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Tilt / Inclinación de Jean Sprackland. Un calculado y hermoso error
(Komorebi 2018. Traducción de Manuel Naranjo Igartiburu)
Por Antonia Torres Agüero
Texto leído en “Caudal. Festival del libro independiente”, en Valdivia el 3.11.18.
Publicado en http://www.paniko.cl/ Noviembre de 2018
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Tuve la sorpresa y el placer de conocer a esta poeta británica por primera vez gracias al encargo que me hiciera Pedro Tapia León de presentar hoy la traducción “Tilt” (“Inclinación”) de Jean Sprackland que acaba de publicar la naciente editorial valdiviana Komorebi. Insisto: sorpresa y placer porque esta poeta era para mí hasta ahora, en mi ignorancia, una perfecta desconocida. Una ignorancia imperdonable si se piensa que la Sprackland es hace rato una voz poética gravitante y reconocida en el ámbito cultural anglosajón. Nacida en 1962 en Burton upon Trent, un pueblo a orillas del río Trent, en el centro de Inglaterra, su obra ha sido premiada y elogiada con importantes reconocimientos. Entre ellos yo destacaría el Costa Books Awards, un premio que le fue concedido el 2007 precisamente por este poemario que hoy presentamos y que reconoce anualmente al mejor libro publicado en Irlanda e Inglaterra en varios géneros (novela, primera novela, biografía, infantil y poesía). Se trata además de un premio que en su momento ganaron figuras tan fundamentales para la poesía en inglés como los poetas Seamus Heaney (Premio Nobel de Literatura 1995) o Ted Hughes. Se agrega a ello un valor adicional: la traducción de este libro que presentamos hoy a cargo de Manuel Naranjo Igartiburu, sería la primera versión de un libro completo al castellano de esta ya conocida poeta inglesa. No obstante, debo consignar aquí mi única crítica a tan importante y meritorio esfuerzo por parte de los editores: el no haber llevado a cabo una edición bilingüe del “Tilt”.
Sabido es que la traducción es una práctica que negocia con la idea de un texto original que es, supuestamente, portador de una palabra cuasi sagrada. Que el texto traducido es violentado en su pureza y que en ese tránsito es, al mismo tiempo y en parte, traicionado. Pero sabido es también que dicha traición es necesaria en favor de la comunicabilidad de un objeto cultural. En favor del diálogo que se espera que una obra de arte establezca con otros sujetos y en otros espacios. La traducción posee entonces el estatus de un tropo literario: es metáfora, un concepto es reemplazado por otro, análogo pero distinto. Es por esta razón que –desde mi personal punto de vista- la traducción de un libro de poemas debería siempre dejar abierta la posibilidad de acceder al poema original en toda su complejidad: la materialidad de su lengua, su sonido, la extensión de sus versos, hasta la rima si la hubiera. Para un lector atento, ponderar el proceso de re-construcción de un nuevo poema inspirado en un “original” en lengua extranjera es parte de la aventura intelectual que siempre es leer literatura, particularmente poesía.
Imagino que el traductor y los editores habrán tenido buenas razones para no hacerlo. No obstante, es por esta razón que no podremos hacer comentarios acerca de la traducción en tanto proceso, porque la versión de los textos que hoy tenemos en nuestras manos es, más bien, la versión de los poemas que Manuel Naranjo ha reconstruido para él, primero, y luego para nosotros. Son, de alguna forma, la “traición de la verdad en favor de las diferencias”, que es por lo demás una condición básica de la comunicación humana. Una paradoja propia de la traducción que permite transitar de la identidad a la diferencia. Una paradoja que permite, de paso, la democratización de un texto. Es por esta razón que lo que ahora podemos leer es la experiencia de lectura de Manuel Naranjo a propósito de los poemas de Jean Sprackland, en forma de reescritura. Una reescritura, entonces, que personalmente me ha evocado sorprendentemente un cierto proyecto poético del sur de Chile: aquél que intenta documentar (antes que desaparezcan) paisajes naturales siempre amenazados por una modernidad avasalladora; aquél que da cuenta de la interacción humana en esos espacios más o menos salvajes y sus tensiones éticas; y por último, aquél que lo hace desde una cierta sensibilidad femenina que experimenta críticamente un mundo planificado y construido desde una lógica territorial, cartográfica y masculina.
El texto que abre el poemario advierte desde un principio esa voluntad de acceder al misterio que supone la naturaleza, su edad, su espíritu; acaso a su consciencia humanizada.
Un dedo de luz señala el camino
sobre el suelo de hojas muertas.
Destrabo la puerta y entro.
