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Antonio Skármeta

Entrevista de Jorge Lafforgue

Publicado en Hispamérica. Año 3, N° 7 (julio de 1974)



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En primer lugar debemos precisar tu "cronología básica". ¿Me podrías puntualizar entonces los datos biográficos más importantes?
—Antofagasta, 40. Antofagasta es un puerto del norte. Ahí la única cosa importante, además del puerto, es el desierto. Desde el punto de vista laboral, en el interior están las minas de cobre, y antes las minas de salitre; decisivas ambas para la economía chilena.

Contribuyo: la fecha exacta de tu nacimiento es 7 de noviembre de 1940; Antofagasta por su población es el cuarto núcleo urbano de Chile. ¿Cuál es la extracción social de tu familia?
—Abuelos yugoslavos; todos almaceneros. Yo vengo a ser la segunda generación chilena. Ya mis padres son chilenos; pero todos mis abuelos yugoslavos. Mi viejo se recibió de contador, y luego se dedicó a los negocios. Siempre sin éxito. Profesiones múltiples: nada definido.

¿Siempre en Antofagasta?
—No, no, ya en Santiago. Nos trasladamos allí cuando yo tenía unos siete años.

¿O sea que a partir de los siete años, viviste en Santiago?
—Sí; excepto tres años de mi infancia, entre el 49 y el 51, que pasé en Buenos Aires. Mis padres estaban buscando trabajo. Vivimos en una pensión del barrio Belgrano, en un momento en que había mucha gente del interior. En la pensión la mayoría había venido de Santiago del Estero.

Lo que me contás me recuerda el cuento "Relaciones públicas" de tu primer libro.
—Bueno, ese cuento describe lo que sentí, lo que viví en esos momentos. De esa época lo más interesante es mi primer trabajo: realmente tuve entonces que trabajar y, con lo que ganaba, aportar al sostén de la familia. Esa fue una experiencia linda; y organicé ya mi vida con muy poco esfuerzo, con mucha libertad.

¿En qué trabajabas?
—Repartía frutas. Trabajaba en una frutería que ahora se llama La Marina (pasé días atrás por allí). Me iba muy bien, ganaba muchas propinas y me inmiscuía en las casas de los ricos, porque era una zona de Belgrano bastante próspera. A la mañana trabajaba y a la tarde iba a la escuela pública Casto Munita. Nada más. Con las buenas propinas compraba historietas, almanaques, cancioneros con las letras de los tangos y toda la literatura infantil de la época. Me autoabastecía, compraba mis propias cosas.

Y a tu regreso a Chile.
—Cuando volví a Santiago no había barrio. Caí en un departamento de la zona central. Todavía seguíamos pobrísimos. Ahí viene una época más o menos dramática, porque estaba muy acostumbrado a la cosa porteña: a ser arquero de fútbol, a determinados amigos, a cierto tipo de sandwiches, todos esos hábitos. Así que me fui a buscar amigos por distintos barrios. Y comenzó mi peregrinación por Santiago; e hice amigos tanto proletarios, en los barrios proletarios, como de la clase alta, al otro lado de la ciudad. Iba a buscar amigos por todos lados. Ahora, te cuento cosas que creo que son significativas con respecto a lo que va a ser después mi literatura. En los distintos estratos fui buscando amistad; fui moviéndome así. Esto marca una diferencia, porque la mayor parte de la literatura chilena es una literatura casi enteramente de la clase alta o de gente que aspira a ser clase alta.

