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Tiempo
y Amor en "Orillas de Tránsito" de Antonia Torres
Por
Javier Bello
"Cyberhumanitatis"
no. 30 / 2004.
¿Has medido el tiempo de tu corazón?
Diana Bellessi
Contar una historia, contar una historia
de amor como se cuenta el tiempo que pasa. Contar una historia como el tiempo
destila sus cuentas y se desangra en gotas, estrellas mojadas por una lluvia sin
nombre, una lenta precipitación donde vemos brillar nuestros restos, sin
más tiempo que aquel accidentado y constante fluir que somos nosotros mismos,
desde un lugar que no es ningún lugar hacia un sitio sin duración
ni sustancia, el territorio extenso de la muerte. "Una gotera viva/ desangra
las estrellas// De cuando en cuando/ Las horas maduras/ caen sobre la vida",
escribió Vicente
Huidobro en "Horas", uno de sus Poemas árticos, adelantando,
creo yo, el transcurso de corrupción que elabora Antonia Torres
en Orillas de tránsito.
Como Huidobro, Torres afina sus instrumentos,
las palabras, observando ese tránsito ciego, esas orillas clausuradas que,
en el libro que ahora presentamos, sólo pueden abrir los ojos ante la irradiación
del amor. Pero el amor, como una vieja historia, también termina por abandonar
los ojos amantes y entre dos orillas, la voz se pierde en un destino sin luz.
Entonces, otra vez, contar la historia: cómo se desangra el amor, el tiempo
del amor cómo muere, qué queda del amor, cuánto del amor,
a dónde va, en cuál cauce de cuerpo o lenguaje, escondido en el
tiempo como una cantidad que al deshacerse va dejando una huella: "La cuenta
regresiva/ para entrar al cielo".
Contar, medir, definir, precisar
los pasos del amor entre dos sueños, son correspondientes formas verbales
de los gestos contemplativos que en estos poemas traza la mirada. La obsesión
de la memoria al revisar los objetos y los seres en busca de una forma amorosa,
es un intento, creo yo, de reconocer los lugares vacíos del amor y declarar
su abandono, un abandono que muchas veces reclama otra perspectiva y una nueva
insistencia: ¿es la mirada la que ha abandonado al amor o es el amor el
que se escurre en la pausa?
El poema que abre este conjunto -digo conjunto
para destacar el carácter unitario, no de colección de poemas, que
exhibe Orillas de tránsito- reproduce un momento fundacional en
esta poética de Antonia Torres, donde el tiempo se deposita como un pelaje
sobre ingrávidos lechos de piedra sosteniendo los cuerpos del comienzo
del amor, hora inocente y paradisíaca marcada por la creencia en la reiteración
infinita de una estación de tardes soleadas, donde el espíritu de
la naturaleza se arrodillaba ante el tiempo presente de los días de cada
uno de los enamorados y donde el paisaje interior se correspondía con el
exterior, un clima salido de las almas que transformaba el mundo. El tiempo mítico
une el "entonces" y el "ahora" en una continuidad que alimenta
el comienzo del amor, un tiempo medido en besos.
Contar la historia, contar
los besos: como en el célebre poema de Catulo que comienza con el verso
"Vivamos, Lesbia mía, y amemos" y se continúa de la siguiente
manera: "dame mil besos, luego cien,/ luego otros mil, por segunda vez cien,/
después hasta otros mil, luego cien.../ luego cuando sumemos muchos miles,/
los confundiremos para no saber,/ ni para que algún maldito pueda envidiarnos/
cuando sepa que son tantos besos." Al igual que para el hablante del poema
latino, el saber y no saber, el confundir el tiempo que se cuenta, resguarda en
el poema de Antonia Torres al amor de su propio tiempo y de la amenaza ajena,
cumpliendo de ese modo "la promesa adolescente": la fundación
en la voluntad de construir un paraíso.
