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LA NACIÓN EVOCADA: CRUCES EPISTEMOLÓGICOS ENTRE ESPACIO Y MEMORIA
EN LA LITERATURA CHILENA CONTEMPORÁNEA[1]
THE RECALLED NATION: EPISTEMOLOGICAL CROSSINGS BETWEEN SPACE AND MEMORY
IN CHILEAN CONTEMPORARY LITERATURE
Antonia Tatiana Torres Agüero
Universidad de Los Lagos
atorresaguero@gmail.com
Publicado en POÉTICAS Revista de Estudios Literarios. vol. III, N° 3, 101-117
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RESUMEN
PALABRAS CLAVE {Poesía chilena, Narrativa chilena, Espacio, Memoria, Postdictadura}
La poéticas tanto líricas como narrativas de la literatura chilena postdictatorial representan algunos de los objetos de estudio más interesantes y complejos desde el punto de vista político para pensar la sociedad chilena contemporánea, heredera de las transformaciones sociales y culturales de la dictadura. En general, dicha literatura ofrece resistencia al proyecto consensual, amnésico, acrítico, homogeneizador y neoliberal de la nación chilena tras el pinochetismo, permitiendo el surgimiento de nuevas formas de comunidad por vía de la articulación del espacio y la memoria.
ABSTRACT
KEYWORDS {Chilean poetry, Chilean narrative, Space, Memory, Post dictatorship}
Lyrical as well as narrative poetics of Chilean post-dictatorial literature represent some of the most interesting and complex objects of study, from a political point of view, for reflecting on contemporary Chilean society, the inheritor of social and cultural transformations from the Chilean dictatorship. Generally, this literature resists the consensual, amnesiac, uncritical, homogenizing, and neo-liberal project of the Chilean nation after Pinochet, allowing new community forms to arise through articulations of space and memory.
ESPACIO, MEMORIA E IMAGINACIÓN
Las tensas y hasta contradictorias relaciones entre las nociones de espacio, memoria y nación han tenido un campo especialmente fecundo en términos teóricos y estéticos en la poesía y la narrativa chilenas de postdictadura. En este contexto, el rol político de la literatura en tiempos de transición democrática ha mostrado su productividad crí- tica tras los intentos institucionales por reformular el proyecto nacional. Una de las principales razones por el interés histórico y político de la llamada literatura de la «Transición chilena» la constituye el que ésta haya ejercido una de las principales formas de resistencia a las políticas oficiales de la memoria y de la reconstrucción histórica de los gobiernos democráticos en su afán «normalizador», consensual y de estabilidad con el pasado. Por otra parte, desde un punto de vista político, el problema de la memoria vinculada al espacio resulta insoslayable toda vez que consideremos la categoría espacial como fundante de un orden topográfico como la nación, orden basado, por ejemplo, en términos de un «dentro» y un «fuera» (exclusión e inclusión) y cuya legitimidad histórica encuentra uno de sus principales correlatos en los necesarios rituales de una comunidad y una memoria colectiva que confirman, cada tanto, su pertenencia a un «territorio imaginariamente limitado» (Anderson).[2] No obstante, tras los aportes de los estudios postcoloniales, esta idea tradicional de espacio parece estar de baja y comienzan a cobrar sentido nociones como la de los «espacios transnacionales» (Appadurai), más cercanos éstos últimos a las nuevas formas de ciudadanía y/o pertenencia nacional extraterritoriales, propias de la globalización, por ejemplo. Por lo tanto, revisar la poesía y la narrativa chilena recientes desde el punto del vista del espacio y su relación ética y estética con el problema de la memoria postdictatorial supone la revisión de varios de los conflictos «post» de la sociedad chilena: el Chile globalizado y desterritorializado de los textos de Alejandro Zambra; la puesta en cuestión de lo nacional frente al «problema» mapuche en Verónica Jiménez; la niñez dictatorial en algunas de las obras de Alejandro Zambra, Andrés Anwandter y Leonardo Sanhueza; la ciudad como un delirio en Rodrigo Olavarría, el fracaso del proyecto nacional hegemónico en Nona Fernández, etc. El presente artículo quiere revisar, bajo este punto de vista, las obras de algunos de estos autores, intentando identificar y caracterizar los mecanismos de producción simbólica de la memoria (nacional/privada) y sus respectivas representaciones espaciales. En este sentido, el carácter político de la mayoría de las poéticas postdictatoriales chilenas es innegable, particularmente si se atiende a la preocupación y al tratamiento que llevan a cabo de ciertas nociones claves del proyecto re-democratizador, como son las de nación, memoria, comunidad, identidad y espacio. A través del análisis de algunos ejemplos intentaremos demostrar de qué manera una cierta literatura chilena actual constituye un intento por repensar dichos conceptos —especialmente el del espacio— con miras a una apertura estética y política que permita la configuración de nuevas formas de comunidad, memoria y pertenencia.