En ese momento tan particular, tan conflictivo de tu vida, en Santiago luego de 1951 ¿seguiste trabajando y/o estudiando?
—Bueno, ahí estudié en "El primer foco de luz de la nación", un monumento histórico que tenía fama de ser un gran colegio. El Instituto Nacional —así se llama— tiene un ranking de cinco o seis presidentes de la República, senadores, diputados, médicos, ingenieros y todo el brillo social. Estudié allí; y allí la única celebridad que tuve fue por los atrasos; vivía al frente mismo del colegio y era el tipo que siempre llegaba tarde. Ahí también es fama que tenía un gabán gogoliano, una gabardina inglesa heredada, que me llegaba hasta los talones. Y nada. Fui un tipo rebelde, arisco. Lo único respetable de ese bachillerato tal vez sea que en tercer año de humanidades, como a los catorce años, realicé un homenaje a Baudelaire en ocasión del homenaje a la muerte. Traje bailarinas amigas de un primo un poco depravado y las introduje en el salón de actos del colegio; hicimos una especie de danza ritual en que el demonio arrebataba una cruz sobre la tumba de Baudelaire, todo esto segregado por mi pobre, por mi propia cabeza. Se produjo desde luego un pequeño escándalo. Recuerdo que el profesor jefe me llamó la atención, diciéndome que estaban muy bien las actividades culturales, pero que había una cosa muy erótica en el espectáculo. Claro, porque había un tipo que tocaba "Dulce Francia" con un acordeón y aparecían los marineros franceses, más la cosa endemoniada de Baudelaire, todo el cliché, todo. Pero este episodio me valió también muchos adeptos, porque querían que les presentara a las minas que había llevado para bailar, que efectivamente estaban bien (recuerdo a una alemanita rubia muy linda). Me hice muy popular entonces como el tipo que había traído minas buenas al colegio, que incluso las había hecho bailar con unas mallas ceñidas que resultaban bastante audaces (audaces, aclaremos, para pendejos de catorce años y dentro de un colegio). A raíz de esto me gané la enemistad del profesor jefe, pero derroqué en un golpe de estado al presidente del curso, que era un tipo extremadamente burgués; y con el apoyo de la masa, que quería más actos culturales como ése, fui elegido presidente del curso: un reinado que duró seis meses.

Luego, en sexto año de humanidades, fui presidente de la Academia de Letras, una institución que en su tiempo reunía a las mejores plumas. Allí aporté también —en realidad en todas partes anduve aportando— un aire un poco jamesdeanesco, sobre el que ya ha escrito algún compañero de mi generación; es decir, una cosa informal, muy desatada, siempre en blue-jeans, siempre sacado de corbata y empleando un lenguaje soez para las cosas académicas. También en la Academia de Letras fui elegido en una riña muy estrecha contra otro candidato que significaba la cosa formal, rígida. Este reinado duró un año y también se caracterizó por el aporte de chicas del Liceo y otras faunas. La Academia funcionaba todos los miércoles a la tarde; se leía en esas reuniones cualquier tipo de poemas y se hacían críticas. Casi no hay escritor chileno que no haya pasado por allí. Dependía de un viejo que dirigía la biblioteca del colegio, una biblioteca importante; era un tipo muy sereno, muy noble, muy bien, que alimentaba todo ese fuego juvenil.

Concluidos tus estudios secundarios ¿qué hiciste?
—Bueno, ahí comienza la vida literaria. Más o menos a la altura de quinto año ya era muy buen lector, muy voraz, y tenía esa cosa adolescente de "aquello que no te da la realidad lo compensas con la ficción". Comencé entonces a enamorarme de determinadas actividades, determinadas actitudes, determinados héroes; era el momento en que se leía a Kerouac y a Henry Miller, de modo que había que hacer peregrinaje, por supuesto sin tener dinero, había que fornicar mucho, beber bastante y mantener fuerte el cuerpo. Detrás de esos mitos empecé entonces a agenciarme socios, con los cuales partía en viajes a dedo que nos llevaban a distintas partes del mundo. Digamos, la aventura por la aventura, aunque la aventura leída literariamente; así que vos entrabas a un restaurante, veías una botella de ketchup, tenías hambre, no quedaba más que tomarla; pero estabas pensando en el cuento de Norman Mailer donde sucede eso mismo. Todo era una enorme fusión, los hechos más insignificantes se llenaban... Mira, yo he vivido una época, desde quinto año del colegio hasta casi cuarto año de la universidad, de una irrealidad plena, de una pedantería enorme, de una voracidad por vivir, vivir la literatura, es decir, pagar con la sangre el gusto. Y en realidad esto llegó hasta la sangre: el cuento de Desnudo en el tejado, que se llama "A las arenas", es un episodio más o menos auténtico, donde dos tipos, que en el fondo somos yo y un amigo, vamos a Nueva York y debemos vender finalmente la sangre para sobrevivir y esta sangre que vendemos la gastamos en una sola noche escuchando a una cantante de jazz. Ese episodio te puede dar la temperatura de lo que era...

