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Antonio Skármeta recordado en La Habana

Mauricio Wacquez
Revista Desfile, N°8. Viernes 8 de enero de 1971



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En 1959, Armando Cassigoli publicó una antología de cuentos "Cuentistas de la Universidad", que reunía obras de estudiantes de la Universidad de Chile, especialmente de la Facultad de Filosofía y Educación. Por ese tiempo yo aún no estudiaba Filosofía. Sólo al año siguiente, cuando entré a la Escuela, conocí el libro. Y a Antonio Skármeta. Ambas cosas coincidieron. También el hecho de que yo escribiera "pa´callao" y que Filosofía, la Escuela y todo lo que contenía, los compañeros y la importancia que nos dábamos, fueran para mí algo grande, el fin de una batalla de veinte años contra la gente que me quiso gerente o arzobispo.

En aquel tiempo todos creíamos estar destinados a emular a Husserl, por lo menos a Sartre. Éramos, por así decir, importantes, hoscos, amurrados, no se nos fuera a salir la risa "y ahí te quiero ver". Éramos tristes e importantes. Brillantes alumnos. También polémicos, revanchistas, rencorosos de sietes, de exposiciones reposadas y prudentes. Filosofía, entonces, era una escuela pulga. Mi curso fue el primero para el que exigieron examen de admisión. Cuatro gatos al fin. Recuerdo las tardes frías de invierno en el parque de la Facultad, en los seminarios de alemán. El tristísimo y único, bellísimo, invierno chileno. Y nosotros, envueltos en nuestras escafandras de individuos cultos y silenciosos, paseándonos como fantasmas.

Antonio Skármeta era para mí como el resto de mis compañeros. Cuando leí la Antología, lo miré de lejos. No me acuerdo ni del título de su cuento. Tampoco sé si era malo o bueno. Después -cuando se nos pasó la alfombrilla de la importancia- él me dijo que ese cuento era malísimo. Pero al principio no nos dirigíamos la palabra. Era innecesario. Antonio estaba en otro curso, más adelante, no teníamos los mismos profesores ni los mismos horarios.

Pero nos tocó pololear a la misma niña y las cosas entraron de un viaje por vías comunes, por silencios socarrones, por una enemistad cómplice e infiel. Nos hicimos amigos de lejos. Lo comencé a mirar mejor y no me gustó nada: ojijunto, displicente hasta el favor, enorme, poseía la cualidad de parecer una guagua crecida. El mirarlo y el saber cosas de él a través de nuestra común amiga, me permitieron valorarlo con la alegría despreocupada de la memoria canalla que no puede acordarse. Le metí una imagen como un gol: entre boxeador y Boris Vian, jazzista, cultivando un vitalismo jamesdeanesco, una adolescencia aún mal instalada entre los labios como una papa caliente. Y eso era lo que más me repugnaba: yo, hijo de ser-para-la-muerte, creía que todos en este mundo éramos impotentes y que Tom Jones era dieciochesco, pasado de moda, y que había que "acostarse temprano para llorar" y leer la Náusea, me parecía intolerable el desenfado de Antonio, el desparpajo sin memoria que demostraba frente a nuestras angustias.

En fin, me pareció que Antonio Skármeta estaba equivocado, jugando  a ser un personaje literario entre Capote y Saroyan, descangallado como un jugador de béisbol, masticando chicle, detestable, insoportable. Claro que ahora sé que yo también, como él, estaba equivocado; si el estar equivocado es tener veinte años y leer mucho.

Antonio leía a William Saroyan. Hasta el punto que el malvado Palazuelos (el primero de nosotros -la Novísima Generación como la llamó José Donoso- que se murió riéndose de nuestro desconcierto) lo llamó "representante oficial de Saroyan en Chile". (Como Luis Domínguez lo fuera de Faulkner, Carlos Morand de Arguedas -de Arguedas, ¿te das cuenta? gritaba el malvado-, Patricio Guzmán de Bradbury, yo de Camus). Representante oficial de Saroyan. Y en verdad bastaba intercambiar dos palabras con Antonio para escuchar los trenes que atraviesan Norteamérica de noche, los gestos simples, el amor simple y la traición entre blanco y negro, para ver las barandas, las blancas barandas de las casas del Sur y las puertas, las ventanas con rejillas contra las moscas de Dear Baby o La Hermosa Gente. Antonio transpiraba Saroyan. No podía impedirse -y no se impide aún según parece- hablar del ídolo. Pero yo sabía algo más. Yo sabía -siempre a través de nuestra común amiga- que el leía a Borges. Y que (Antonio) era un escritor de genio. "No como tú" -decía la harpía para volverme loco. Leía a Borges y yo sin saber aún que Carlos Fuentes que Cortázar, que... bueno, me resignaba a ese diálogo de peces al que estábamos condenados, Antonio y yo.