EL «GIRO ESPACIAL» :
¿DESDE DÓNDE SE EVOCA LA MEMORIA?
Si consideramos el concepto tradicional de espacio (moderno, euclidiano, positivista, mensurable, políticamente cerrado) asociado a la nación, lo comprenderemos como una noción topográfica. Es decir, una territorialidad limitada, capaz de contener tradiciones, particularidades y rasgos de diferenciación; en donde el espacio posee la propiedad de proporcionar patria o pertenencia.[3] Sin embargo, tras el «giro espacial» de las ciencias de la cultura de fines del siglo XX, el espacio ya no es concebido como una ontología (territorio dado), sino como una producción social y cultural. Es decir, el espacio como experiencia de sí mismo, más que como una realidad dada. Una experiencia posible de ser producida, reproducida y representada estéticamente. Luego, espacio y memoria son un binomio que se ha articulado entre sí tradicionalmente cuando se ha querido dar cuenta de la historia. Como observa Ricoeur, la doble mutación de tiempo y espacio presente en la declaración explícita del testimonio «Yo estaba allí» es significativa en la medida en que «el aquí y el ahí del espacio vivido de la percepción y de la acción y el antes del tiempo vivido de la memoria se hallan enmarcados juntos en un sistema de lugares y de fechas del que se elimina la referencia al aquí y al ahora absoluto de la experiencia viva» (191). Allí es donde, agregará el filósofo, la geografía incorpora el espacio en la temporalidad de la historia y surgen nociones como el «lugar de memoria» (memoria colectiva vinculada a lugares consagrados). De este modo, los espacios poseen una suerte de historia tópica, razón por la cual en ellos recordamos tanto acontecimientos colectivos como personales, así como también constituyen una especie de soporte de inscripción de dicha historia. También Maurice Halbwachs reparó tempranamente en la relación entre memoria y cultura, tanto a nivel individual como colectivo. Esto es, la necesidad de que los recuerdos y, por lo tanto, el ejercicio de la memoria tenga marcos sociales (grupos) que contribuyan a reconstruirla: «Es en este sentido que existiría una memoria colectiva y los marcos sociales de la memoria, y es en la medida en que nuestro pensamiento individual se reubica en estos marcos y participa en esta memoria que sería capaz de recordar» (9), afirma el sociólogo francés. Desde este punto de vista, la memoria, como se ha sugerido más atrás, posee una dimensión espacial que estaría vinculada frecuentemente a una experiencia común o grupal. Si bien el espacio, entonces, posee una realidad geográfica e histórica innegable, no por ello constituye una noción inmutable y fija, como lo sugiere la idea cartesiana, cuantitativa, homogénea y geométrica de éste. Para observar de qué manera es producido estéticamente este espacio en la literatura chilena reciente, revisaremos aquí algunos ejemplos que nos parecen claves.