Quizá sorprenda un poco que llevaras esa vida mientras estudiabas en la universidad. ¿Qué estudiabas y cómo?
—Estudié una cosa siniestra que se llamaba filosofía. Bueno, estudié cinco años y fui el mejor alumno. Simplemente creo que me tocó una promoción mediocrísima. Porque yo simplemente leía los libros que había que leer, lo mínimo, y ya con eso alcanzaba.

¿Por qué elegiste filosofía?
—Yo le tenía mucho odio a los profesores de castellano; quería estudiar literatura moderna: la literatura era todo mi amor. Pero lo que había recogido de los profesores de castellano del colegio era para mí lo más alejado de la literatura; te repito: lo más alejado no era un ingeniero ni un policía sino el profesor de castellano. Así perdí cinco años miserablemente.

¿Por qué entonces no estudiaste ingeniería o te inscribiste en la policía?
—Porque a tanto no llegaba la pérdida de brújula. Además, tenía idea de que la filosofía iba a ser como una base para otras cosas; no sé qué diablos. Pero seguí consecuentemente, me titulé, me gradué. Siempre que comienzo cosas las termino, no abandono así por la mitad. Después tuve que recuperar mucho tiempo.

Bien, en 1963 te recibiste de profesor de filosofía. ¿Hacia dónde enfilaste?
—Me recibí y me fui. Comencé entonces con esa cosa tan sensacional que tienen los escritores que son las becas. Por aquí y por allá comencé a manosear becas. Fui a los Estados Unidos y en la Columbia University me gradué en letras; allí sí me volqué a estudiar literatura y me gradué. De ahí volví a Chile y comencé entonces a trabajar en la Universidad, que entre las opciones de trabajo que se me ofrecían era... bueno te confieso que lentamente me fue capturando. Ademas hubo una coincidencia generacional: un grupo universitario que estaba en la misma línea, todos teníamos una formación semejante, teníamos un ideal de la Universidad, determinado trato con los alumnos; de manera que eso fue muy estimulante.

¿Quiénes integraban ese grupo generacional?
—Bueno, ahí estaban Ariel Dorfman, Manuel Jofré, Carlos Santander...

Perdoná que te interrumpa, pero antes de seguir con Chile me interesaría que puntualizaras tu experiencia en los Estados Unidos, donde permaneciste entre 1964 y 1966.
—Allí estuve dos veces. La primera fui on the road y la segunda becado. Me tocó una época bastante descolorida, la del prehippismo. Lo interesante es que en ese momento comienzan a reclutar a los malos estudiantes, a los que tienen notas deficientes, para mandarlos a Vietnam. Comienzan entonces las primeras protestas, empieza a delinearse el movimiento estudiantil y surgen los primeros jóvenes rebeldes, ya una mezcla entre la cosa política y hippiosa; pero muy en ciernes. En verdad, el fenómeno todavía no era socialmente demasiado interesante sino para alguien que pudiera detectar lo que luego habría de venir.

Durante esta segunda permanencia ¿ya te acompañaba Cecilia Boisier, tu actual mujer?
—Si, sí.

¿Vos tenés dos pibes?
—Si. Dos: Beltrán y Gabriel. Ocho y seis.

Desde que regresaste en el 66 hasta el año pasado ¿permaneciste siempre en Santiago o más bien yiraste?
—Bueno, anduve. Pero fueron todas becas, invitaciones, cosas formales, por cortos períodos.

¿Y a la Argentina, a Buenos Aires...?
—Venía casi todo el tiempo. A cada rato.

Para rematar este largo repaso biográfico. ¿Cuándo saliste de Chile? ¿Por qué?
—Salí de Chile el 12 de octubre de 1973. Mi situación allí era la siguiente: tenía varios trabajos. En la Universidad de Chile enseñaba literatura hispanoamericana en el Departamento de Español; en la Universidad Católica dictaba un curso de técnica de la expresión, una especie de clases prácticas sobre técnicas narrativas; y también colaboraba en la editorial estatal Quimantú, como fundador e integrante del consejo de redacción de la revista cultural La Quinta Rueda. Después del golpe, desde el punto de vista laboral, individual, se me echa de la Universidad Católica por reestructuración de la escuela; en la Universidad de Chile las clases quedan suspendidas por un buen tiempo y se anuncia la reinscripción de alumnos; además comienzo a advertir que todos los profesores, que eran mis amigos y gente que apoyaba al gobierno de la Unidad Popular, aunque sin excesivos compromisos políticos, sin ser activistas, sufrían distintos percances que los obligaban a refugiarse en las embajadas. Muy pronto noté que todo lo que era el mundo académico iba quedando absolutamente desmantelado. Como yo tenía una invitación para ir a estudiar asuntos relacionados con cine a Alemania Federal y un permiso para el segundo semestre, en esas circunstancias opté por concretar la beca. Una beca que antes no hubiese tomado, porque estaba muy interesado en todo lo que sucedía en mi país.

