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ANTEOJOS DE SAL

Ashle Ozuljevic


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De Anteojos de sal (2014)

 

[ La Serena. Febrero 11

 

Mi hija no atrasa o El motivo por el que en soledad salí del país en la noche más oscura del verano

 

Mi hija no atrasa, mi hija no atrasa. Como si se tratara del reloj de una catedral, finamente calibrado, mi hija no modifica la cronometría de su existencia ni aún cuando duerme, de modo que todo ocurre en el minuto preciso que debe - según la estricta constancia de los días, de los meses anteriores- ocurrir.

Durante el día transcurre sin sorpresa. Primer apetito, segundo llanto, tercera pataleta, etcétera.

Pero de noche, el cálculo se vuelve preciosamente preciso:
A la una de la mañana comienza el bruxismo de un minuto. Vuelta hacia la diestra y acomodamiento hacia la izquierda. Fin de la visita. Luego, a las tres, de un modo impecable, suizo, la petición de leche.

Quiero que se entienda: no importa lo que haya ocurrido durante el día, si se ha dormido temprano o más tarde de lo habitual, si ha comido en mayor cantidad o si por una celebración carnavalesca se ha acostado cercana a la medianoche: a las tres, Magdalena se sentará en la cama y pedirá con voz de sueño: “leche”. Luego una inestabilidad preciosa y a dormir otra vez.

Claramente tampoco le interesa a su reloj interno lo que yo, su madre en soltería, he hecho el resto de las horas. No es relevante si me he quedado escribiendo hasta las 2.47 y he agarrado un sueño bello a las 2.58. Simplemente a las 3 debo responder a sus requerimientos infantiles.

Julio no podría haber sabido esto.

Julio jamás se despertó a tender la mano afirmando una leche tibia de madrugada, Julio sólo hacía una excepción con su mujer, quien sin relojes ni cronometrías exigía cigarrillos a horas indeterminadas del tramo nocturno.

Julio se los tendía.

Fumaban sobre las sábanas. Echaban el humo al techo y las cenizas a una tapa de botella que siempre rondaba su colchón.

Al comienzo se reían de sus rostros fumadores y semidormidos: los ojos entrecerrados/los ojos entreabiertos, el cabello revuelto, un hilo de saliva seca, el pijama tibio, las manos un poco azuladas.

Luego se hizo costumbre. Se contaban, por lo tanto, anécdotas graciosas, propias, familiares, escuchadas de tercera fuente. Cuando las anécdotas se acabaron, comenzaron a inventarlas. No se conocían en lo absoluto, todo resultaba verosímil y además verídico.

Cuando murieron, en plena tarde, juntos y, literalmente revueltos, nadie contó anécdota alguna; sólo los cigarrillos, vehementemente fumados, los homenajearon.

Mi hija tampoco atrasó en esa oportunidad; pidió su naranja al mediodía, sus cereales en la tarde, y su leche por la noche. Extrañamente, sin embargo, pidió un cigarrillo a las cuatro y veintidós. Antes de que yo lo prendiese, ella ya dormía en posición fetal.

Fue una noche larga para nosotras, lo mismo que para Julio y para su mujer.
Era febrero, y debe haber estado muy frío allá afuera

 

bajo tierra.

 

 

 

 

[ La Paz. Febrero 23

 

Habitación 28

 

Alex K, de Bristol, Inglaterra, se había relacionado, a sus dieciocho años, con más drogas que mujeres. Yo no sumaría ninguna de las dos listas, sólo sería observadora de cómo se engrosaban ambas, sin que él hiciese un miserable esfuerzo.

Él fue el primer ser humano al que vi esnifear cocaína, y el único hombre que, hasta hoy, me ha preguntado si tengo condones para usarlos con otra. Puedo decir, tranquilamente, que fuimos como hermanos ese par de días que nuestros caminos se cruzaron.

Alex se encuentra en Brasil, y en un par de horas sospecho que volverá al Reino Unido. Desde que nos separamos ha estado en Bolivia, Chile, Argentina, Perú y Paraguay. Rara vez me acuerdo de él, ahora que han pasado meses, y él no debe recordar jamás a la chica que tuvo que acompañar por las nocturnas calles de Oruro cuando la verbena ensordecía la ciudad. Pero la verdad es que Alex se transformó en algo así como un cupido drogo, un querubín mandibuloso, en esa graffitada habitación de un hostel de La Paz. Claro, después de la ringlera de insultos que recibió de mi parte.

La noche anterior había sido un desenfreno de despedidas y buenos deseos. La mañana un desenfreno de bombazos y risotadas. Alex no tenía apuro, se quedaría un par de días más en La Paz (todos estábamos desesperados por irnos, tras el carnaval y los feriados absolutos y chiclosos) y luego iría, tal vez a Cochabamba, tal vez a Rurrenabaque, tal vez a Asia Central.

Yo, como siempre, estaba apurada, quería salir pronto de ahí, seguir mi camino y no detenerme más. Pero antes quería enviar una carta y hacer fotos de la pseudocapital. Mi mochila, un gigante rojo, era un impedimento, por lo que Alex se ofreció a cuidármela en su habitación, mientras yo recorría las calles adoquinadas, descendentes y serpenteantes. Desayunamos en un puesto del mercado y acordamos juntarnos a las tres afuera de la catedral de la Plaza Murillo.