La edad del perro (Random House, 2014), la primera novela del hasta ahora poeta Leonardo Sanhueza (1974), está organizada como un relato biográfico, en primera persona, cuya ciencia o conocimiento de la historia contada está articulado desde la perspectiva de un niño en dos momentos distintos de su vida: a los 9 y 10 años de edad (1ª y 2ª parte, respectivamente), época que coincide con años claves para la dictadura pinochetista. La memoria personal del narrador elabora aquí una narración en donde no hay juicios sobre la historia, sino más bien el relato de sucesos que son contados tal como quedaron grabados en la memoria infantil. La instancia de enunciación es una excusa narrativa que le da «perspectiva» al niño-narrador para contar su historia desde una cierta «altura» metafórica: el techo de su casa mientras junto a su abuelo (aquí, figura compensatoria de la ausencia paterna) repara la techumbre previniendo un temporal inminente. Una distancia y una altura que crean la ilusión omniabarcadora del espacio y la memoria que éste guarda. El tejado y su altura funcionan así como un paréntesis de la realidad, un «coto» en dónde descansar y pensar la historia personal y colectiva: «Estoy sobre el techo de mi casa, en cuclillas, trabajando junto a mi abuelo, que martilla arrodillado. Es un lugar oscuro y transparente, cubierto por nubes rojas y negras. Aparte de eso, no pasa nada. Las historias suelen ocurrir en las casas, no sobre ellas» (13). Es decir, el niño-narrador necesita situarse en un tiempo (presente de la ficción) y en un espacio otro. Un «afuera» donde no «pasa nada» porque las historias, advierte, suceden en un «adentro». De este modo, ya desde su apertura, la novela instala la necesaria exterioridad (así como una velada ulterioridad temporal) del ejercicio enunciatorio de la memoria. La infancia provinciana y dictatorial debe ser evocada, entonces, desde un presente y espacio «otro» (el futuro del niño) que está implícitamente sugerido en el tipo de lenguaje adulto y las reflexiones que articulan el texto. Lo propio sucede con la muerta-narradora de Mapocho (Uqbar, 2013) de Nona Fernández, quien narra la historia de su familia y la de su comunidad desde el interior de su propia urna (suerte de heterotopía de desviación, en términos foucaultianos), mientras flota río abajo por el río que da nombre a la novela. El narrador de Alameda tras las rejas (Calabaza del Diablo, 2010) de Rodrigo Olavarría, en tanto, se desdobla del «yo» de la enunciación para intercalar el relato (un diario de vida) con una tercera persona que cuenta la historia de la escritura del libro que tenemos en las manos: «Este libro se abre con la imagen de alguien que escribe. ¿Qué escribe? ¿Qué dice? Veamos por encima del hombro…» (7). Al igual que el paciente que debido a un trauma necesita de una hipnosis o autosugestión para evocar lo vivido, estos narradores se ocultan tras la voz de otro (un niño, una muerta, un tercero) para trasportarse en el tiempo y traer a la memoria los recuerdos tal como fueron experimentados. Por ello la infancia parece ser un tiempo (y un espacio) útil a muchas de estas poéticas para desde allí contar la historia sin contaminarla de análisis, silencios cómplices o significados. El narrador de la Edad del perro, por ejemplo, emplea una primera persona ambigua por su inde- finición que se «desdobla» para designar al sujeto de la enunciación: «Sólo sé que ese niño soy yo y que me necesita para recordarme. Le guardo un sagrado respeto al recuerdo verdadero que seré, algún día, cuando todo se acabe para siempre» (13).
La obra del poeta Andrés Anwandter, en tanto, constituye un caso que demuestra la complejidad de una escritura preocupada tanto del aspecto material y formal del poema, como también de dar cuenta de la realidad política e histórica nacional. Amarillo crepúsculo (Calabaza del Diablo, 2012), su último libro, viene a completar un trabajo tanto político como poético que el autor ha venido haciendo desde Especies Intencionales,[4] en el cual trabaja escrituralmente la revolución capitalista iniciada por la dictadura pinochetista que devino en el modelo de país neoliberal y «edulcorado» (como sugiere el propio título) que hoy conocemos.