Según tengo entendido vos militabas en el Mapu. ¿Qué me podés decir al respecto?
—El Mapu surge en 1969 como una escisión de la Democracia Cristiana que se radicaliza y contribuye a formar el frente de la Unidad Popular, que accede al gobierno en 1970.

¿O sea que vos antes militabas en la Democracia Cristiana?
—No. La mayoría de la gente que ingresó al Mapu no tenía partido y yo diría que estaban como a la espera de algo que respondiera al izquierdismo que todos profesábamos pero que aportara algunas perspectivas distintas a las de los partidos tradicionales. Se me ocurre que en ese momento para muchos de los que ingresaron —no por supuesto para nuestros proletarios, sino para la gente de la pequeña burguesía— el Mapu conformaba casi un grupo que se entendía bien generacionalmente, significaba una cierta apertura, un modo creador de leer el marxismo. Hubo desde luego mucho aporte de cristianos conscientes que comenzaban a entender los fenómenos sociales con gran ímpetu. El Mapu se divide en marzo de 1973 cuando un grupo asume posiciones ultra-izquierdistas y comienza a trabajar por un "polo revolucionario" que objetivamente aparecía como un elemento debilitante para el gobierno. Desde entonces yo quedo adscripto al Mapu Obrero y Campesino más consecuente con la línea unitaria y dialogante que caracterizó a la Unidad Popular.

Aunque se ha escrito mucho sobre el proceso encarnado por la Unidad Popular, quisiera sin embargo que me dieses tu propia versión del mismo, algo así como tu vivencia personal.
—Mira, mi imagen del proceso es la siguiente, y te voy a decir una cosa que tal vez te suene extraña. Yo no soy un tipo político; yo llego a la política simplemente por comprobar que de pronto los explotados comienzan a adquirir dignidad gracias a dos procesos que conozco. Uno es el proceso cubano —al cual me asomo cuando voy invitado para formar parte del jurado del Premio Casa de las Américas—, que al principio me sorprende y que luego voy entendiendo muy bien, y me sirve como una experiencia transformadora en mi vida. Después, viniendo ya a Chile, veo realmente cómo comienza a surgir un país, cómo la gente comienza a participar. Entonces me arrebata esa ola. Yo era bastante individualista, bastante preocupado por mis propias cosas; pero paulatinamente empiezo a emocionarme con ese movimiento, y luego a estudiar, a ordenarme en torno a las preocupaciones políticas.

Todos sabemos el espanto que ha significado el golpe de Estado chileno; ahora yo sólo quiero decirte lo que siento, lo que sentía: me siento como un demócrata, por ingenuo que pueda parecerte. La sensación que tengo, y creo que la comparte el 90 por ciento de mis compatriotas, es que en Chile había una democracia —se eligió un presidente y también un Congreso, votamos por diputados y todo lo demás— y que ella ya no existe. Por eso la sensación que tengo ahora es la de cualquier persona sensata en igual circunstancia: una sensación de haber sido estafado, de fraude. Voté un gobierno que luego apoyé, como lo hizo la mitad de la población, a la que podemos sumar otro porcentaje grande que eligió candidatos demócrata cristianos, mucho de los cuales están en posiciones progresistas; y de pronto no hay nada. Mi sensación es haber colaborado con la democracia más perfecta que he conocido, la más generosa. Salvador Allende me parece un héroe particularísimo: el hombre que hizo de la política delicadeza, decencia y humanidad, y que lo pagó con su vida. Durante su gobierno no hubo presos políticos, jamás se clausuró un diario, se emitieron todas las opiniones. La experiencia de la Unidad Popular se me hace poderosamente democrática y revolucionaria a un tiempo, en tanto sacaba a las masas postergadas y las iba poniendo en un primer plano.

