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«La palabra rabia» de Pedro Montealegre: un escombro necesario

Por Antonia Torres
Publicado en http://www.lacallepassy061.cl/ 25 de septiembre de 2019


Presentación de la reedición chilena de La palabra rabia de Pedro Montealegre
(Komorebi Ediciones, Valdivia, 2019. Galería Réplica, UACh, viernes 6 de septiembre 2019)


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Presentar este libro de Pedro resulta, para mí al menos, un asunto inevitablemente melancólico. Pedro abandonó Puerto Varas, Valdivia, Chile; luego Manises, Valencia, España y, voluntariamente también, abandonó esta vida. Aunque no sé si es exacto decirlo así, porque la vida que intuyo él experimentaba estaba, a ratos, de todas formas muy lejos de todo y de todos nosotros. No sé si él abandonó la vida o la vida lo abandonó a él. O tal vez fuimos nosotros, el resto, los que estábamos lejos de él y quienes de algún modo le fallamos también como comunidad.

Es que Pedro era una especie de outsider en todas partes. Un poeta distinto, difícil, oscuro, al margen de la norma y las modas. Su poesía es una excepción en el contexto de la generación de los noventa o también llamada de “los náufragos” y me parece que su escritura siempre se deslindó de un cierto espíritu común que animaba los -ya de por sí muy disímiles- proyectos de cada uno de nosotros. Mientras la mayoría de “los náufragos” andábamos haciéndole guiños a la escritura metapoética de Enrique Lihn; a la memoria de la aldea y a la resistencia cultural de Jorge Teillier; o mientras nos fascinábamos con la experimentación formal y la búsqueda de otros soportes textuales leyendo a Gonzalo Millán o a Guillermo Deisler; Pedro estaba en otra cosa. En tanto algunos revisitábamos nuestra propia Shoá con Celan en una mano y Agamben en la otra; o mientras otros traducían del inglés a los poetas imaginistas angloamericanos; Pedro estaba ya en ese entonces tejiendo su propia red –hermosa pero a ratos agobiante- hecha de una escritura extraña, viscosa, hermética y delirante.

En fin, lo que quiero decir es que Pedro siempre caminó por una vereda distinta a la de la mayoría de nosotros y, si se me permite la figura retórica, diría que más que una vereda, era una cornisa delgada y peligrosa que bordeaba el abismo. Porque su escritura es eso: un paseo sin comienzo ni fin, un recorrido fragmentario y sin destino claro por un relato vital y colectivo huérfano que nunca alcanza a configurarse del todo. Porque allí cuando los lectores creíamos haber encontrado el hilo de una escena o de una idea, los restos de una familia o un grupo; esta imagen se desbarata para volver sobre otra, sobre otros personajes, otras obsesiones que se desarrollan de manera en apariencia absurda y sin sentido. Palabras sobre palabras, a veces tan solo letras sueltas, murmuraciones, jadeos. Prosodia al servicio de un efecto semántico angustiante y reconocible.

En muchos de sus fragmentos (porque resulta difícil hablar en este caso de poemas propiamente tales), el hablante parece querer acelerar la descomposición, apurar la corrupción para que de allí emerja la palabra que resulta ser siempre, por cierto, insuficiente y vacía:

“Aquella fisura parecida a sonreír: la azucena de la muerte abonada en la boca. Crece en el hueco —demasiado abierto— el abrazo” (45).

Ni siquiera el gesto humano y fraternal que es el estrecharse de dos personas entre sí alcanza a articular aquí una cerrazón. Una clausura que permita dar forma a lo definitivo, a lo absoluto. Aparecen aquí, en cambio, y como una recurrencia, la fisura, la falla que no permite ninguna forma de contención. En casi todo el poemario se vuelve sobre la idea de lo abierto como una herida ambigua en el límite exacto entre la vida y la muerte:

“Qué es la rajadura, el tajo abierto de la palabra —o un hoyo en la calle— incluso una herida en el fémur de la ciudad,
(…) Yo comienzo a romper una placenta de madre. Qué es la rajadura sino un parto”
(17).

Del mismo modo, el hablante de estos textos no cree en ninguna forma de utopía, porque para él la historia es “una taza de leche cortada”, Chile es “un país sin moneda” y el poeta “escribe la peste”. Al revés de algunas obras que han querido erigirse históricamente en las épicas de esta nación, este hablante se pregunta:

“una herida supurando que se llama poema. ¿O se llamaba País?”.