[5] Al igual que en Sanhueza, la memoria es elaborada aquí como restos que llegan de manera fragmentada, como los escombros de una historia que no es posible de representar y contener en un todo coherente. Para los autores aquí revisados, los recuerdos no son copias objetivas de las percepciones del pasado, sino más bien reconstrucciones subjetivas, selectivas y sin pretensiones representacionales. El hablante de Amarillo crepúsculo sabe que la historia es interesada y que la manipulación que de ella han hecho las sociedades de todos los tiempos tiene la función de mantenerlas unidas y conservar el equilibrio de sus acuerdos conjuntos (por ejemplo, la llamada «Transición» chilena a la democracia). Sabe que una teoría de la memoria colectiva es, al mismo tiempo, una teoría del olvido colectivo.[6] Por esta razón, asume que a falta de una «sintaxis razonable» (su narrativa), es preferible transparentar los mecanismos subjetivos del recuerdo, incluso aquellos que revelan los absurdos del terror y del trauma:
COMO SI LA DICTADURA HUBIERA SIDO
de verdad lo que muestran unas fotos
familiares desteñidas en playas
sureñas . . . . . . . posible
gracias a la ausencia
de una sintaxis razonable
que proporcione cohesión
mínima aunque sea
por un laberinto de paréntesis
tácitos
culpa de la pésima política
educacional implementada
desde esos años
en adelante leyendo
entre líneas las leyes
para olvidarse de ellas
pensar que la dina
era la nana de una tía
(Amarillo crepúsculo 47)
El miedo a nombrar una cierta memoria obliga a emplear palabras que remiten a cosas imprecisas y hasta equívocas. Nebulosas del recuerdo para aquello que no se puede decir. Como cuando el niño-narrador de Sanhueza encuentra una maleta de libros de la editorial Quimantú[7] oculta en la leñera de su casa y pregunta a su madre por el origen de éstos:
Golpe. Eso estaba fuera de mis cálculos. Los libros eran de la editorial Quimantú, pero no se me había ocurrido asociar eso con el Golpe. Hay tantas cosas difusas, cosas que no se dicen, que sólo se pueden averiguar por deducción, porque las paredes tienen oídos (110-111).
El libro escondido y vergonzante, a la vez que reservorio de la cultura y la historia oficial, opera aquí como un oxímoron: un testimonio imposible, como sugiere Agamben, oculto en la zona oscura del recuerdo (la leñera) que aloja lo negado, lo reprimido, lo inefable. Nuevamente aquí el espacio juega un rol clave: dar lugar a aquello que no lo tiene, ser el emplazamiento de una comunidad perdida pero preservada.
También la poeta Verónica Jiménez se hace cargo de la memoria como un problema asociado a «lo irrepresentable» en Nada tiene que ver el amor con el amor (Piedra del Sol, 2011). En su caso, sin embargo, lo reprimido regresa de la muerte a la que lo ha condenado el silencio, aún cuando dicha operación constituye una experiencia compleja y ominosa. El ejercicio memorialístico parece estar condenado a un desgarro, una tensión que oscila entre la restauración y la ruina. El recuerdo es rescatado como los restos de un naufragio o desastre, pero también como un cadáver en descomposición:
SCRIPT DE LA MEMORIA
Solo porque insisto en empujar a escena
a ciertos antiguos personajes
tendrían derecho a odiarme los que olvidan.
Pero han de amarme los viejos silenciosos
y los niños que se lanzan a la playa
a la casa de tesoros
porque ellos han vivido, como yo
el estremecimiento que precede a las resurrecciones.
(Desde luego, y desde otra perspectiva
la memoria es solo comparable
a un cadáver pestilente).
(Jiménez 52)
La memoria precisa de un guión que dicte la forma en que debe escenificarse su ejercicio. Sin embargo, cada evocación será distinta según quien la enuncie. El poeta, historiador o cronista invoca/descubre/ halla lo desaparecido-muerto, para hacerlo resucitar en su escritura. Más adelante en el mismo libro, la hablante elabora una suerte de testimonio del subalterno en la sección «Poemas crucificados en la pared». A través de textos dispuestos gráficamente en forma de cruz cristiana y de manera apaisada cruzando de una página a otra, se exponen los elementos del conflicto mapuche actual en el sur de Chile contados en la voz de sus protagonistas. El espacio del sur es descrito como un territorio presunto, una «zona» imprecisa, apenas una representación o mapa de aquello que «llamamos país». Allí, el Estado chileno ha fracasado en su proyecto nacional uniformante pese a sus intentos por articular discursivamente una nación única y homogé- nea y, en su lugar, campea un conflicto y una violencia estatal de reminiscencias pinochetistas. La nación no constituye un solo territorio, nos advierte la hablante, y parece erigirse sobre un orden letrado que funda realidad por medio de la violencia de sus significantes: «…Así es como la historia se diluye / iluminada por una mancha amarilla / un sol