Lo que yo tengo hacia esos tres años, desde un punto de vista muy personal, es un enorme agradecimiento por haber podido vivir una cosa tan hermosa, tan noble. Ya desde la dignidad de su derrota, nace el nuevo triunfo de Allende.

Desde El miedo es un negocio de Fernando Jerez hasta el vergonzoso Salvador Allende de Enrique Lafourcade —e incluyo en el trayecto tus cuatro cuentos de Tiro Libre, los de "El área chica"— entiendo que la producción literaria se hizo cargo del proceso político-social que se estaba viviendo. ¿O acaso me equivoco?
—Sí, hubo mucha obra ; muchos cuentos y poemas que jamás accedieron al libro, pero que circulaban. En cuanto a los escritores "oficializados" también hubo varias cosas. Por ejemplo, una novela-folletín de Guillermo Atías, que se llamaba Y corría el billete. En ella se contaba la vida de un obrero sin conciencia de clase, que era sobornado por sus patrones para hacer daño a la empresa estatizada, y que paulatinamente accedía a las posiciones correctas del proletariado, para terminar aniquilado por los gangsters a sueldo de los patrones. Una novela que, como el mismo autor dijo, era una novela-tabloide, cuyas intenciones panfletarias resultaban manifiestas. Hubo también un libro de Lafourcade, llamado Palomita blanca, que presentaba una especie de idilio entre un Romeo de la alta burguesía, que era un hippy estúpido, y una seudoproletaria, con esa visión característica que tiene toda la generación del 50 chilena del proletariado: una especie de lumpen idiota y feo. Es decir, que la novela no representaba nada, y se tejía una historia en que se adjudicaba finalmente el asesinato del general Schneider, que es un hecho político pensado maquiavélicamente, a un grupo hipioso. Para resumirte: un desatino manifiesto; pero de gran éxito comercial. En este momento no recuerdo otro ejemplo específico sobre el tema. En verdad, no se produjo una literatura considerable, pero en cambio estalló muy fuertemente en ese momento la canción popular, que alcanzó gran nivel con los Quilapayún, Payo Grondona, Charo Cofré, Tiempo Nuevo y toda la línea que siguió a Violeta Parra. Fue la respuesta más inmediata a todo lo que estaba sucediendo. Se dio también la respuesta de la pintura, con los murales callejeros que llenaron la ciudad. Ambos fenómenos fueron lo más vital. La cosa literaria específica creo que tiene que ir decantándose.

Me acabás de mencionar, a propósito de Lafourcade, a la generación del 50 e incluso apuntaste cierta actitud común deformante con respecto a su visión del proletariado; ya antes me habías marcado una diferencia entre tu obra y cierta tradición aristocratizante de la literatura chilena. ¿Me podés aclarar estos puntos?
—Sí, te dije que hay una fuerte tradición literaria de o que aspira a la clase alta. De allí que el tema recurrido y más consultado sea los entretelones y probablemente la decadencia de las capas burguesas-aristocráticas, un tema que a mí no se me dio naturalmente. Por ejemplo, pienso en todos los escritores de la generación anterior y en muchos de la mía, que se formaron en colegios de curas más o menos selectos, que tienen traumas religiosos (por ejemplo, una fuerte conciencia del pecado) y que están adscriptos a su clase y ven la realidad desde el punto de vista de su clase; en ellos incluso el lenguaje busca una tersura, cierta elegancia, cierta fineza en el decir. Creo que por eso, cuando aparecieron mis primeros libros, causaron en la crítica un impacto semejante a la de un tipo que hubiese puesto un caballo adentro de un salón de cristal. Esa era la impresión; y lo único que yo hacía era ser muy natural, y en ese sentido todos me sintieron como muy ajeno a la tradición literaria del país.

Claro que lo que vos decís no se podría aplicar a Manuel Rojas, por ejemplo; o a un escritor como José Miguel Varas.
—Se puede pensar en Rojas, o en Droguett. Sí, ellos cubren un mundo, ellos se adentran en el mundo del subproletariado, escarban en el lumpen. Pero el modo de abordar el personaje —que es de la pequeña burguesía, o entre la pequeña burguesía y el proletariado— siempre denotaba ... o el autor tendía a abordar ese tema desde una perspectiva de clase. Allí había una zona de nadie que ya estaba santificada literariamente, que había que tratar de cierta manera.

