Nacido en Antofagasta, en el norte de Chile, el 7 de noviembre de 1940, nieto de inmigrantes yugoeslavos que llegaron a nuestro país en las postrimerías del siglo XIX y que se ganaron la vida detrás del mostrador de un almacén en la mitad de la pampa salitrera, hijo de un padre de múltiples y a veces improbables oficios, entre ellos el de empresario de una famosa compañía de revistas frívolas, y de la madre más bella de Chile, estudiante secundario en Buenos Aires y en Santiago en la década del cincuenta, aprendiz de filósofo a fines de esa misma década y en los primeros años de la siguiente, viajero empedernido desde muy joven —por América Latina, por los Estados Unidos, por Europa Occidental y Oriental, por el norte de África—, esposo y padre precoz, master en literatura de la Universidad de Columbia, aficionado al fútbol, al basketbol y a las carreras de caballos, fanático de la música popular y de los versos de Neruda, lector de Saroyan y de Salinger, traductor de Fitzgerald, Kerouac y Mailer, fervoroso partidario de la revolución nicaragüense, actor y director teatral, dramaturgo, guionista y director de cine, profesor universitario en sus tiempos (por fortuna, ya no demasiado frecuentes) de vacas flacas, pero por sobre todas estas cosas autor de novelas y de cuentos, Antonio Skármeta ha escrito nueve libros en menos de quince años y ha desplegado una labor cinematográfica que coronan premios numerosos, labor que puso en marcha en Santiago, a comienzos de los setenta, pero cuyo desarrollo más fructífero tendría lugar en Alemania Occidental después de 1973.
Tales son las bases de su prestigio y de un éxito que cada año que pasa se acrecienta más. Sus libros circulan ya en ocho o diez lenguas diferentes, bajo el sello de algunas de las editoriales más poderosas de América Latina y de Europa, desde Siglo XXI a Gallimard y Feltrinelli, y la crítica internacional, El Tiempo, Excelsior, Uno más uno, Review, L'Express, Nouvelles Litteraires, Westdeutscher Rundfunk, no les mezquina los elogios. En junio de 1983, el primer volumen de ensayos acerca de su literatura se publica en España. También se filma entonces en Berlín la primera película sobre su vida y su obra. No es poco para un escritor que no hace tanto cumplió cuarenta años y que todavía baila salsa con indeclinable destreza.
El entusiasmo (1967) fue el primer libro de Skármeta. La vitalidad adolescente, el agridulce romanticismo de los primeros amores, las primeras borracheras y las primeras peleas a bofetadas, las pruebas del artista cachorro, la búsqueda de la raíz familiar en los cuentos de/con inmigrantes, el anhelo del viaje y la aventura y, en definitiva, la certeza de que la realidad es esplendorosamente más ancha, más compleja y menos aburrida de lo que los dómines literarios chilenos de la generación del cincuenta venían postulando —aunque no excluya el dolor, y sin dejar de ser por eso acreedora tanto de la experiencia como del conocimiento profundos—, es lo que ese libro trajo consigo. En cuanto a la lengua, sus páginas instituían de una vez por todas el advenimiento en nuestra prosa de la imaginación sin entredichos junto a la naturalidad de la calle, del giro poético detrás del habla común, de la libertad fecunda y no pocas veces inmersa en los gozos sabrosamente plebeyos del desacato y la indecencia.
Desnudo en el tejado, que se publica dos años después, en 1969, y que obtiene el Premio Casa de Las Américas de ese mismo año, no sólo no traiciona la vocación liberadora de El entusiasmo, sino que la amplifica y la enriquece. Siete cuentos constituyen este segundo libro de Skármeta, clasificables según el propio autor en cuatro clásicos, «El ciclista del San Cristóbal», «A las arenas», «Una vuelta en el aire» y «Basketball», y tres experimentales, «Final de tango», «Pajarraco» y el que da título al volumen. Nosotros queremos allegar a su respecto sólo las observaciones siguientes: primera, que los cuentos experimentales de Desnudo en el tejado responden más al influjo en Skármeta de una tendencia seudo o semivanguardista, de moda en la narrativa latinoamericana de fines de los años sesenta, que a un vanguardismo que le pertenezca de veras, y que por eso mismo lo más perdurable que ese volumen contiene son los llamados por él cuentos clásicos; segunda, que entre esos cuentos clásicos hay por lo menos dos, «El ciclista del San Cristóbal» y «A las arenas», que lo son en efecto, aunque no por lo que él piensa, esto es, no por la nitidez de su estructura y por un estilo que fluctúa entre la espontaneidad del habla coloquial y el frenesí del chorro lírico, sino porque han llegado a ser en poco tiempo cuentos de antología, justamente célebres, de lo mejor que se registra en el relato latinoamericano post-boom; y tercera, que este libro es la obra de Skármeta en la que se empieza a perfilar el enlace entre el vitalismo procedente de El entusiasmo y una conciencia política revolucionaria, que martiana y nerudianamente reclama para el artista un puesto en la primera línea de las luchas populares de su país y de América Latina.