Ese paraíso, tiempo
y luz de verano, encuentra cabida también en el verso citado de Antonio
Cisneros: "altas yerbas rozándonos las orejas". El roce, la sensualidad,
las orejas como metonimia de un cuerpo sexuado, eros aurífero en la paronomasia
gongorina, presentan este tiempo de los tiempos como una Edad Dorada. La construcción
verbal "entonces, como ahora" declara la encarnación del tiempo
mítico en el momento del relato. Así, en estos versos el mundo es
escritura y éste se revela en la lectura. El sol permite descifrar los
signos bajo el cerezo. La sombra del otro "prepara el verano y la casa que
vienen", los futuros de la pareja humana. La lectura se transforma luego
en escritura. El tiempo de la espera se mide, como antes en besos, en una lluvia
de pétalos que cae sobre el cuaderno de la hablante. La expectativa del
sol, la apertura erótica de los girasoles, el "germinar (de) la maravilla",
en todo su despliegue de sentidos, acusa una sujeto preñada de futuro.
Otro
gozne de la sintaxis del poema, la forma verbal "ahora quizás",
tiende un puente por medio de la paráfrasis hacia un texto de Enrique Lihn,
poeta cardinal entre los antecedentes líricos de Antonia Torres. Sin embargo,
la autora transgrede la partitura lihneana: "Ahora que quizás, en
un año de calma,/ piense: la poesía me sirvió para esto:/
no pude ser feliz, ello me fue negado, pero escribí". La escritura,
en tanto constitución del mundo, es todavía en los versos de Torres,
al revés de lo que sucede en el poema de Lihn, una práctica coincidente
con la felicidad: "ahora quizás/ en estos meses de calma/ pueda decir:
fui feliz".
Sin embargo, la voz narrativa establece ya en el tercer
verso del poema la distancia y sospecha sobre lo representado: el "parecíamos
creer" da cuenta de una memoria olvidada desde el punto de la narración.
La conciencia de la escritura y la lectura, rasgo que recorre transversalmente
el poemario, es ejercida por una metaforización constante del proceso.
La escritura hace posible el recuerdo de lo narrado, pero relativiza su realidad
por medio de la activación del relato del sueño: junto al reposo
de la escritura y la lectura, aparece el dormir, la siesta, como paralelo alternativo.
El
discurso de Antonia Torres es siempre conversacional, tal como escribe Clemente
Riedemann en la contraportada del libro, pero los modos que utiliza le dan una
intencionalidad subyacente que profundiza y perspectiviza la superficie dialógica,
doble efecto propio de la autora desde su primer y precoz poema, "El espejo
verde". Demás está decir que los recursos orales comparten
valores si no equivalentes, al menos de contigüidad alternante con las citas
y paráfrasis, hipercultismos en el artificio que sostiene la apariencia
de estos poemas. En ellos no son el habla privada, ni el habla cotidiana o de
la calle, las que despojan a los elementos de toda suntuosidad y grandilocuencia,
sino es el mismo rigor intelectual que elimina las junturas entre el discurso
propio, la paráfrasis y la inclusión de las citas.
En el
segundo poema del libro la forma verbal "dijiste" tiene ya un matiz
de reproche que se activará a medida que la relación narrada vaya
incubando la cercanía de los cónyuges como una enfermedad. Si el
otro es un libro, se acentúa la isotopía mayor de la lectura del
mundo, ahora del cuerpo como un poema. La lectura supera en este texto la acepción
de simple proceso exegético hasta alcanzar la condición de adivinación
y desciframiento: el cuerpo del otro como una cifra dificultosamente legible,
encriptada, cuya cercanía permite obtener letras y números. Fragmentos,
en fin, de un cuerpo que la hablante reconstruye a su voluntad como un mapa, un
portulano donde dar ubicación y orden al comienzo de un viaje en que ese
mismo cuerpo es alimento, el viaje desde la fundación hacia el adónde.
Después del recorrido de las selvas y las planicies del cuerpo, el cuerpo
mismo permite reunir los datos del mundo en sus confines, "resolver puzzles
existenciales", dar sentido por medio de la descripción.
