Proyecto Patrimonio - 2020 | index |
Antonio Skármeta | Autores |



 







Chile 1989. Bretón en el Hipódromo

Por Antonio Skármeta

Publicado en Hispamérica, Año 18, N°53/54 (agosto - diciembre de 1989)


.. .. .. .. ..

Una de las mayores inquietudes que tenía al volver a Chile, era comprobar si la dictadura había deteriorado algo que para mí era un tesoro: la espontaneidad y el amor de los pobres hacia la cultura. Siempre me había fascinado el respeto que los trabajadores mostraban hacia los poetas, la curiosidad con que se le acercaban, la tímida sonrisa maravillada con la que pedían autógrafos.

Cuando en mis múltiples lecturas a lo largo de Alemania contaba de este talento de la gente pobre de mi patria, algunos auditores se maravillaban pero otros permanecían escépticos. Esta fluida relación democrática entre pueblo y poeta intenté expresarla en mi obra Ardiente paciencia. Allí un joven cartero de humilde origen, hijo de pescadores, entabla una relación y, finalmente, una profunda amistad con el poeta chileno Pablo Neruda.

Para algunos de mis lectores esta historia era una fábula, un cuento de hadas. ¡No podía haber adolescentes con pies descalzos y de profesión cartero, que anduvieran recitando poemas! ¡Por otra parte, no podía haber poetas que se interesaran en las aventuras de un carterito ingenuo y enamoradizo!

Yo me defendía de estas críticas como gato de espaldas, pues lo que para ellos podía ser leyenda, había sido en mis años de democracia en Chile total y absolutamente realidad. Un gran ingrediente de mi amor a mi país era la fantasía creadora del proletariado.

Llegado el momento de volver, me asaltó el temor de que todos estos años de represión hubieran coartado esa maravillosa virtud de mis conciudadanos. Debo confesar que ya en el aeropuerto de Santiago, me pregunté si durante mi exilio en Alemania no habría idealizado a mi pueblo, alentado por la nostalgia. Odio ser en alguna medida el protagonista de esta crónica que sigue, pero esta vez no puedo evitarlo. Sólo aclaro que lo que yo viví, puede haberlo vivido cualquier otro escritor en Chile.

El asunto comenzó en la aduana del aeropuerto cuando al abrir la primera maleta asomaron sus lomos asustados mis libros y videocasettes. El aduanero las indicó con un dedo feroz y dijo que todas esas casettes no podían ingresar al país sin ser antes vistas por la censura. El procedimiento era por tanto retener las casettes en la aduana, enviarlas al consejo de censura, y más tarde retirar de allí aquellas aprobadas. Puse cara compungida porque bien podía suponer que algunas de esas casettes no volverían a mis manos. El aduanero me pidió el pasaporte para iniciar el trámite de retención de las casettes. "¿Usted es el escritor Skármeta?" Asentí. "¿Usted es también director de cine?" Asentí. Me tendió una mano, que estreché sorprendido. El hombre cerró la maleta con todas las casettes dentro y me hizo una señal de que siguiera hacia la calle."Gracias" dije. "¡Cómo voy a dejar que le saquen sus travesuras!" se despidió.

Fue el primer episodio que me reveló que ser escritor conocido en Chile podía ser incómodo, pero que también tendría sus ventajas. Sucedieron muchas cosas en mi peregrinación por correos, aduanas, servicio de identificación (para obtener una nueva cédula de identidad, pues la mía era tan vieja que me daba pudor y vergüenza mostrarla: en la foto aparecía delgado y con selvática cabellera) que confirmaron mis sospechas. Lo que me inquietaba averiguar ahora era si la simpatía venía por el lado de ser un escritor y cineasta conocido cuya foto aparecía ocasionalmente en la prensa, o si el afecto venía de ser un escritor de izquierda que venía del exilio. La pregunta no era del todo intrascendente pues me podía orientar sobre el mapa político de Chile. Si todos esos funcionarios del estado me hacían la vida fácil, eso significaría que la oposición democrática estaba infiltrada en la administración pública y podía mirar con algo más de confianza el futuro. A los pocos días comenzó a crecer en mí la certeza de que en estas relaciones humanas era la solidaridad prioritaria. A menudo comenzaban los diálogos con "Señor Skármeta" y terminaban con "que le vaya bien, compañero."

Faltaba detectar si esta situación se extendía a las fuerzas armadas y a carabineros. Por cierto que no se me ocurría ningún camino para investigarlo. En un cocktail en casa del embajador alemán con motivo de los 40 años de la constitución alemana había visto al miembro de la junta de gobierno, el general de carabineros Stange, pero no me acerqué; estaba yo enredado en charlas con colegas periodistas que acababan de salir de la cárcel, entre otras cosas por "difamación de las Fuerzas Armadas". No a tan alto nivel, el destino me puso a los pocos días a un uniformado por delante. Aunque más bien debo decir a un uniformado por detrás.