Tiro libre es el libro que viene a continuación. Aparecido en Buenos Aires, en 1973, Skármeta lo empezó a escribir a mediados del 70 y lo terminó después del segundo aniversario del Gobierno Popular, hacia fines del 72 o principios del 73. Entre Desnudo en el tejado y Tiro libre hubo otros dos libros de menos bulto, sin embargo: una novela, Las celebraciones (también conocida como La muela del juicio), que fue finalista en un concurso de la editorial argentina Sudamericana, pero que por haber dejado a su autor descontento debió resignarse al sacrificio del fuego, ocurrido este último en noviembre o diciembre de 1970, y una antología de cuentos, El ciclista del San Cristóbal, que en cincuenta mil copias apareció en las ediciones Quimantú en 1972. El libro realmente nuevo es por lo tanto Tiro libre.
Dividido en tres secciones, cuatro de los nueve relatos que ese volumen encierra se agrupan en la segunda sección, la única que va antecedida de un subtitulo: «En el área chica». Ellos son «Primera preparatoria», «Enroque», «Balada para un gordo» y «El cigarrillo». La jerga futbolera, desde ya ostensible en el título, se reitera así en el subtítulo. Si el libro entero es un «tiro libre» o, más precisamente, si el libro entero es el disparo al arco de un jugador que es miembro de un equipo, y que a nombre de ese equipo es protagonista de una jugada individual merecedora del reconocimiento público, los cuentos de la segunda sección son aquellos en los que esa misma jugada se recorta en su instante más puro. Entrar en el área chica es entrar en una zona de intenso peligro, donde —como dicen en Chile— las papas queman.
Prosigue Skármeta de esta manera el programa de subversión de si mismo, de su literatura y de la literatura de otros que había puesto en evidencia desde sus primeros trabajos. De Tiro libre en adelante, su voluntad será instalarse en la historia protagónicamente, no sólo como portavoz (espejo: de unos ciertos sectores sociales y de una cierta política), sino que también como voz. Esto es lo que en este tercer libro suyo modifica cualitativamente los términos de su ajetreo precedente. El escritor que dispara sus relatos desde el área chica, aquel que quiere contribuir con ellos a cambiar el mundo (y a uno se le viene a la cabeza la conexión entre la tesis XI sobre Feuerbach y la idea gramasciana del intelectual orgánico), ese es el Skármeta que se proyecta hacia el futuro. Sus tres novelas del exilio, sus cuentos nuevos —que ya van dando para un décimo libro— y sus varios guiones cinematográficos se encargarían de verificarlo con posterioridad a 1974.
Porque lo que vino después de Tiro libre fue el exilio. No el voluntario, al estilo de los caballeros decimonónicos o al de los más publicitados corifeos del boom, sino el otro, el forzoso e ingrato. Primero con asiento en Buenos Aires, entre 1973 y 1975, y después en Alemania Occidental, Berlín, desde 1975 hasta hoy. En Buenos Aires, durante el año 74, Skármeta escribió Soñé que la nieve ardía, novela que se imprimió un año después en España y en la que conmovida y conmovedoramente cuenta tres historias que se vinculan más que nada a causa de su convergencia en un mismo marco espacial y temporal: los mil días del gobierno socialista de Allende. Además de ser un testimonio fiel de las tensiones y violencia propias de una sociedad en los aledaños del cambio revolucionario, la mayor virtud de aquella obra admirable es a mi juicio el haber sido capaz de revolucionar la práctica misma del novelar, el haber llevado la revolución hasta el dominio del artista, transformando los datos sociales en datos estéticos. Es asi como la novela burguesa tradicional, de acuerdo a las pautas establecidas por los modelos europeos del XIX y asimiladas en Chile desde mediados de aquel siglo (Martín Rivas, de Alberto Blest Gana, es a propósito de esto la referencia indispensable), la novela «modernista», según la descripción lukacsiana, y la novela «postmodernista», esta otra de orientación épica ineludiblemente, confluyen y se combaten en los niveles textuales de Soñé, reformulando en el curso de este proceso la forma y sentido de las confrontaciones que adentro, en el mundo novelesco, y afuera, en la realidad novelada, se habían sucedido o se estaban sucediendo. El resultado es una literatura que retrata la historia, pero que también la construye con el aporte de intuiciones inéditas y que entregan un conocimiento más lúcido y preciso de la experiencia humana original.