Si
el cuerpo reproduce el mundo y las constelaciones, tal como creía Charles
Fourier, nos encontramos ante la fe en las correspondencias y la visión
del mundo como una analogía a la que la sujeto tiene acceso por medio de
la escritura y lectura del poema: la contemplación del universo como un
libro infinito. Pero Antonia Torres agrega a esto un matiz, un viso destructor
que resulta un adelanto al resto de los poemas: el cuerpo del otro es documentado
como una constelación de estrellas fugaces, por lo tanto, su doble, el
universo, es un sistema sometido a caducidad que anuncia el destino del deshacimiento
del amor, ese "destino unívoco" que conducirá a los amantes
a la oscuridad y al encierro.
También en el poema "Las secretas
costumbres" hay un recorrido del cuerpo y una vez más ese recorrido
es la narración de la historia común de los amantes: el matrimonio
no como una convención estable sino como un viaje cuyo punto fijo es el
constante regreso a (re)conocer lo que se conoce. Esta interminable llegada de
los viajeros -sabiamente vislumbrada por Antonia Torres en la cita de Pavese-
nos presenta el matrimonio como una aventura constante: rutina de lo permanentemente
nuevo, novedad de la rutina. Esta paradoja revela, creo yo, como el ojo que se
asoma a una grieta o un cruce, la fisura fundamental que la autora intenta zurcir
a lo largo de Orillas de tránsito, en tanto los poemas se hacen
eco de un discurso propuesto por el consciente de la sujeto que es contestado
espejeantemente, en los momentos más reveladores y complejos del libro,
por el inconsciente, que otorga espesor y arquetipo a esta palabra en apariencia
cristalina, narrativa, conversacional, oral.
El matrimonio es el lugar
voluntario, más tarde obligatorio, del que da cuenta el discurso dentro
del discurso, en boca del otro consorte: ""existimos para acompañarnos/
alimentados de la ilusión/ el pan del amor conyugal"". Por medio
de estas palabras donde el sujeto sí parece saber lo que dice, una de las
partes debe recordar al otro-olvidado del sentido de la unión, revelando
así la conciencia sobre lo ilusorio de ésta misma. La comunión
del pan y el lecho en la casa conyugal -lugar protector y al mismo tiempo encierro
viciado- y la desaparición paulatina de la unión paradisíaca
originaria, convierte el lazo matrimonial en una alianza obligada por la voluntad
de ese mismo discurso ante el vaciado del amor y la amenaza del afuera.
El
montaje que la sujeto realiza del otro obedece en esta alianza, creo yo, a la
función positiva de la dualidad fundamental del instinto humano "agarrarse
a/ desagarrarse de", según lo propuesto por Patricio Marchant en su
artículo "El árbol como madre arcaica en la poesía de
Gabriela Mistral", pero el mutuo "agarrarse" no se corresponde
con una necesidad del deseo de alcanzar una unión dual que trascienda el
individuo sino al terror de perder con la juntura el mundo construido por la sujeto.
El desarrollo de las imágenes de unión que de maneras cada vez más
bizarras denota el aislamiento de la pareja respecto al mundo, incluso a su mundo
privado, dominará el sentido primario de este motivo a lo largo del libro.
Agarrados,
aferrados uno a otro como un leño de naufragio que abrazara a un pecio
perdido, cito: "encaramados/ uno al otro como arañas a la pared",
los amantes encarnan el continuo enrarecimiento del espacio interior en la crisis
matrimonial y la sujeción al vínculo totémico necesario/obligatorio
por medio de la construcción discursiva. Sustitutos cada uno del árbol
materno del primate, la necesidad de contar adquiere así un sentido nuevo:
si el mundo está hecho de lenguaje y las palabras cargadas de la voluntad
o el propósito del que las usa, la intervención por la palabra,
la conversación, el contar la historia no como es sino como debe ser, organizará
el mundo según esa premisa. Hechizo, conjuro, adivinación del sueño,
trabajo de arañas: si la vida es un tejido de historias, tejer una podrá
cambiar el destino. El discurso que les recuerda a los cónyuges el sentido
de su unión, puede aplazar el fin de la vida permitida, la única
posible bajo el signo del matrimonio. La ilusión del sueño común
se rompe, presentando a dos sujetos separados por el tiempo de "siglos de
biografía,/ siglos de identidad, siglos de soledad", que sólo
pueden elaborar el sueño común de sus vidas, también soñadas,
mediante el apremio de lo obligatorio, su "deber ser" para que la existencia
continúe.