ancestral cuyo símbolo / cartográfico es un disco en el cielo / que se proyecta sobre / la vaga idea de un territorio / que alguien aplasta / con una palabra» (87). No podemos pasar por alto aquí la relación temática que estos textos poéticos de Jiménez tienen con los narrativos de Sanhueza, toda vez que el espacio político y geográfico trabajado por ambos autores en los libros aquí citados, es el mismo: el territorio de Temuco, una forma de provincia particular, marcada por su ruralidad y un importante componente étnico y cultural indígena. Además, se trata de una zona fronteriza entre dos «mundos» o «naciones» (en este caso, la mapuche y la chilena). Dicha condición liminar se repite en el ominoso espacio geográfico del desierto limítrofe con Perú y Bolivia de Zúñiga en Camanchaca (Random House, 2014); en la habitación v/s la ciudad vertiginosa de Olavarría en Alameda tras las rejas; en el espacio irrepresentable del limbo de Fernández en Mapocho; en el espacio nacional imaginado y desterritorializado de Anwandter en Amarillo crepúsculo. Todos espacios signados por una historia de enfrentamientos, violencia y fricciones en donde ha fracasado su comprensión topográfica, delimitada y en función de la producción político-cultural de una nación. Una verdadera heterotopía de crisis (Foucault) en donde las batallas de (y «por») la nación se libran lejos o a espaldas del centro, evitándole así el espectáculo del «otro», las fisuras de la historia y propiciando así los olvidos del consenso neoliberal. En general, los sujetos que hablan en estos textos no tienen una percepción clara de la realidad presente y, por lo tanto, menos del pasado. La mayoría de ellos son hijos de padres que si acaso existen, no quieren hablar, no quieren responder preguntas o simplemente prefieren olvidar. «En una de las entrevistas ella me diría que es mejor no recordar nada», dirá el narrador de Camanchaca respecto de su madre. Tanto la historia colectiva como la personal son vergonzantes, y hasta la forma más básica de comunidad, la familia, esconde secretos irreproducibles: incesto, alcoholismo, desapariciones, violaciones y asesinatos. Los hijos-testigo deben, entonces, reconstruir la historia a partir de una memoria precaria, cuyos testimonios son borrosos y necesitan ser articulados por la ficción. Es tal vez por eso que en todos estos escritores, la visualidad (asociada también a un espacio) constituye un soporte y un documento recurrente para el ejercicio de memoria. Así como en Anwandter, también en Zúñiga la fotografía (análoga) funciona como archivo de recuerdo tras el trauma. Palabra e imagen son un binomio que debe modularse para dar forma a lo indecible. Palabra sobre la imagen, imagen sobre la palabra como una forma de testimoniar cuando ya no hay una «sintaxis posible» para la historia. El protagonista de Camanchaca, estudiante de periodismo, se obsesiona con fijar la historia personal de alguna forma, y comienza por ensayar entrevistas consigo mismo, para luego continuar con su madre. Las graba en un aparato, soporte análogo o real, que no sólo guarda y materializa la memoria (como en Anwandter la música o en Zambra la escritura), sino que le proporciona una forma de orden pese a su naturaleza fragmentada y residual. Las graba, las escucha y vuelve a escuchar, como si fuera a encontrar algo en ese murmullo, a descubrir lo obliterado en ese desierto de palabras (proyección del mismo desierto real e interminable que cruza una y otra vez):
Imagino las playas desiertas. El sol comenzando a esconderse. El mar rojo. El cielo naranjo. Esos lugares a los que iba con mi familia antes de que yo tuviera memoria, antes del accidente. Las imágenes no existen más allá de algunas fotos descoloridas. Pero así me contaron. Las playas desiertas y mi familia que iba a acampar por un par de semanas. Mi papá, mi mamá, mis abuelos, yo y mi tío Neno. (Zúñiga 27)
