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Adelanto editorial: ‘Ensayos malogrados (Resabios sobre la muerte voluntaria)’
de Alejandro Tarrab

Publicado en http://m.excelsior.com.mx/

 



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Ahorcarse reiteradamente

El suicida no es bienvenido en el espacio de lo sagrado. Su cuerpo no debe, bajo ningún motivo, descansar. Su alma no debe liberarse. Habrá que arrancarle la mano a ese cadáver, cercenarlo, arrancarle la mano con la que dio el último lance. En la Grecia antigua se hacía esto y la extremidad se enterraba aparte. Lejos.

El cadáver del suicida es un despojo, no debe sacarse por la puerta delantera, habrá que defenestrarlo, trasladarlo boca abajo para que su alma no ascienda y se ahogue. Para ello, se le pueden sacar también los ojos y rellenarle las cavidades con paño oscuro. Mutilar el cuerpo, castigarlo, arrancar la cabeza que formuló ese atentado. Mutilar también el alma, en caso de que haya un alma, de que en este cuerpo-despojo quede algún vestigio de aliento.

El suicida no debe derramar sangre, lo dicta el libro de los Salmos. Si así lo hiciera, la tierra, el polvo adamah, se tornará en un páramo, en un yermo infecundo. Ante una tierra así, mancillada por la violencia, los viajeros perderán la orientación, perderán el sentido.

El cuerpo informe de este abyecto, violento contra sí, deberá abandonarse en un cruce de caminos para desorientar a su espíritu. Sobre su cabeza se colocará una roca de gran peso. Mi deseo es que no regrese. Otra alternativa apunta hacia un estercolero o muladar distante, en cuyo caso el cuerpo deberá arrojarse con los ojos hacia el suelo, siguiendo la unión e intersección de los elementos comunes (teoría de conjuntos): fimus et fimus.

Los suicidas no tienen nombre, lo dictó Luis XIV y se confirmó durante años, ad perpetuam rei memoriam, los suicidas no tienen tierra ni familia, mueren intestados, no tienen bienes, no tienen rostro, no tienen lengua ni designio, jamás los tuvieron. Sus familiares, al menos por tres generaciones, serán castigados, vejados. Deberán olvidarlo todo.

Los habitantes del lugar en donde alguna vez vivió este proscrito deberán ver y escarmentar. Para ello se les mostrará en la plaza pública la cabeza del suicida ensartada en un garfio, el suicida colgado de cabeza, el suicida ahorcado reiteradamente: colgar al insano que abrió con fuego su cabeza, colgar al ahogado, al loco, al hinchado por veneno o por agua, colgar al enajenado, al despeñado, penderlo, colgar al ahorcado una y otra vez con saña, tirar de esa cuerda.

Niños y ancianos, todos, deberán humillar este cuerpo suspendido y olvidar continuamente su nombre. Sobre todo eso, relegar su nombre el mismo número de veces que cuelgan su cuerpo. El muerto no es suyo. Que no permanezca, mi deseo es que no regrese, que no trascienda.

El suicida no es bienvenido en el espacio de lo humano, el suicida es un malogrado. Fimus ad perpetuam. El suicida no es ni deberá nunca, bajo ningún motivo dictado por lo humano o por alguna/cierta fuerza desconocida, oscura o celeste, real o imaginaria, ser.

 

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Alejandro Tarrab (Ciudad de México, 1972). Poeta y ensayista. Ha publicado los siguientes libros: Siete Cantáridas (2001); Centauros (2001); Litane (2006); Degenerativa (Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, 2009); Caída del búfalo sin nombre. Ensayo sobre el suicidio (2015), y Ensayos malogrados. Resabios sobre la muerte voluntaria (2016). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al portugués, al francés, al checo y al serbio.



 


 

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