La conversación ahogada en la oscuridad de la habitación
se transforma en el poema "Pláticas" en el bostezo de la sala
de cine que se vacía, la boca abierta del tedio que expulsa a los amantes
y a su diálogo. La metáfora del espacio en blanco, característica
de la escritura en la página, ocupa la zona que media entre ambos, cito:
"un vacío, un silencio, un no lugar". El vacío en la conciencia
amorosa de la escritura de la relación conyugal, se transforma en un baldío,
sitio eriazo del matrimonio que acumula "hiedra/ basura/ o crímenes".
La narración, la historia del mundo concentrada en la historia conyugal,
el código universal constreñido y quebrado, el cuerpo de dos así
como el cuerpo de la ciudad, acumula elementos indeseables a los que el espacio
intermedio da cabida, sitios que la obsesión escriturante, el delirio interpretativo
o la histeria, no alcanzan a revestir; pese al control compulsivo de la palabra
conciente, las presencias que habitan fuera del marco, del encuadre, cruzan los
tabiques e invaden el contorno de la focalización poética.
De
esta manera, las conversaciones se esconden, se reprimen, son desplazadas al trasfondo;
aquello que no se desea habitará cajas, el espacio inferior de las camas,
los desvanes. Lo que no se quiere ver, en fin, las palabras que no se desean ni
decir ni oír, adquieren la forma de un ataúd y sus hábitos,
los ritos del enterramiento. Ocultar lo desplazado consiste en enterrar lo que
se supone muerto, pero que puede reaparecer en cualquier momento, amenazando desconfigurar
el "ahora" por medio de la aparición del tiempo del "entonces",
esta vez un tiempo oscuro. La imagen del hueso, que simboliza tradicionalmente
lo unitario, profundo y verdadero, no puede ser roído por el "perro"
-conciencia, culpa- de la sujeto. El hueso del amor es sustituido por el poema.
La obsesión, la compulsión ante la crisis de la unidad sostenedora,
debe ser sepultada para que el inconsciente -la tierra, el tiempo de la muerte-
haga su trabajo: pudrir lo muerto-vivo y hacerlo renacer transformado.
En el poema "Año cero" la cuenta regresiva del tiempo continúa
en la escena de año nuevo. Es el plural del "nosotros" el que
destila, se deshace en lluvia, gotas, alcohol, mientras los mismos sujetos se
descomponen en ello. Todo el paralelismo sostenido estrofa tras estrofa va marcando
la necesidad del sujeto plural de escapar del peso, del paso del tiempo en la
búsqueda, oscura, subterránea de un destino diferente; un constante
husmear, hurgar, excavar, para hallar un refugio, una madriguera, diseñar
un viaje persecutorio que configura un descenso donde los personajes pretenden
abrir la oscuridad. El sudor de las camisetas como manifestación del rencor
acumulado por la biografía personal se traduce en el paisaje en obstáculos:
piedras, polvo, suelo irregular, en fin: tropiezo y caída. La celebración
imita un episodio alquímico, transformador, y mediante la fogata, los conjurados
intentan desaparecer el pasado, construir un sendero para por fin enfrentarse
a una acumulación de tiempo: el día purificado. La purificación
por fuego va acompañada en este poema por una profanación: levantar
la mortaja al enterramiento, a la momia, abrir la escritura y su debajo, su envés,
otra vez tensa en la imagen del tejido: "(…)levantarle el tejido al día/
recorrer sus cisuras, soplar entre sus rendijas/ quietito allí/ como dormido/
para alzar de pronto la vista del libro/ y asegurarse que ya no moriremos esa
noche".