Y entonces rubricaron esa santificación los integrantes de la generación del 50; digamos, Donoso y Edwards.
—Sí, ellos dos y todas las mujeres que escriben en esa generación: María Elena Gertner, Mercedes Valdivieso, y varios muchachos que son más o menos de mi generación : Cristián Huneeus, Juan Agustín Palazuelo (que murió), Mauricio Wacquez, Hernán Valdés, muchos.

Te insisto con la llamada generación del 50, o sea con ese plantel de escritores que integran José Donoso, Guillermo Blanco, Claudio Giaconi, Enrique Lihn, Herbert Müller, Jorge Edwards y el propio Lafourcade, entre otros, ¿Cuál es tu juicio, tu apreciación global al respecto?
—En los últimos años he trabajado sobre todos ellos en la Universidad, con una tendencia al enfoque social. Sintéticamente, toda esa generación, que ha venido a aplicar las técnicas irrealistas de narración en la literatura chilena, tanto en teatro como en novela, me parecen movidos por una obsesión básica, que no es otra que la situación inestable de una burguesía que se siente desplazada, que siente que pierde su ubicación social, que se ve a sí misma como exangüe y al mismo tiempo como necesitada de rehabilitarse. De allí la ideología que sustenta casi toda esta generación. Aunque explícitamente ellos no lo manifiesten, producen una literatura con raíces reformistas. Muchas obras de Donoso y de Edwards, para citarte a los más grandes, así como en el teatro piezas de Vodanovic y de Egon Wolff, plantean la situación de personajes que, muy disgustados, verdaderamente angustiados, vislumbran la posibilidad de un cambio de estructuras y entonces dirigen su mirada hacia el proletariado. Pero éste es percibido desde el punto de vista de clase; es muy curioso ver cómo aparece en sus obras el proletariado: siempre es lumpen, hampón o una masa pesadillesca, que amenaza aniquilar el orden establecido al tiempo que se la percibe como una fuente regeneradora. Es decir, están en una situación de te quiero no te quiero.

¿Me podés dar algún ejemplo?
—Sí, creo que en Donoso esto se ve muy bien. En Obsceno pájaro de la noche se llega a un intercambio sexual, en el cual el aristócrata cede al proletario su mujer para que se la fecunde, porque él ya es estéril. Esto aparece también en una pieza de teatro como Los invasores de Egon Wolff. Allí los invasores entran en la casa, rompen las vitrinas, se apoderan de todo y comienzan a construir la sociedad socialista; pero qué son ellos: son tipos harapientos y estéticamente disgustantes. El mensaje que allí se lee es: "señores, lo que viene es una pesadilla; para que ésta no se ejecute, nosotros, los que tenemos la sartén por el mango, procedamos ya mismo, aliémonos con esas fuerzas y hagamos por lo menos que el fenómeno se mitigue." Y ésta es una inflexión reformista.

¿Podés explicitarme la caracterización de ese personaje soudoproletario al que has aludido ya dos o tres veces en el curso de esta conversación?
—Con mucha frecuencia, en la literatura chilena se tiende a glorificar como héroes a los seres marginales; abundan los parias, vagabundos, criminales, adolescentes perpetuos. Esta tendencia a glorificar al hampón, a confundir el proletariado con el lumpen, aparece muy clara desde Droguett hasta José Donoso. Los marginales son la fantasmagórica amenaza a la burguesía, la tan temida destrucción y paradojalmente la posibilidad de una catarsis, de una liberación del claustro burgués. Droguett endiosó la figura del asesino en Eloy, en Todas esas muertes, en El hombre que había olvidado; el criminal era el único ser que, sembrando el terror en la sociedad de retóricas, abulias, mentiras, podía poner en contacto al hombre con el terror y espanto originarios, que era el camino tendido por Droguett para recuperar la humanidad, una humanidad ya yerma. En Coronación, de Donoso, la exangüe figura del solterón asexuado reaviva ante la fuerza carnal de la empleada doméstica, oscilando entre el asco y la aversión, que lo hace terminar finalmente demente, como un voluntario prófugo de la realidad. Vagamente los hampones proletarios aparecen como una forma de barbarie inocente de la cual se puede esperar algo. En los nuevos narradores ocupados con temas sociales se advierte una tendencia, no siempre bien perfilada, a abandonar la figura mítica, heroica, del lumpen anarquista y a trabajar con seres menos alegóricos y políticamente más reales (como creo que es mi caso). Este intento, sin embargo, ha puesto su énfasis en los adolescentes y sus conflictos, personajes que por su misma inestabilidad se encuentran también en una situación marginal.