El primer día de lluvia torrencial en Santiago las calles de los barrios cercanos a la cordillera se anegaron. Era un sábado, y tras subir un montículo de pavimento, una especie de breve montaña que los ingenieros ponen en algunas esquinas de tráfico peligroso para obligar a los delirantes conductores chilenos a moderar la velocidad, vi que allá abajo se extendía literalmente un río. La prudencia aconsejaba devolverse, pero el honor lo impedía. Detrás mío había ya una fila de automovilistas tocando sus bocinas, y preferí enfrentar las aguas turbulentas antes que sus sonrisas sardónicas por mi cobardía. Me sumergí en las aguas, floté con el Citróen, pero al ver que la avenida empeoraba me aparté a una calle lateral feliz de haber sobrevivido la experiencia. En medio de la lluvia torrencial me detuve frente a una luz roja. Tranquilamente detenido oía en la radio "Elle etait si jollie" cuando un violento choque desde la parte de atrás del auto me tiró varios metros adelante.

Tras comprobar que los pasajeros que me habían arrollado estaban vivos e intactos miré con melancolía la honrosa abolladura del coche que su ex-dueño, el doctor Silva MacKay, hubiera llorado con lágrimas metafísicas.

El chofer del auto agresor y su mujer se me acercaron con rostros pálidos.

—Perdóneme, señor —dijo—. —Me fallaron los frenos—.
—Tuvimos que atravesar una charca de agua, y seguramente los frenos se mojaron— explicó su mujer.

Los tres estábamos ante los restos de nuestros autos dejándonos empapar por la lluvia inclemente. A lo lejos se oían los ecos de bocinazos y otros choques.

—Apreté los fenos pero no funcionaron. No sabía qué hacer.
Entonces yo le dije: —"No tienes otra alternativa: chócalo"— contó ella.
—Gracias— farfullé.
—Por cierto toda la responsabilidad del accidente es mía— dijo el hombre.
—Estamos de acuerdo— le dije.

Entramos a los restos de su auto para intercambiar papeles. Por cierto que él no tenía ningún tipo de seguro. Y naturalmente que yo, recién llegado de Alemania, tampoco había contratado seguro. Me dio un papelito donde asumía la responsabilidad del choque. Le pregunté qué profesión tenía. "Soy capitán de carabineros" me dijo. Mientras yo digería esa información me pidió mi nombre y dirección. "Usted es el escritor Antonio Skármeta", exclamó la mujer. Y dándose vuelta hacia su marido le dijo: "Mira, negrito, Skármeta viene recién llegando del exilio". El hombre asintió seriamente y me dijo: "Venga a verme al cuartel donde trabajo. Estoy en la unidad encargada de tareas especiales".

Empapado, sentí cómo me sofocaba en el interior del auto. El Grupo de Tareas Especiales y sus vehículos significan en Chile las tanquetas y los carros lanzaguas con que se agrede a los manifestantes que en las calles de Chile luchan por la democracia. El capitán Fernández me palmoteó en el hombro y me dijo la siguiente frase que reproduzco sin comentario para que otros más lúcidos cerebros la computen: "Bienvenido a su patria."

Puesto que el ex-auto del Dr. Silva MacKay debe entrar en reposo obligatorio me quedo en casa secando mis pies junto a una estufa. El timbre me saca de ese calor y mis meditaciones. Dos amigos de la infancia, un poco alegres con el vino del almuerzo, han tenido "la inspiración" (dicen) de pasarme a buscar para llevarme a las carreras de caballos del Hipódromo Chile. Evocando pequeñas ganancias de nuestros días de adolescentes, que distorsionadas por el tiempo y el voluntarismo hoy se recuerdan como "fabulosas", proclaman destempladamente que esta tarde haremos "una fortuna". Estimulado por la pequeña catástrofe de mi auto, en el cual deberé invertir esos pesos que me faltan, pienso que quizás la llegada de estos apostadores es providencial y tras ponerme unos calcetines de lana secos monto al frenético auto rumbo al hipódromo.

No voy a fastidiar a mi público con el relato pormenorizado de cómo al cabo de una hora sólo me quedaba dinero para un café, mientras que mi caballo envuelto en una nube de vapor se alejaba a su pesebrera orgulloso de haber llegado penúltimo. Fui a tomarme el café al mesón del hipódromo. Antes debí optar por las dos clases de café que sirven en Chile. "Nescafé" o "café café". "Café café", the real thing, propagué. El mozo que me atendía, un chico de rasgos indígenas, de clásica extracción proletaria, fue a una esquina del bar a conversar con su colega, y en seguida ambos avanzaron hacia mí con la taza humeante.