A la manera de los haikús japoneses, este poema inicial no solo da cuenta de la emoción y el asombro ante la contemplación de la naturaleza, sino que supone también la disolución del hablante en ella. Al final del poema, la hablante se acuesta en una piedra que hace de cama; sobre ella, la luz es una red que se estremece y las ramas son manos que se tocan unas a otras.
El poema “Inclinación” (o “Ladeo”, en otra traducción) que da título al libro, en tanto, describe un derrame de petróleo en el mar tras cinco noches de tormenta y los efectos que ello tiene en las aves, por ejemplo, que pierden el rumbo junto con la capacidad de configurar sus propias cartografías y caen como granizo en el Atlántico, el Sahara, los Altos Tatras y hasta en los conmocionados jardines de las azoteas de Manhattan (p. 18). Es decir, una forma de apocalipsis que alcanza la capital de “lo civilizado” y le recuerda a ese centro que ni siquiera sus maravillosos jardines colgantes se salvarán del efecto dominó de un desastre ecológico. El “incidente”, o más bien accidente, ecológico es producto del ladeo o inclinación de los pilares de una obra de ingeniería humana. No obstante, el poema conecta este error de inclinación (y de cálculo matemático) con la también incierta inclinación de la tierra: Pobre tierra vieja, // no le daba mucha latitud. / La misma elipse cansada. El mismo viejo ladeo axial. Es decir, la naturaleza misma es una forma de calculado error a punto de estremecerlo todo, de derretirse, removerse, arrastrar al fondo marino todo lo imaginable. En suma, de colapsar. Es por ello que estos textos no pecan de un ecologismo ingenuo y reduccionista que establezca dicotomías del tipo “menosprecio de corte y alabanza de aldea”. Porque el mundo natural es aquí tan “frágil y peligroso” como una obra de ingeniería amenazada por la fatiga de material (sic) y que hay belleza incluso en las oxidadas barandas y escaleras cuando tintinean sacudidas por el viento (Vía de escape, p. 26).
Otra dimensión característica de estos poemas es, desde mi punto de vista, la contemplativa. O tal vez mejor: el milagro intelectual (y espiritual) posible de esperar a partir de la observación atenta de la naturaleza. En estos textos, el mar, la playa, una tormenta ofrecen no solo la belleza obvia de sus formas, sino la promesa de poder descubrir en ellas algún significado. Tal vez una clave de nuestra propia existencia que se funde simultáneamente en estas manifestaciones. Y es en esa fusión, por ejemplo, en la que la realidad se experimenta de manera alterada y por medio de sinestesias y personificaciones: Observa la garza: // ella arrebata la voz de plata / desde la garganta del río / y se la engulle viva. // Qué rápido el agua se recupera / y habla de nuevo, cuántos / gorjeos entre juncos (La raíz, p. 16). Porque somos uno con ella, de pronto, cuando nos detenemos a observar.
Y es que el mundo de lo orgánico es uno solo y sin fisuras en este libro, toda vez que, por ejemplo, la metonimia del poema circunscribe en un mismo campo de significados dos signos opuestos: nacimiento y muerte. La ceremonia del parto y el hijo recién nacido (húmedo y resbaladizo) junto a la limpieza de unos filetes de pescado listos para ser freídos. No es lo humano puesto en las antípodas de la naturaleza, sino ambos fundidos juntos en un mismo plano existencial. No es la vida como revés de la muerte, sino ambas habitantes de un mismo paisaje.
Ella limpia los filetes de pescado del plato,
los sumerge en el batido, los deja caer
uno a uno en la tormenta del aceite caliente.
Miro sus manos pulcras,
elegantes en su trabajo
y pienso en las manos de la partera
acariciando el pelo mojado de mi rostro mientras lloraba y maldecía,
llamándome cariño y dándome más anestesia,
sacando al fin mi pez resbaladizo de hijo…
(Manos, p. 25)
En suma, esta breve caracterización preliminar de la para mi recién descubierta obra de Jean Sprackland, me permite pensar un productivo imaginario literario común con el de ciertas obras del sur de Chile, como decía antes. Un imaginario que sin idealizaciones propone un atento examen a los signos que la naturaleza nos proporciona, pero no porque ésta sea mejor, más sabia y bondadosa. Se trata más bien de una mirada consciente de que así como el pilar de una plataforma petrolera, la escalera de emergencia de un antiguo edificio o una vieja locomotora son todos objetos precarios y frágiles; todos ellos artefactos producto de la razón humana instrumental inclinados, ladeados, torcidos y proclives al hundimiento; también lo es la vida misma, siempre al borde de la ruina, la caída, el desmoronamiento. Y que allí radica toda su belleza: en la inminencia de un final que desplazamos fijando la experiencia con poesía.