¿Cómo ves a estos nuevos narradores? Personalmente ¿te sentís incluido en un movimiento? ¿qué cosas compartís con ellos?
—Yo creo que el grupo generacional al que pertenezco se va a unificar muy fuertemente en torno a la temática, porque todos estuvimos metidos en ese barco que fue Chile entre el 70 y el 73. De modo que cualquiera sea el modo de aproximación, aunque difieran los medios, tendremos todos ese background común. Por ahora los encuentro tan disímiles: Poli Délano, Luis Domingues, Mauricio Wacquez, Carlos Olivares, Cristián Huneeus, entre otros, dan la impresión de un abanico muy abierto.

Persona non grata, de Jorge Edwards, y Confieso que he vivido, las celebradas memorias de Pablo Neruda, son, como bien sabéis, dos libros de escritores chilenos, de reciente publicación y con muy buenas puntas polémicas. ¿Qué juicios te merecen?
Persona non grata es para mí un libro de muy fácil lectura y lo que en él me interesa es el conflicto político, relacionándolo con lo que te señalaba recién. Se trata de una historia contada por alguien que está adscripto emotiva y absolutamente a una concepción de clase, una concepción elitista, de gran cultura y grupal, en el sentido de que sus preferencias son las de una burguesía sofisticada, bien que intelectualmente adhieran a postulados progresistas. Esa contradicción surge muy clara frente a algo, para ellos, tan esotérico como la Revolución Cubana. Si bien en muchos aspectos el libro me parece inconveniente políticamente y creo que puede hacerle daño a Edwards, no hablo aquí de culpa política. Sólo quiero connotar el fenómeno de alguien que entra en un conflicto emotivo ante una realidad que supera sus esquemas intelectuales. En ese sentido me parece un testimonio interesante. Como su propia piel, él lleva su conciencia de clase aristocrática, y así lo que Edwards ve no es Cuba.

En cuanto a las Memorias de Neruda, pienso que hay una equivalencia muy firme entre el espíritu de lo que fue la Unidad Popular y ese libro, incluso entre lo que ha sido la historia de Chile en los últimos cincuenta años y esa vida. Se me hace un libro de una extraordinaria flexibilidad ideológica, de una gran ternura hacia lo humano concreto y que permite trazar una correspondencia entre el final de la vida de este hombre y algo que en Chile muere de manera tan brutal. Me parece el libro de una persona a quien yo no conocí en vida, yo no le conocí a Neruda todos esos matices. Ese maridaje... una inocencia inteligente, incluso irónica. Siento un gran afecto hacia ese libro. Lo que más me asombra y me parece notable es esa especie de nupcias entre pueblo y poeta; es indudable que Neruda es el poeta chileno: ese modo de sentir, ese modo de percibir la naturaleza y las relaciones entre las gentes, y también esa bondad optimista, un poco suicida.

Bueno, dejemos ya la obra ajena y vayamos a la tuya propia. Aunque vos has escrito novelas, ¿por qué sólo publicaste cuentos? ¿por qué esa preferencia tan marcada?
—Soy un fanático devorador de cuentos. El cuento es el género que más me interesa, es algo vocacional. Luego, soy un lector impaciente; psicológicamente soy bastante ansioso, lo cual se traduce en la necesidad de trabajar rápidamente una opción, concretarla y despacharla. Lo que a mí más me interesa es el acto de escribir; el libro hecho y la corrección no me interesan; vivo intensamente la cosa física de estar ahí con la máquina. La corrección, que para otros escritores es una cosa muy linda, para mí es pesada. Creo además que el cuento es un género perfectamente digno. Novelas voy a escribir, por cierto. Te diría que es una cosa biológica, es el acto sexual más intenso y más breve frente a la sabiduría de buscar lo mismo por otras vías.