En el mismo año en que Soñé que la nieve ardía se publicaba en España, Losada saca en Buenos Aires Novios y solitarios, colección de cuentos semiantológica, que reunió narraciones antiguas junto a algunas más recientes. «La pareja», «La llamada», «Hombre con el clavel en la boca» son allí los textos nuevos. Pero la narración de mayor interés del volumen es «De la sangre al petróleo», especie de cuento-reportaje sobre un atentado terrorista que a Skármeta le tocó vivir en el aeropuerto de Fiumicino, en Roma.
Ahora bien, es evidente que Soñé que la nieve ardía arregló las cuentas de Skármeta con Chile: atestiguó, alivió, exorcizó. Pero Soñé que la nieve ardía, a pesar de haberse escrito en el exilio, no era una obra del exilio en sentido estricto. Esta última experiencia, huidiza, difícilmente verbalizable, aunque no por eso menos comprometedora y acuciante, requería de un libro específico. Tal fue el origen de Nopasónada (1980, con ediciones anteriores en danés, holandés, alemán e inglés), texto al que, si hubiera que definir en una sola frase, habría que decir que se trata de una novela corta (Fr. nouvelle, It. novella), en la que se combinan el modelo clásico de la novela de aprendizaje (Al. Bildungsroman, Ing. learning novel) y el del también clásico discurso del exilio. En tanto novela corta, se entiende que esta obra sea de una economía rigurosa, que condensa e intensifica. El propio protagonista se lamenta de que son demasiadas las penurias que se descargan sobre él al mismo tiempo: «... Total estaba perdido por goleada. No tenía mi país, la Sophie no quería verme nunca más, un tipo me andaba buscando para arreglarme, y habla metido a un alemán al hospital...». Por detrás de este ominoso sumario, nosotros podemos advertir las demandas que el género elegido le plantea al novelista. Para éste, la tarea consiste en decir mucho y en el menor tiempo posible. Al contrario de lo que sucede en la «novela larga», donde el escritor puede explayarse con relativa impunidad, en una obra como Nopasónada el floreo es un placer nefasto.
Pero además Nopasónada es una novela corta «de aprendizaje». Esto significa que lo que en ella se condensa e intensifica no es cualquier acontecimiento, cualquier tramo en el transcurso de la vida de un individuo, sino aquel durante el cual ese individuo deja de ser un niño para transformarse en un adolescente y en quien las características básicas de lo que será su vida futura se encuentran ya delineadas. De manera que tampoco podemos considerar la experiencia que se cuenta en esta obra como un asunto privativo del personaje protagónico. Aunque ella ad-quiera en él matices peculiares, su naturaleza profunda lo trasciende. Es una experiencia que pertenece al acervo de la humanidad, al legado común de la especie.
Por último, Nopasónada es una novela corta de aprendizaje «en / del exilio», calificación que sugiere que, además de ser su historia particular de un lado y la historia de la especie del otro, la de Lucho es —con igual fuerza y pertinencia— metáfora de los desvelos y opciones de un grupo social. Nos referimos al pueblo chileno del exilio, a la diáspora que se produjo después del 11 de septiembre de 1973. Esa gente, que abandonó la patria a pesar suyo, tuvo que aprender a vivir en otras tierras. En la medida en que en Nopasónada hay un discurso del exilio, el arribo del protagonista a la edad adulta se liga en él indefectiblemente al descubrimiento de una significación, acaso de la significación, la sensata a la vez que políticamente deseable, para la /s vida /s del exilio —la suya y las de los demás miembros de su comunidad—.
Inintercambiable con la del país de origen, en primer lugar, y con la del país al que se llega, en segundo, la significación de la vida de Lucho no es así, en las páginas finales de este relato de Skármeta, algo dado de suyo, quieto y a disposición de todo aquel que lo desee a(con)sumir, sino que es un bien que, a la vista de condiciones objetivas que no se pueden ni se quieren ignorar, el personaje añade al mundo. Más aún, es una certidumbre que él produce duramente. Las escenas que cierran la novela, desde la pelea entre Lucho y el muchacho alemán hasta la amistad posterior que ambos concertan, no dejan duda en la conciencia del lector. Nada asombrosamente, Lucho deviene al fin de la obra en el astuto maestro de su propio padre.