Pero crecimos. Mejor decir: dimos un estirón. De repente (la intermediaria desaparecida) nos vimos conversando sobre mi primer libro. Con una delicadeza difícil de encontrar en Chile, Antonio se acercó a hablarme. Que esto, que aquello... recuerdo la conversación en bloque. La recuerdo deliciosa, inteligente, amistosa, consoladora. Lo que no sabíamos los dos era que éramos amigos desde hacía tiempo. En silencio: la amistad del cómplice o del héroe. Era en 1963. A fines de ese año se instituyó el premio CRAV de Literatura comenzando con el género cuento. Antonio ganó el segundo premio. Él primero lo ganó una amiga mía con un cuento "no muy famoso" como diría mi padre. Tiempo después me prestaron el libro. Y las babas me ahogaron.

La Cenicienta en San Francisco era de tal maestría que no quedaban dudas sobre el robo del primer premio. Se lo dije a Antonio y a todos los que me quisieron escuchar. Pero sobre todo a mi amiga, la ganadora.

Antonio se revelaba. Y de esa manera encandilante y sorpresiva. Como un lumazo. Qué le iba a hacer. Me convertí en su propagandista. Porque a pesar de su  calidad, Antonio no existía aún como escritor. Casi no había publicado (siempre en antologías) y yo era tomado en cuenta porque dos libros míos me daban "derecho a conferencia".

Lo que más me asombraba era la multitud de actividades que él desplegaba. El grupo teatral de la Facultad, CADIP, existía como un nombre cuando él se lo apropió. Yo algo había oído de que Antonio escribía teatro. Escribía teatro y hacía teatro; y ganaba premios en teatro. Hasta la fecha le llevo contados cuatro premio de cuento y dos de teatro. Y sé que me quedo corto. Los de teatro los ganó casi al mismo tiempo, uno en Chile y el otro en USA. Premios que coincidieron con un premio de cuento. Por eso me pareció lo más natural este premio de Casa de las Américas. Me dije: a caballo viejo no le enseñan mañas. Pero volviendo a lo del CADIP, siendo director, actor y representando a Calderón, Antonio con su grupo arrasó con los premios de un Festival de Teatro Universitario en Valparaíso. Lógico: premio como Director, premio como actor. En fin...

También el grupo representó a Saroyan. Porque si se quiere encontrar una clave en la literatura de Antonio Skármeta ésta debe tener que ver con William Saroyan, con el mundo simple (¡y qué complicado!) de este escritor, con la buena voluntad y el sentido de la relación humana que pueblan su obra. Antonio Skármeta tiene grandes amigos y es un hombre de buena voluntad. En la síntesis Saroyan-Skármeta debe haber una reunión de cómplices, un mundo asumido, una palabra solidaria que se relaciona con el amor y la nostalgia. Lo cortazariano que hoy vemos en Skármeta se injertó como un velo de humor sobre una estructura de base en la que la voz de Saroyan predominaba sobre las demás. Aunque no sobre la del mismo Skármeta. Todo el mundo escribe desde una literatura o desde la Historia de la Literatura. Lo importante es lo que Skármeta hace con los elementos dados, cómo su propio mundo se organiza con los pases y los driblings de Saroyan y Cortázar. La manera cómo en "Desnudo en el Tejado" se juega con lo que Sartre llama "los momentos perfectos" (felicidad, ensoñación, cursilería), quebrándolos en cuanto aparecen, es eminentemente cortazariano. Hay ahí un pudor comprometido; se diría que los personajes son cortos de genio. Cada vez que un personaje se otorga algo se abandona a un momento de debilidad. Skármeta se lo arrebata como una humorada. Tuve la impresión de que alguien (sin duda alguna el autor) estaba mirando y dirigiendo los momentos del relato, dosificándolos, me pareció que Antonio no se dejaba comer por sus personajes. El Entusiasmo es en este sentido más espontáneo, más fresco, los personajes juegan menos. Pero es menos maduro que Desnudo en el Tejado. La cosa de la sabiduría, que le dicen.