En tu escritura percibo una especie de progresión zigzagueante; quiero decir, desde los cuentos de El entusiasmo (fines del 67) a los de Desnudo en el tejado (con el cual al año siguiente ganaste el Premio Casa de las Américas) considero que hay un salto notable. Luego, en Tiro libre, que se editó en abril del año pasado, se hallan cuentos de factura casi tradicional junto a otros —como "Uno a uno"— que establecen una ruptura formal muy profunda. Veo entonces un trabajo del lenguaje a distintos niveles. Algo así como idas y vueltas. ¿A vos qué te parece?
—Esa pregunta me apasiona tanto que seguramente la voy a responder muy mal. Yo creo que lo que apuntaste obedece a una enorme contradicción interna: la seducción que tengo hacia lo real y la seducción que tengo hacia lo fantástico. Pero al mismo tiempo, una conciencia moral de no confundir los planos. Cada vez que algunos narradores me llevan al realismo pienso que me están engañando, que cada cosa tiene su lenguaje, que la fantasía tiene el suyo y la realidad el suyo; y que solamente escasos maestros han logrado detectar con concisión la magia y hacerla creíble en términos de realidad. Para citarte un caso, que es uno de mis favoritos, Malamud, fundamentalmente en los cuentos. O sea que tengo una escisión.

Ahora, con respecto al tratamiento, a los distintos niveles del lenguaje, yo siento una vocación en mí para ir hacia un lenguaje más experimental, más buscador; especialmente lo que siento en el acto de escribir es una cosa muy biológica. Mi inclinación natural es ir hacia la experimentación verbal más rica, pero al mismo tiempo me preocupa mucho el lector. Y esto ya es una cosa socio-estético-política, para llamarla de alguna manera. Siento que la realidad tiene su código y tiene su estructura de lenguaje, que es el de lo real, el de la calle, el de aquí, y que se da en el desarrollo lineal de determinados relatos o esa es la linealidad que las cosas mismas tienen. Cuando se habla de la crisis del narrador, de que ya nada se puede narrar y de que toda linealidad desaparece, pienso que la referencia es válida para determinados narradores. Pero la realidad me parece que obedece a un código de lenguaje aún riquísimo, aún accesible. De la misma manera, puedes escuchar las piezas de música más extravagantes y superexperimentales y al mismo tiempo puedes apreciar una buena canción de los Beatles o una balada tonta de Tony Bennett. Ambos lenguajes tienen dignidad. Y por eso siento que hay un poco de estrechez en la crítica al preferir en forma tan vehemente aquello que se da como una "onda" generacional, una onda en la cual yo evidentemente me siento cómodo muchas veces. En la crítica a mi obra he observado que siempre mis cuentos han sido leídos por mitades; me celebran mucho una mitad y me atacan la otra. Pero para mí todo eso es una contradicción real y eso me nutre. ¿Queda claro o muy galimático?

Quiere decir que...
—Me permites, tengo otra idea que puede ser abrupta: que ciertos narradores frasean su lenguaje aspirando a una literatura "liricista", que psicológicamente corresponde a un egocentrismo donde el narrador se identifica con un modo narrativo más que con el mundo, y que a la revelación del ser social y a la atracción hacia la masa corresponde casi naturalmente un modo de narrar más modesto, que capte las inflexiones ya no diría del habla coloquial —porque con el habla coloquial puedes hacer fantasías de todo tipo— sino, aunque no quiero emplear el término, de lo que muchos llaman la mediocridad. Entonces mi intento es acercarme a eso que podemos llamar "lo medio", lo común, con una perspectiva un poquito enaltecedora. Eso es lo que te quería acotar.

Vos hacías periodismo cultural en diversas revistas chilenas y ejercías la cátedra universitaria ¿no se te ha ocurrido rescatar en libro parte de ese trabajo o conformar un volumen de crítica literaria?
—Bueno, obra crítica tengo en el trabajo universitario. Ahí me pongo insoportable, una sesudez violentísima. Otra escisión más, si quieres. Si a mí me ponen en la onda académica, funciono en esa onda; si me ponen en un bar, bailo, me emborracho y grito; si me ponen delante de una mujer bonita, procedo. Me llevo bien con las circunstancias donde me meten. Hay una sola que es irremplazable: el Chile de la Unidad Popular.

 

 

Fotografía de Gonzalo E. Cáceres
@GonzaloECaceres




 

 

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