La tercera novela que Skármeta escribe en el exilio es La insurrección (1982, también con ediciones previas en alemán, danés, holandés, portugués, ruso y sueco). Obra más extensa que Nopasónada, suerte de amplio mural sociohistórico —mi única critica es que no lo haya sido todavía más—, su asunto es la lucha contra Anastasio Somoza en Nicaragua desde los coletazos letales de La Bestia herida hasta la victoria sandinista del 19 de julio de 1979. Como en otras ocasiones, además de ofrecer un rendimiento emocionado y fiel de su materia, a través de la escritura de La insurrección Skármeta despeja una problemática social y técnica que venía en él de atrás. Así, si en Tiro libre es donde dio el paso clave desde el relato de intención al de intervención política y si en Soñé que la nieve ardía ese mismo tipo de relato tiende ya hacia la épica, en La insurrección la épica es claramente la forma que prima. El por qué de este desplazamiento se encuentra en la índole del suceso narrado. Skármeta se administra en su tercera novela el gusto al que aspiró, pero que no pudo administrarse en la primera: el de contar la historia de una revolución triunfante. Es que para bien y para mal (más para mal que para bien, diría yo), la coyuntura chilena durante los últimos meses del Gobierno Popular se nos resbalaba. Era más esquiva, menos aprehensible que las macizas realidades de su parangón nicaragüense. De ahí que en tanto materia de novela esa coyuntura no haya llegado a dar nunca para la totalidad de una épica, sino tan sólo para la mitad o un tercio de ella. Por otra parte, en 1974, cuando escribió Soñé, Skármeta tampoco sabía con certeza hacia dónde lo iba a llevar su pesquisa de un arte irrespetuoso de la compartimentalización tradicional. Claro está, haber quemado entonces las naves, a la manera del visionario romántico, que se adelanta al tranco de la historia con la profética adivinación del porvenir, hubiera sido contradictorio de parte de un escritor que no cree en los brujos y para quien el presente es el tiempo esencial.
Es pues en La insurrección donde se completa el proceso que quedó trunco en Soñé. La línea esotérica brilla aquí por su ausencia y la burguesa está reducida a la historia de Agustín Menor (el apellido es justo. La historia de Agustín Menor es una historia menor, no obstante estar inspirada en «En familia», uno de los mejores cuentos de Cría ojos, el libro de Ariel Dorfman). El caso es que este Agustín de La insurrección es apenas la pálida sombra del Arturito de Soñé. En Arturito, el proyecto burgués existía con ímpetu, aunque a la postre se descompusiera y cancelara. En Agustín, el proyecto burgués es una broma absurda. Las milicias de Somoza le brindan una sinecura culpable, pero también ridículamente modesta. No hay para él, en él, en su destino, un horizonte de triunfos suntuosos. Arturito soñaba con estadios repletos. Agustín sueña con unas camisas de nylon, unos zapatos nuevos y un cartón de Winston. Termina en una muerte redentora, es cierto, pero una muerte que es menos una salvación que una salida decorosa del escenario en vistas de lo que no podrá ser de ninguna manera dentro del espléndido universo que la historia se halla a punto de parir. Es interesante además, dicho sea esto volanderamente, el vínculo de Agustin Menor con el capitán flores, cuya turbiedad, por lado y lado, aunque no del todo explicita, mima la turbiedad de la relación entre la dictadura y sus guerreros.
Nos quedamos entonces en La insurrección sólo con la línea épica en pie. Skármeta la trabaja a las mil maravillas, con un oficio que seduce y asombra. La componen una intriga colectiva, cuyo desenlace debe ser el incendio del comando con la ayuda de los habitantes de un barrio de León (léase de los habitantes de la ciudad, del país), y que después de abrirse inconspicuamente va creciendo y emergiendo desde la clandestinidad y en rigurosa consonancia con los avances de la vanguardia insurrecta, y un coro de cinco o seis intrigas secundarias. Entre éstas, las peripecias de Ignacio-guerrillero, que conectan vanguardia y pueblo, las de Leonel-poeta, que conectan vanguardia, pueblo, amor y poesía, las de la Vicky-victoria, codiciada por todos y alcanzada sólo por Leonel, pero después de haber probado el bardo su coraje en las batallas, las del cura tercermundista, que esconde a los compas debajo del altar, las de El Padre, las del cartero, las del peluquero, las de la mujer más vieja del pueblo, éstas objeto de la digresión más poética del libro, convocan imágenes poderosas y que ambiciosamente pugnan por sintetizar los múltiples frentes de la guerra. El pueblo nicaragüense todo, en los meses heroicos de la insurrección, desde septiembre del 78 hasta el 19 de julio del 79, cuando La Bestia ya había volado hacia Miami con la cola entre las piernas, es así sin duda alguna, el protagonista incontestable de las acciones novelescas.