Por los visillos de la escritura no sólo se puede mirar,
también respirar, vivir. Vivir por un tiempo. El nuevo año, el nuevo
siglo, el milenio que empieza, se vuelve amenaza, se hace el dormido -momia es-
indicando el peligro, peligro de muerte. Se destila miedo, se baja el túnel.
¿Miedo de quién, de quiénes? El nosotros se transforma en
asesinos que huyen perseguidos por linternas y perros hacia un refugio. ¿Huyen
de su propia luz?, ¿asesinaron sólo el tiempo, el día, el
año?, ¿o también a ellos mismos? Las hierbas ya no rozan
las orejas de los amantes recién nacidos en el paraíso fundacional,
sino las piernas de estas figuras de terror, viejas como el año viejo,
persiguiéndose a sí mismas. Si esta memoria da cuenta también
del recuerdo de los años de asechanza política, es la memoria la
que persigue a los celebrantes dentro de su propia conciencia, por más
que intenten "espantar los muertos del siglo". Se apura el paso, el
tiempo, el relato del tiempo, para ingresar a la guarida que es "al fin/
el nicho perfecto/ el nido horizontal", donde se morirá y se incubará
la gestación del futuro nacimiento. ¿Quiénes son, tras la
fuga, las momias vivas? Por ahora sólo formas humanas en un nicho, que
despiertan con la ilusión "en cero, cero y/ cero".
El
poema "Amparo", nombre del refugio nacido de la búsqueda del
refugio, reemplaza la necesidad de atar el amor, por el cordón umbilical
que amarra a la madre y su tiempo de espera al centro de la tierra, al centro
del mundo. La gravidez de la madre, la gravitación de la tierra, la levitación
de esta especie de Buda, convierte en ombligo la sede de la nueva unión,
el lugar donde reside el ser del sujeto femenino. La madre, un Midas, puede preguntarse:
¿la alquimia del nuevo estado podrá convertir el amor en mineral
y fijarlo? Por medio de la excavación del cuerpo descubre vetas, un tesoro,
un centro duro, inmóvil. Sin embargo, también se cuenta el transcurrir
del alimento a través del cordón. Otra vez el tiempo. Desesperanzada,
la hablante deposita en su interior los restos de la pareja, "los residuos
de la propia biografía". Luego del pasajero sustituto del cordón
umbilical, el beso en el pecho del amor nutricio reemplaza al amor conyugal. Madre
e hija, "como los enamorados", se dan amparo en la lactancia, "el
beso más buscado": cada una dibuja el rostro de la otra. Su unión
dual, arcaica y primaria, construye una identidad femenina sin la necesidad de
la triangulación paterna.
Los "Patios" son representados
como espacios semicerrados/ semiabiertos que protegen el juego de hermana y hermano,
una protección en la oscuridad, donde el sol apenas entra. El crecimiento
vegetal de lo oscuro y su condición de lápida sepulta la fugacidad
de la niñez, anuncio de las "sucesivas muertes" que los hermanos
enfrentarán en el afuera. De este modo, el crecimiento interno es una resistencia
ante la amenaza exterior: luego será tumba, pero mientras tanto refugio.
El patio de la casa, la propia o la del vecino, logra transformarse en la casa
del Padre, la casa de Dios. También hay terror en los patios, terror de
esa oscuridad, de la presencia de los adultos y de la fuga que representan hacia
afuera, un exterior que es transgredido en tanto tal por la presencia del sueño:
no se escapa del juego a la realidad, sino a su paralelo irrealizador. Indefinida,
ambigua como la memoria, la escritura recuerda sólo a destellos, igual
al tamiz de la luz en el patio, intentando tomar forma entre los muros que alejan
a los intrusos. Juego de la rayuela: hacer propio el espacio, lanzar pesos en
cancha rayada. El juego del luche -"saltos y números", corporeidad
encifrada- se transforma en "la cuenta regresiva/ para entrar al cielo":
un juego para aplazar la muerte.