Un soplo de hot dogs, pop korns y tarros de basura en calles de números, sin cielo, se siente siempre en sus cuentos. Un vértigo que contiene trenes subterráneos y departamentos rancios. Pero sobre todo la juventud, luminosa e irreemplazable, que lo aclara todo, por la que todo se redime, se allana y no se malogra. Literatura cotidiana, de la nimiedad, de situaciones que apenas se ven de chicas y que se mitifican y que Antonio Skármeta salva por la palabra calibrada, la ternura y la confianza en las cosas que nos transmite. La adolescencia es el tema de Skármeta, su marginalidad y su impotencia, su "vida otra", tan parecida a esos estados clandestinos como son la santidad o la locura. El final de los cuentos es lo menos pomposo posible para que así el transcurso total quede como una medida segura y aplomada. Esto es voluntario. A veces se tiene la impresión que se cansó de escribir y que lo dejó ahí, como se deja un amor en un aeropuerto. Pero esa vida, ese amor, se deposita en el lector de manera inequívoca, como una piedra.

Y Santiago, ese Santiago movido, innecesario, injustificado aún en los corazones, nace como una neblina, con un aroma de talleres y de calles de otoño, de desesperación liceana. Todo es actual, robusto y repentino, "como un vuelo de palomas". Ahí están los hechos: las huelgas que vivimos, los seres que quisimos -la Mistral, Manuel Rojas, los que odiamos- demagogos de derecha e izquierda, la música que en distintos lados escuchamos, la misma música. Las groserías, sin las cuales no seríamos chilenos. Un concierto de D´Arienzo con Mozart, de Zane Grey con Madame de Lafayette. Y Jacques Brel y la Rucia; signos cabalísticos de una memoria secreta, derramados sobre el papel para que los interpretemos. Me consuelo pensando que nosotros sí que sabemos, más que los franceses. No nos sale mal cuando barajamos un charquicán de Lully, Quinta Avenida y Cerro San Cristóbal. Nos pertenece todo, "y tendrás tu propia repugnancia, tu conciencia latinoamericana, tu traje barato..." También aquello que no nombramos, sintiéndolo: la sofocación del entrepiernas, los "muslos calientes", la rubia "brillosita". Y el amor, el insoportable amor al pie de la cordillera, doloroso como golpes de lija.

No quiero hacer un análisis de los cuentos. Quiero sí mostrar de manera impresionista una arista de Antonio Skármeta, la arista mía. Juntos nos recibimos el año 65 y juntos hicimos las maletas con nuestras becas bajo el brazo; él a Columbia y yo a París. Al volver, diplomadísimos, nos nombraron profesores en la Facultad casi al mismo tiempo. Antonio había, creo, abandonado el grupo heideggeriano y orteguiano en el que se formó. También se había casado y tenía un hijo. Un día nos encontramos en la Escuela y me llevó a conocer a su heredero. Después de todo ese tiempo yo podía mirar a mi amigo con otra perspectiva, que era como reflejada, mutua, dolorosa de vernos tan poco niños ya. Antonio había echado cuerpo (más todavía) y hablaba en medio de una calma no imaginada en aquellos años de artista cachorro Me hablaba de una novela que escribía, "La Celebración". Como después partí a Europa no pude saber los progresos o regresos de este libro. Jorge Edwards me prestó en París El Entusiasmo y conociendo a Antonio no me sorprendí del título. Lo define tanto. Muestra hasta qué punto este deportista de la literatura, este acróbata que juega a ensortijar amarguras risueñas, es lo que siempre pensé que era: un vitalista diabólico, lleno de inteligencia, de humor y habilidad.

Desnudo en el Tejado me confirma una leyenda interior, me produce esa desesperación sofocante que sólo producen algunas obras: la de sentirse plagiado. Me imagino que al terminar el libro sentí el deseo inexplicable de haber querido, yo mismo, escribir esos cuentos.

La Habana, noviembre de 1969



 



 

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Por Mauricio Wacquez
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