Exige al menos un comentario adicional la forma narrativa. Pasa con ella como con la estructura del mundo. El oficio que Skármeta exhibe en un lado no lo desmiente en el otro. En Soñé, Skármeta había aprendido a contar en plural, a dejar que los personajes hablaran, a acumular voces y a combinarlas con el propósito de componer un coro sinfónico. Esa tendencia, que aparece en Soñé yo diría que por vez primera (de haber apariciones anteriores, no creo que sean relevantes. La narración sinfónica importa sólo en la medida en que se convierte en el vehículo de una idea y un sentimiento sinfónicos), alcanza ahora alturas de ejemplar virtuosismo. Incluso, y esto es importante porque supone una exploración más de Skármeta en las posibilidades de la intertextualidad (ya hablamos de su aprovechamiento del cuento de Dorfman. Además, el movimiento del foco narrativo recuerda al de La mala hora, de Gabriel García Márquez), uno de los capítulos, el XXV, es de Neruda. Llegado el momento de nombrar el fuego purificador, el que El Pueblo le destina a El Tirano, Skármeta no encuentra mejor modo de hacerlo que cediéndole a El Poeta La Palabra.
Después de la novela que acabamos de comentar lo que sigue es una pieza de teatro, Ardiente paciencia, escrita en 1982. Al cabo de lo dicho más arriba, a nadie le extrañará que Skármeta dramatice en ella los años postreros de la vida de Neruda: la candidatura de El Poeta a la presidencia de Chile, su embajada en Francia, su Premio Nobel, su regreso y su muerte entre el zumbido de los helicópteros y el silbar de las balas.[1]
Párrafo aparte (y obligatoriamente breve) pide el trabajo del escritor para el cine alemán, cuestión ésta sobre la que, no siendo expertos, sabemos sólo el mínimo de lo que hay que saber. Digamos en todo caso que su biografía cinematográfica empieza en 1973 con La Victoria (guión de Skármeta y dirección de Peter Lilienthal). La siguen en el exilio Es herrscht Ruhe im Lande (Reina la tranquilidad en todo el país, guión de Skármeta y dirección de Peter Lilienthal, 1975), Aus der Ferne sehe ich dieses Land (Desde lejos veo este país, guión de Skármeta, basado en Nopasónada, y dirección de Christian Ziewer, 1977), La insurrección (guión de Skármeta, de la novela homónima, y dirección de Peter Lilienthal, 1979) y Die Spur des VermiBten (La huella del desaparecido, guión de Skármeta y dirección de Joachim Kunert, 1980, R.D.A.), todas éstas realizaciones que se cuentan entre las más brillantes del joven cine alemán.*
[1]. Con el título Brennende Geduld, la pieza fue estrenada en Alemania Oriental, el 9 de junio de 1983, por un conjunto en el que colaboraron gente de las dos principales instituciones de formación de profesionales del teatro de ese país, la Escuela Superior de Educación de Actores (Hochschule für Schauspielkunst «Ernst Busch») y el Instituto de Educación de Directores (Institut für Schauspielregie) de Berlin, todo ello bajo la dirección de Alejandro Quintana Contreras. Posteriormente, Skármeta mismo dirigió una película basada en la pieza y que ganó tanto el Bastón de Oro (Premio del Jurado) como el Bastón de Plata (Premio del Público) en el V Festival du Film litigue et Latino-Américain de Biarritz, en septiembre del 83. En el mismo mes supimos que Skármeta había dejado listo el manuscrito de la novela.
•Bibliografía de primeras ediciones en español
El entusiasmo, Santiago de Chile, Zig-Zag, 1967. Desnudo en el tejado, La Habana, Casa de Las Américas, 1969. El ciclista del San Cristóbal, Santiago de Chile, Quimantú, 1973. Tiro libre, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973. Novios y solitarios, Buenos Aires, Losada, 1975. Soñé que la nieve ardía, Barcelona, Planeta, 1975. Nopasónada, Barcelona, Pomaire, 1980. La insurrección, Hanover, New Hampshire, Ediciones del Norte, 1982.
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Explicación de Antonio Skármeta
Por Grínor Rojo
Publicado en Hispamérica, Año 13, N° 37 , abril de 1984