Ashle Ozuljevic Subaique no advirtió mi fobia a los subtes, y tampoco advertirá al leer este mamotreto que me llevó setecientas palabras enunciar una paradoja primordial: no tengo nada que decir sobre Anteojos de sal porque eso es lo que pasa con los libros imposibles, los únicos que existen.
Junio 2016, La Plata. Argentina