La muerte es también el nudo de
sentido que organiza el texto que, en mi opinión, es el ejercicio mayor
de Orillas de tránsito. El mar separa los hemisferios donde transcurren
las dos escenas primordiales que ocupan la trama del poema. De un lado la muerte
del padre y del otro la unión conyugal de los deudos, ambos fijos en la
contemplación del tiempo que se escapa bajo la forma de la tarde. Si la
presencia del Padre es un paralelo de la permanencia de la luz solar, la muerte
prematura del día es el adelanto de su tiempo. El tejido se ha oscurecido,
la escritura de bruma no deja ver, porque el Padre, luz de día, ha desaparecido,
y porque la voluntad se cubre los ojos con un velo para no contemplar aquello
que no se debe, aquello que no puede ser: la desaparición del tótem
de las familias. La pareja, anciana ante la pérdida de la vida, el paso
sangrante del tiempo, asume la forma de "unos viejos campesinos alemanes"
que cierran las persianas al mundo frío, abandonado de Padre, para vivir
un luto donde las lámparas reemplazan la luz que muere y donde las ofrendas
son poemas humeantes, leños al fuego, alfabeto que arde, lenguaje del dolor
de los hijos.
La angustia de las preguntas se hace sentir entre estrofa
y estrofa: ¿hacia dónde va la luz, el tiempo que se escapa?, ¿recibirá
el Padre el humo, la ofrenda de las palabras quemadas?, ¿esta luz que muere
se corresponde con el destello que expira en el otro hemisferio?, ¿hay
un sitio en el universo donde vayan a parar los sueños que nadie vive,
las palabras nunca escuchadas, las ofrendas que ninguno recibe, las plegarias
que nadie contesta?
Si el Padre es luz, su realidad corpórea sólo
puede ser metaforizada por medio de la figura del Hijo, "manos y pies taladrados".
"La heredad no es sólo materia", sino también dolor y
odio, dolor y odio del Padre depositados en los hijos, redimidos por el sacrificio
de la Cruz. El muerto puede contar sus huesos, narrar su tiempo, lo inamovible
del tiempo, en la Cruz, mientras los hijos, ciegos centuriones, se sortean la
túnica. La pareja es reemplazada nuevamente por los hermanos, vástagos
del tronco del padre que se ha cubierto de hiedra, de la Cruz que se ha transformado
en árbol. Escena de la Crucifixión, escena de la Piedad y la Última
Cena. Leño de la Cruz que da de comer, Árbol que alimenta con el
dolor de Cristo, Cristo Madre en la proposición del antes citado artículo
de Patricio Marchant. En fin, rostro de Cristo: "rostro de culpa y madre/…/rostro
del padre muerto", escribe Antonia Torres en el penúltimo poema de
Orillas de tránsito.
En el poema dedicado a Jorge Torres,
la constatación del tiempo es constante, la distancia espacial es medida
intensamente por el gotear de las imágenes en los versos que separan las
estrofas. Sin embargo, las distancias de los mundos -Alemania, Sur de Chile; ciudad,
campo- se acortan. La pareja se disfraza para devolver la colonización
del Sur al país de origen. En el "viaje inverso" portan consigo
los elementos necesarios para remedar el refugio familiar, así como los
inmigrantes alemanes llevaban las herramientas necesarias para reproducir el pueblo
natal.
Sin embargo, las herramientas de la hablante, una galería
de retratos, no son capaces de reproducir nada; sólo pueden dibujar un
simulacro de la comunidad que ofrece amparo, de los rostros que otorgan y resguardan
identidad. El retrato, motivo reiterado en este libro de errancias de Antonia
Torres, es una instantánea que intenta fijar el tiempo de los rostros de
los familiares lejanos o desaparecidos. Otra forma de contar, pero estática
y por momentos extática. Contar siempre lo mismo y reiterar la cuenta hasta
el infinito. Hacer presente lo ausente por medio de la insistencia. La compulsión
de la guarda ante el paso del tiempo, se resuelve en la imagen fotográfica
de un "equeco de la historia".