Otra fenómeno que se repite en parte de esta literatura es el de una suerte de inadecuación espacial. Muchos de estos personajes circulan o cruzan el territorio nacional con una permanente sensación de no encontrar el espacio propio o el lugar al que «pertenecen». En Dile que no estoy (Planeta, 2008), por ejemplo, de Alejandra Costamagna, Lautaro Palma, el protagonista que huye permanentemente de su pasado y, sobre todo, de su padre, no encuentra su sitio ya sea en Santiago o en Calbuco: «Habían pasado más de dos años en Santiago y Lautaro seguía teniendo la sensación de que no entraba en ese mapa. Que él, al menos, no entraba» (Costamagna 103). No sólo las ciudades, sino que también los espacios privados y hasta las instituciones son hostiles y asfixiantes. Particularmente interesante resulta aquí la metáfora del colegio-nación, que construye Zambra en el relato Instituto nacional del conjunto Mis documentos (Anagrama, 2014), en el que la identidad de los alumnos no es más que un número (el 34, el 45 o el 27) y en donde los únicos que sí tienen nombre y apellido (y «eran unos verdaderos hijos de puta») son los profesores. El espacio social de este colegio–nación, siguiendo a Lefebvre (es decir, el espacio de la acción, las prácticas y de las relaciones sociales) es autoritario, machista, clasista y homofóbico. Allí, la educación se ejerce como una forma de violencia que los hace parecer a todos iguales, aunque no lo sean. Porque en esta «pequeña república» (el más emblemático liceo municipal del país) habitan los hijos de militares, los homosexuales, los suicidas, los hijos de la clase media de izquierda, de la derecha pinochetista y, sobre todo, de la clase media chilena gris, obsecuente y frustrada. La autoridad educativa les transmite tempranamente a sus estudiantes-ciudadanos las condiciones de exclusión/inclusión de la nación que habitan: que son una «clase privilegiada», que han recibido una «educación de excelencia», que han sido educados por «los mejores profesores de Chile». Es decir, la lección sobre la desigualdad, privilegios y oportunidades que los diferencia de un «afuera». Del mismo modo que Zambra, también Anwandter evoca la infancia escolar para retratar la memoria de una nación que requiere de una comunidad que se encuentra en la falla y en lo que falta, más que en lo que hay en común:
en la básica habituados
a lamer jugo en polvo
los descansos del desfile
por la plaza en ese entonces
epicentro de golosinas ilegales
cigarros sueltos y explosivos
cada septiembre éramos otros
rompiendo filas
Rompiendo filas. (Amarillo crepúsculo 33).
ALGUNAS CONCLUSIONES
Articulaciones poéticas de la memoria como las que hemos revisado aquí conciben el lenguaje ya no como un medio contenedor, sino más bien como productor y formador de ésta. Es decir, parten del supuesto de que no existe una memoria, una identidad o una historia dadas que demanden «formas» que las expresen debidamente. Más bien, se trata de escrituras que comienzan toda reflexión sobre el pasado y su inscripción en el presente reconociendo el rol determinante del lenguaje en la producción de realidad. Es desde esta conciencia desde donde opera también la construcción del espacio a través del lenguaje en muchas de las poéticas de la postdictadura chilena. Así como la memoria, el espacio asociada a ésta también debe ser producido estéticamente. El espacio parece funcionar, entonces, como los «marcos sociales» necesarios de la memoria, como proponía Halbwachs: la memoria se expresa y se verifica no sólo en la presencia de un «otro» o de la comunidad, sino que también de un lugar más o menos «real» (ya sea un espacio virtual, digital, soñado o imaginado) en donde ésta se configure. Si hasta antes de lo que se ha llamado el «giro espacial» de las ciencias humanas el espacio-nación era una territorialidad limitada capaz de contener tradiciones, particularidades y rasgos diferenciadores, tras éste el espacio ya no es concebido como un territorio dado, sino como uno producido social y culturalmente. Es decir, desde este punto de vista el espacio poseería un importante rasgo de modificabilidad, ya que en él se producen permanentemente dinámicas de relaciones sociales y prácticas culturales que lo definen más por sus transformaciones que por su supuesta estabilidad y permanencia. Por esta razón es que en las obras aquí revisadas toman forma aquellos espacios que Lefebvre llamó los «espacios de representación», una de las tres formas del espacio social que distingue el filósofo y sociólogo francés,[8] y cuya principal característica es la de ser un espacio experimentado [espace vécu], es decir, un espacio del habitante o del usuario, y vivido a partir de las imágenes y símbolos asociados a él. Aquel espacio de «ciertos artistas, quizás sobre todo de aquellos que lo describen y que creen sólo describirlo: los escritores y los filósofos. Se trata del espacio dominado, es decir, del padecido que busca transformar y apoderarse del poder de la imaginación» (336).[9] Las llamadas «representaciones del espacio», en cambio, se ubican en sus antípodas y corresponden a aquellos espacios concebidos por científicos, planificadores y urbanistas, quienes por lo general operan con una lógica científica y cuyos saberes regulan la vida social.