Nunca ocurriría. 

Por diferentes motivos, ninguno estuvo ahí a la hora indicada. Sólo llegamos a vernos otra vez, a las ocho de la noche. Yo había pasado –infiltrada- horas en la cocina del hostal, conversando con cuanto hospedante pasara por allí (diecisiete, en total), tomando agua caliente con azúcar y aceptando cualquier sobra de comida que ofrecieran.

Una vez que, desde la cocina, escuché cómo comenzaba a llover, decidí no esperar más. Recordé a Martín, un argentino cocainómano amigo de Alex, que se hospedaba en la habitación 14. Me deslicé por los pasillos, pegada a las paredes, y lo encontré al instante. Le pregunté por Alex (algo que había hecho durante las últimas cinco horas sin resultados positivos) y me mencionó con una seguridad deliciosa y unos ojos brillosos “que el chabón estaba en la 28”. Hasta ese minuto yo creía que sólo existían veinte habitaciones…

La busqué, vi la puerta entreabierta y entonces todo se transformó en un fotograma. Empujé suavemente la puerta, viendo de inmediato a un hombre de espaldas y frente a él el rostro de Alex que se trasformó en una mueca asombrada e incrédula ante mi aparición. Luego, sólo gesticulaciones nerviosas, perdones, insultos, disculpas, retos…, todo en un intachable inglés nativo y en uno impolutamente aprendido. El tipo que hasta ese minuto hablaba con Alex, ahora puesto a un lado, nos miraba concentrado fumando un cigarrillo. Alex, deshecho en explicaciones, intentaba hacerme aceptar un taxi pagado por él para que a esa hora tomara el bus en el que saldría de La Paz. Yo, sospechando algo grande en mi futuro, y segura de la estupidez de irme a las ocho de la noche a tomar un bus que partía a la una de la tarde, rechacé su propuesta, aceptando, sin embargo, quedarme esa noche en esa habitación, auspiciada por sus euros preciosos.

Alex partió a buscar mi mochila y al volver ya nada era lo mismo entre el desconocido y yo. El putito mecanismo de tuercas y tubos había comenzado otra vez, inconsciente, a funcionar bilateralmente. Esa noche se traduciría en sospechas, esperanzas, celos, canciones, cigarros y equivocaciones, en recomendaciones musicales y literarias, y en ocultos deseos y sonrisas equívocas, que hoy, noventa y seis días después, sólo traerían angustia a dos vidas tontas.

Alex deambula por Brasil, lo he dicho.

Cuando vino a mi ciudad e intentó contactarme para ser alojado (un trato que habíamos explicitado previamente) yo me encontraba perdida, por su indirecta culpa, en una ciudad lejana y fría.

Alex nunca sabrá lo provocado, no podrá aceptar entonces que fue él quien desató las furiosas fuerzas sadomasoquistas de dos sudamericanos insensatos. No será el padrino de los hijos que no nacieron. No será el juez de una unión no concretada. No volverá a estas lejanas tierras sino hasta dentro de decenas de años, cuando todos los que lo conocimos sólo seamos empleados públicos jubilados y temblorosos.

 

Volverá convertido en maleta.
En su interior, kilos de droga implicarán el mayor contrabando
registrado en nuestro continente.
Lo sabremos por las noticias.
El tipo que estaba de espaldas y yo veremos boquiabiertos
desde nuestros respectivos países,
la captura y ejecución.
Ocurrirá en plena dictadura.

 

Nunca volví a saber de Alex ni del tipo de espaldas. Morí de un ataque al corazón, mientras discutía por mi mochila en la habitación 28 –la única graffitada- de cierto hostel de La Paz, rodeada de un flash de paredes escritas. Mi equipaje llegará a casa antes que yo.

Lo abrirán.
Encontrarán miles de pelotitas de poliexpam en su interior, virutas de madera y aserrín de nueces.
Nadie llorará mi muerte.
No he nacido aún, Alex es efectivamente un ángel, está sentado junto a mí en una cama de la habitación 28 en éste, el infierno de los nonatos.

 

Ni él ni yo creemos en dios.

 

[Sucre

Venirse a Bolivia
comprarse una moto
y una manta
. . . . . no un gorro
. . . . . no unas sandalias
recorrerla de a poco
a un ritmo propio
quedarse entre su gente
respirar su mismo aire
-esa frescura incomparable del altiplano-
calarse hasta los huesos
y fumar en medio de sus lloviznas intermitentes
comer lentamente
sonreír
llevar la procesión por dentro
esta procesión mía que aún no logro nombrar ni delinear
. . . .. . . . . . . . . . . . . . . .. . . pero que sospecho
y comenzar
misteriosamente
a tener cara de fiesta
entre sus grises habitantes
sonreírles y dejarlos quedos, plantados de sorpresa
ser una vez en este país serio
ser alguna vez
una estrella distante
y olvidarse de todo
y seguir respirando

 

 

 

 


 

 

 

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De "Anteojos de sal"
Por Ashle Ozuljevic