La identificación del retrato
con el rostro mismo, en el poema que sigue, cito: "Un rostro es el rostro/
del hambre y el miedo/ el retrato de la niñita que está por nacer/
su estampa futura en el lápiz de un artista callejero", predestina
el fruto del nacimiento como desolado simulacro del dolor, que subsiste tras la
guerra del matrimonio y los fragmentos de la familia. El reemplazo de lo perdido,
parece no redimir el futuro: "El rostro es la foto que sacas en medio del
tumulto,/ entre tus cosas,/ escarbas/ el tesoro como botín de guerra//
y lloras."
La escena que cierra el poema dedicado a Jorge Torres,
comparece desde una fotografía: "La foto reproduce una tarde feliz:/
el río entre niños y perros./ Una pobre orilla de playa a la que
nos obligaba/ el verano en la ciudad y su desierto." El buceo de la infancia
en el agua de la memoria de una Valdivia oxidada, reproduce el movimiento de inmersión
de la figura mítica del padre "en aguas de lo antiguo", las aguas
del final y del origen. La memoria confunde los tiempos del presente y de la imagen
fotográfica y por medio de una final unción, devuelve al padre al
vientre del tiempo. El río, símbolo del transcurso de la vida, "oculta,
aún hoy, el sonido de la muerte".
De alguna manera, el poema
que cierra el conjunto, parece hacerse cargo, en tanto discurso consciente, de
la aparición de lo reprimido. La pareja que despierta en medio de la noche
por la pulsión premonitoria, se incorpora a los ritos de la comunidad a
observar el caserón que arde, el desastre, aquello que se alzó bajo
la forma del fuego. Junto al retrato de grupo, siempre en el mismo lugar, el río
que se asemeja al tiempo: "La noche atrozmente iluminada por la belleza de
una hoguera/ al lado, el río comunitario que nos ata al siglo y sus luces,/
pasa como un ahogado pensativo, flotando,/ asido al lomo de la historia."
Este fluir constante, dormido-despierto, muerto-vivo, cadáver y pensamiento
a la vez, intenta reconciliar, al cierre, la fisura que aqueja a Antonia Torres
en este inquietante y condensado libro. La imagen fluye y es contemplada, y ante
la aparición de lo inesperado, la conciencia para de contar. El tiempo,
entonces, convertido en instante, salta de su condición cotidiana, lineal,
mensurable, sin abandonar su movimiento y su ligazón con la historia: "La
escena es atemporal/ como pudo ser cien años atrás". La pareja
es, por fin, parte de los celebrantes del misterio, e intenta, junto a ellos,
recoger los signos, "para interpretar así, entre todos, el vaticinio".
¿Qué vaticinio? Después del incendio, la purificación
final, definitiva en tanto figura mítica, imagen participada en la conciencia
individual y la del grupo, la historia de la pareja puede comenzar otra vez su
andadura hacia la Historia, descifrando nuevos signos esparcidos sobre el suelo,
sobre la página que la poesía de Antonia Torres comienza a explorar
desde estos versos.
Si el transcurso temporal es, en un sentido, el paralelo
necesario del amor que desangra gota a gota a los amantes, su reverso es aquel
que sus huéspedes han olvidado al fondo de la casa, han ido a tirar en
los baldíos, detrás de la conciencia. En un poema titulado "Este
amor", Jacques Prévert escribió algunos versos con los que
quiero cerrar esta lectura de Orillas de tránsito, libro que permite
entrever un re-comienzo: "Podemos olvidar/ Y después volvernos a dormir/
Despertarnos envejecer sufrir/ Volvernos a dormir/ Soñar con la muerte/
Despertarnos sonreír y reír/ Y rejuvenecer".
Santiago, 22 de abril de 2004