[10] En las obras aquí revisadas, el espacio aparece como una noción que emerge precisamente del cruce, el traslape y hasta de las contradicciones de aquellos tres momentos que para Lefebvre resumían una suerte de dialéctica entre lo percibido, lo concebido y lo vivido. Cercano al concepto espacial de «heterotopía» de Foucault, son estas «representaciones» las que permiten la emergencia de espacios que expresen los conflictos de las distintas fuerzas que en ellos transitan cotidianamente. Por esta razón, espacio y cotidianidad parecen ser una díada indisoluble y necesaria en estas obras, en donde los lugares son experimentados en lugar de simplemente cruzados o transitados y en donde se proponen distintas formas de percepción como mediatización de la experiencia (piénsese en el rol de las tecnologías en Anwandter, Zambra y Zúñiga). Espacios de los cuales el hablante o el narrador espera una señal que tal vez explique la historicidad inmanente que percibe en ellos. Si los espacios sociales son espacios pensados más bien para el «desencuentro», en el sentido en el que lo emplea Bauman,[11] el proyecto poético-literario de estos autores ofrece resistencia a dicho propósito. Uno de los efectos de estas obras consiste precisamente en articular poéticamente el espacio, permitiendo, por ejemplo, la emergencia de formas de pertenencia no sólo limitadas a la espacialidad física. Ejemplo de ello es la idea de nación que se desterritorializa, en la poética de Anwandter o en la de Zambra; el reconocimiento de la subalternidad de la «nación mapuche» en Jiménez. Son obras que reflexionan críticamente sobre la identidad (familiar, grupal, nacional) y en donde sus personajes se encuentran a sí mismos en la huida, el desplazamiento o en la escritura, como sucede en Camanchaca de Zúñiga, en Dile que no estoy de Costamagna, en los relatos de Mis documentos de Zambra, o en Alameda tras las rejas de Olavarría. En general, se trata de obras que intentan inscribir la memoria personal en la colectiva empleando el espacio como una posibilidad de repensar la nación; que entienden la identidad (y a ésta asociada a un espacio) como un problema y un enigma, en lugar de una esencia o un supuesto origen que recuperar.
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NOTAS
[1] El presente artículo es parte del Proyecto Fondecyt de Iniciación No. 11140791, Articulaciones estéticas del espacio. Espacio y nación en la poesía y narrativa chilenas recientes, del cual soy la investigadora responsable. Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico 2014-2016. Gobierno de Chile.
[2] Quiero limitarme aquí a una revisión del espacio en tanto representación estético-literaria, sin considerar la relevancia que tiene aquella otra gran arista del tema que es la representación del espacio en tanto «espacio de memoria» y que responde a la necesidad de producir una forma aceptable para aquella memoria que no es posible de articular en términos de lenguaje (como sí lo hace la historia a través de la historiografía). Estoy pensando, por cierto, en el concepto de «lugar de memoria» (púbico y simbólico) que caracterizó Pierre Nora en su Les Lieux de mémoire.
[3] Sobre esta misma distinción, Heidegger dirá: «El espaciar aporta lo libre, lo abierto para un asentamiento y un habitar del hombre. Pensando en su propiedad, espaciar es libre donación de lugares, donde los destinos del hombre habitante toman forma en la dicha de poseer una tierra natal o en la desgracia de carecer de una tierra natal, o incluso en la indiferencia respecto a ambas» (21).
[4] Para ahondar en este punto, ver: Torres y Bello.
[5] Colorante alimentario sintético utilizado en la elaboración de alimentos de consumo masivo, en alemán es conocido como «sunsetgelb». Su consumo elevado puede provocar efectos adversos, ya que contiene agentes cancerígenos.
[6] En relación a la funcionalidad del «olvido» en la formación de las comunidades, Ernest Renan, en un texto ya clásico sobre la nación dirá que «el olvido, e incluso diría que error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, y de aquí que el progreso de los estudios históricos sea frecuentemente un peligro para nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, ilumina los hechos de violencia ocurridos en el origen de todas las formaciones políticas, incluso aquellas cuyas consecuencias han sido más benéficas. La unidad siempre se hace brutalmente [...]» (56).