—¿Usted es el escritor Skármeta?
—Efectivamente. ¿Y ustedes cómo se llaman?
—Waldo Cáceres y Ricardo Salcedo— se presentan.

Sonríen meneando la cabeza, y Salcedo que habla muy bajito, como para que no lo oigan, me dice:

—Yo leí Ardiente paciencia.
Y yo "El ciclista del San Cristóbal" agrega Cáceres.
—Cuando venga otra vez le traemos los libros para que los firme.

Somos interrumpidos en nuestro diálogo por clientes que piden cervezas. Resuelto ese trámite, Salcedo me dice inaudible.

—Nosotros somos fanáticos de la poesía.
"Neruda" pensé sonriendo, iluminado por este diálogo que confirmaba todo, absolutamente todo.
—¿La poesía de Neruda?— pregunté.
—También— dijo Salcedo, y bajó la voz una vez más —pero más que nada Baudelaire y Verlaine.
—Baudelaire y Verlaine— repetí.
—Pero más que Baudelaire y Verlaine, nos gustan los surrealistas.
—Los surrealistas— repetí. —Otro café.

Cuando llegó el nuevo "café-café" Salcedo y Cáceres se quedaron a mi lado mirando cómo lo bebía.

—Bien— dije. —Los surrealistas. ¿Pero qué surrealistas?
—André Bretón— dijo Cáceres.

Salcedo se puso a limpiar el mesón con un paño. Tendría unos veintidos o veintitres años. Mientras lo hacía no dejaba de mirarme. Luego dijo:

—Nosotros nos juntamos con un grupo, leemos poemas de Breton, y hacemos dibujos inspirados por sus poemas. Si usted nos permite, la próxima vez que venga le regalamos uno.

Ahora mi curiosidad de escritor primó sobre mi escepticismo hípico.

—El sábado estoy aquí sin falta— juré solemne.

Cumpliendo mi promesa, una semana más tarde, mucho antes de que naufragara con mis apuestas, me dirigí al mesón del bar, firmé dos libros con frases calurosas, y recibí un sobre tamaño DINA 4 que contenía el dibujo con lápices de colores. No era una gran obra, pero sí una obra surrealista. Un pianista tocaba una melodía, las notas de esta melodía constituían el cuerpo de una sirena, y de esa sirena se derramaban objetos dignos de Dalí. Debajo, con letras rojas, los señores Cáceres y Salcedo habían puesto la siguiente cita de Breton: "NO PERMITAMOS QUE EL MIEDO A LA LOCURA FRENE NUESTRA FANTASIA."

Volví a las tribunas donde mis amigos estaban absortos en el estudio de sus pronósticos.

—¿Cuál te gusta en ésta?— me preguntó uno de ellos.
—Bretón— respondí.
—¿Bretón?— No corre en ésta.
—Sí, corre— le dije.

Esa misma noche como con el cscritor Poli Délano, quien tras ocho años de exilio en México, volvió a Chile y ahora ocupa la presidencia de la Sociedad de Escritores. Me escucha pensativo y me retrueca:

—Hoy en la mañana fui a comprar estas ostras para celebrar con una buena cena tu radicación en Chile. El vendedor me preguntó si yo era Poli Délano. Le dije que sí. Entonces me pasó las ostras y me dijo que la próxima vez no necesitaba pagarle. Que me daría dos docenas de ostras cada vez en trueque por algún libro mío.

Esta vez soy yo quien sonríe meditabundo. De pronto me sacan de mi arrobamiento las gruesas carcajadas de Poli.

—¿De qué te ríes?— le pregunto.
—Del vendedor de ostras— dice.
—El pobre no sabe que llevo 23 libros publicados.

 

_____________________________-
Antonio Skármeta: Antofagasta, Chile, 1940. Fue docente de la Universidad de Chile y de otras instituciones hasta el golpe de 1973; residió en Berlín Occidental hasta 1989, año en que regresó a su pais. Ha publicado: cuentos: El entusiasmo, Desnudo en el tejado, Tiro libre, El ciclista de San Cristóbal, Novios y solitarios; novelas: Soñé que la nieve ardía, No pasó nada, La insurrección, Ardiente paciencia, Match-Ball. También ha trabajado en teatro y como guionista cinematográfico.



 

 

Proyecto Patrimonio Año 2020
A Página Principal
| A Archivo Antonio Skármeta | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Chile 1989. Bretón en el Hipódromo
Por Antonio Skármeta
Publicado en Hispamérica, Año 18, N°53/54 (agosto - diciembre de 1989)