Las preguntas por las utopías sociales y las ideologías posibles en una contemporaneidad compleja, también tienen un lugar capital en este libro. Desfilan Marx, Trotsky y Pasolini en algunas de sus páginas. No son casuales sus menciones, ya que todas evocan una tríada compuesta por ideología, comunidad y deseo. Sin embargo, una vez se comienza a delinear la utopía, apenas se esboza el perfil o la estampa del deseo y del proyecto social, la realidad revela su cara oscura y desfigurada:

“Hay un obrero bello:
su hoz: su boca. Su overol es rojo. Sus manos, rojas. El ojo, rojo
y la pupila blanca. Hay un obrero llamado como tú, preciso como tú en levantar su puño, y decir: no; no eran golondrinas las que vi sobre la farola; se trataba de murciélagos comiéndose a los bichos. La Internacional es Épica, un mecanismo de caja de música”
(40).

La rabia es en general aquí la pulsión de vida y de muerte que mueve el mundo y al sujeto, tanto para crear como para destruir. Para amar y para abandonar lo amado. Eros y Tánatos al servicio de la rabia vital, que es aquí lo único que moviliza y crea:

“Yo te daré esta miel y este mal: ponte ahora a crujir; te daré este panal de abejas asesinas; ponte ahora a cremar y a crujir; mete tus labios en la ranura aquélla y di: rajar” (13).

Son escasos los momentos de éxtasis fecundo en este libro. Uno de ellos es la expresión de un homoerotismo en donde el deseo es comparado a la escritura poética: una forma de pestilencia o enfermedad. De este modo, tanto el deseo como la escritura son evocados como el germen de algo por venir: una promesa. No obstante, ambos están irremediablemente destinados a la descomposición y a la muerte:

“La peste de nombrar: erigir el mañío donde se empala a un clérigo: la peste de poner Nombre: Casa: el falo delicioso con forma de pez, poliedro, crustáceo, animal oscuro enterrado bajo tierra” (58).

La última vez que vi a Pedro fue hace poco más de diez años atrás en París en un encuentro de poetas chilenos residentes en Europa organizado por la querida Carmen García, otra de sus grandes amigas. Pedro insistió en “tirarme las cartas” en la pieza del hotel en la que coincidimos junto a la poeta Alejandra del Río. El tarot era por entonces para él –así como su escritura– una manera incierta de descifrar la realidad. Pregunté algo que a todos los allí reunidos nos interesaba más de lo que estábamos dispuestos a reconocer: ¿volveríamos a la patria? Y si así era, ¿en qué condiciones? La prudencia me impide contar aquí lo que me dijo, pero puedo decir que, años más tarde, cuando parte de su pronóstico comenzaba –lamentablemente para mí– a cumplirse, me propuse no realizar el vaticinio. Porque si el “arte de imaginar con justeza” que es la adivinación está emparentado con el de la poesía que imagina tanto los mundos posibles así como los ya irremediablemente desaparecidos, entonces, pensé, es posible construir poéticamente también nuestra propia vida como si fuera una obra de arte. Detuve entonces el augurio con varias dosis de escritura, salud y buen humor.

Creo que Pedro no quiso o no pudo cambiar el destino que él mismo predijo y que fue escribiendo para sí mismo. Su poesía fue su tirada de cartas personal. Y su palabra fue rabia, una rabia razonable que hablaba de la migración, de la violencia y la autoridad sobre los cuerpos, sobre el sexo, sobre las identidades imposibles de fijar o de reducir. Una rabia por la nación (la propia y la ajena), por el autoritarismo del lenguaje, por las instituciones, por la política. Una rabia que –sospecho con solo leer sus poemas– anestesió con una fiesta tal vez demasiado oscura y larga:

“Un escombro soy. Un escombro necesario
para alzar un dilema. Hola, Dilema; soy Pedro. Sí, con la P de Pozo Patria. Y Perro. Hola, Perro”
(31).

La palabra rabia (2005) fue el primer libro de Pedro publicado fuera de Chile. Celebro la iniciativa de Komorebi de publicarlo hoy y desde aquí, la ciudad de Valdivia, en donde estudió y publicó sus primeros poemas. Todo dolor merece una enmienda. Toda existencia truncada antes de tiempo merece reparación. Aunque sea desde el más acá. Espero sinceramente que toda la atención que le negamos a Pedro en su tiempo sea como la definición de piedad que él mismo nos proporciona en este libro:

“la piedad: un papel traslúcido que deja a la luz pasar teñida por lo que se quiere ver” (44).

Porque si esa piedad es querer ver, pese a todo, aunque sea con el filtro de una luz manchada, entonces en su poesía, teñida por su voz, podremos ver no solo su dolor y su herida, sino vernos como en un espejo y apiadarnos un poco también de nosotros mismos.


Valdivia, 6 de septiembre de 2019

 


Durante la presentación: Antonia Torres y Javier Bello

 



 

 

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