[7] Editorial chilena fundada el año 1971, en pleno gobierno de la Unidad Popular, que se caracterizó por vender libros de factura sencilla y por publicar grandes tirajes (50.000 ejemplares) de textos de literatura clásica y contemporánea. Ello permitió democratizar la cultura y acercarla a las clases populares. La empresa fue cerrada por las autoridades militares tras el Golpe de estado de septiembre de 1973 y muchos de sus libros fueron quemados.
[8] Lefebvre distingue una tríada conceptual de la cual se sirve para analizar el espacio social. Ésta estaría compuesta por los espacios de las «prácticas espaciales», las «representaciones del espacio» y, por último, los ya citados más arriba «espacios de representación».
[9] En el original en alemán: «(...) Raum del «Bewohner», der «Benutzer», aber auch bestimmter Künstler, vielleicht am ehesten derjenigen, die beschreiben und nur zu beschreiben glauben: die Schriftsteller und dei Philosophen. Es ist der beherrschte, also erlittene Raum, den die Einbildungskraft zu verändern und sich anzueignen sucht» (336). La traducción es mía.
[10] Bauman plantea una perspectiva similar: «el espacio físico es una abstracción que no puede experimentarse directamente: comprendemos el espacio físico intelectualmente con ayuda de nociones originalmente acuñadas para ‘mapear’ las relaciones cualitativamente diversas con otros seres humanos» (166).
[11] «El espacio social está lejos de ser un concepto sencillo y requiere mayor disgregación. En particular, debería vérselo como una interacción compleja de tres procesos entrelazados, aunque distintos —‘espaciamientos’ cognitivos, estéticos y morales—, y sus productos respectivos. Las tres variedades de espacio social ‘no objetivo’, ‘hecho por el ser humano’ suelen mencionarse como uno solo y utilizarse como si se tratara de ‘facetas’ del mismo mapa social» (Bauman 166).
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OBRAS CITADAS
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Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México DF, Fondo de Cultura Económica, 2007.
Anwandter, Andrés. Especies intencionales. Santiago de Chile, Quid, 2001.
---. Amarillo crepúsculo. Santiago, Calabaza del Diablo, 2012.
Appadurai, Arjun. Modernity at large. Cultural Dimensions of Globalization. Minneapolis, Public Worlds, 1996.
Bachmann-Medick, Doris. Cultural Turns. Neuorientierungen in den Kulturwissenschaften. Hamburg, Rowohlt Verlag, 2009. Impreso.
Bauman, Zygmunt. Ética posmoderna. México, Siglo Veintiuno Editores, 2006.
Bello, Javier. “Superficie y memoria en especies intencionales”. Revista Cyberhumanitatis, no. 18. Universidad de Chile. Web. Última visita: 27 nov. 2016. www.cyberhumanitatis.uchile.cl/index.php/RCH/article/ viewFile/8951/8853
Costamagna, Alejandra. Dile que no estoy. Santiago, Planeta, 2008.
Dünne, Jörg y Günzel, Stephan (editores). Raumtheorie. Grundlagentexte aus Philosophie und Kulturwissenschften. Frankfurt, Suhrkamp, 2006.
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Halbwachs, Maurice. Los marcos sociales de la memoria. Traducción de Manuel Antonio Baeza y Michel Mujica. Barcelona, Anthropos, 2004.
Fernández Bravo, Álvaro (Comp.). La invención de la nación. Lecturas de la identidad de Herder a Homi Bhabha. Buenos Aires, Ediciones Manantial, 2000.
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Jiménez, Verónica. Nada tiene que ver el amor con el amor. Santiago, Ediciones Piedra del Sol, 2011.
Lefebvre, Henri. “Die Produktion des Raums”. Raumtheorie. Grundlagentexte aus Philosophie und Kulturwissenschaften. Jörg Dünne y Stephan Günzel (eds.). Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2006, pp. 330-342.
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Olavarría, Rodrigo. Alameda tras las rejas. Santiago, Libros La Calabaza del Diablo, 2010.
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