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"Poeta chileno" de Alejandro Zambra: entre el zumbido y el silencio
Anagrama. Barcelona, 2020. 421 páginas

Por Antonia Torres Agüero
Publicado en El Mostrador, 9 de abril de 2020



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En Chile publicar (o no) el primer libro de poesía es un gesto de carácter decisivo. Se trata de un asunto grave y no de un simple rito de paso. Un auténtico bautismo: el de convertirse de una vez y para siempre en poeta. No hay vuelta atrás. Leyendo Poeta chileno, la última novela de Alejandro Zambra, me acordé del libro inédito de un un amigo que ya no es mi amigo (pero eso es otra historia, por supuesto) y que hoy es una alta autoridad universitaria. Hace más de una década atrás y después leer el borrador de un conjunto de excelentes y originales poemas que componían su libro inédito, le expresé mi más absoluto entusiasmo y el convencimiento de que esos poemas tenían que ser publicados (fui enfática). Recogían de manera novedosa y actualizada lo mejor de la poesía hispanoamericana y sobre todo chilena de fines del siglo veinte. Sin embargo, el por entonces joven y algo desaliñado profesor de castellano, estaba a punto de dar un gran salto en su carrera académica. Una carrera que venía en un disimulado pero franco ascenso desde hacía rato. Habíamos despachado algunas botellas de vino, por lo que el ánimo se intuía relajado. Sin embargo, noté que para él el tema era delicado. Se trataba de algo sumamente serio, casi íntimo. Al escuchar mis lisonjas se sonrió. Me miró con cierta vanidad, para pasar rápidamente luego a la desconfianza. “¿Y si después me la creo? ¿Y si tras publicar tengo que seguir haciéndolo igual de bien que en este primer libro?”. 

En parte de eso habla esta novela: de creerse poeta, atreverse a ser poeta y, sobre todo, de decidirse a serlo. Poeta chileno habla del coraje, pero también de la pachorra que se necesita para ser poeta en nuestro país. Sus personajes (porque no olvidemos eso: que son personajes y no personas reales, aunque a veces nos las recuerden) transitan entre el orgullo casi heroico de pertenecer al gremio en donde “somos bicampeones” (como dirá el Pato, un presuntuoso poeta joven ya bendecido por el canon) y el odio vergonzante del que habla Lihn en uno de sus más conocidos meta poemas. Pero Poeta chileno también habla de la necesidad de pertenecer y sus paradojas: a una familia, a una comunidad, a un gremio o a una nación. Todas formas de comunidad que anhelamos y que odiamos, las dos cosas al mismo tiempo. 

Poeta chileno habla también de ser padre y habla de ser hijo. Y habla (o deja de hablar justo allí, que es donde comenzamos a pensar y hablar los lectores) donde emerge la tensión: cuando un padre encuentra un hijo en quien no engendró, y cuando un hijo reconoce algo así como un padre en un sujeto que no lo es. Gonzalo, un eterno aspirante a poeta (y a padre) conoce a Vicente (un niño adicto a la comida para gatos) gracias a su primer amor adolescente, Carla. Si bien no es su padre, podría haberlo sido. A partir de entonces, Gonzalo irá levantando con delicadeza pero también con mucha voluntad un vínculo filial entre el niño y él. Al igual que Julián en La vida privada de los árboles, este padrastro (una palabra incómoda que todos evitan pronunciar en esta historia) quiere ser padre y se comporta como tal: lee historias a su hijo antes de dormir, compra los regalos de Navidad y empatiza más y mejor que el padre biológico con sus miedos, penas y alegrías. Hasta ahí todo bien. Todo bien hasta que la relación con la madre (no con el hijo) se quiebra. Hasta ahí llega también su quehacer como padre, momento que curiosamente coincide con su debut y despedida como poeta. Tras publicar su primer y único libro de poesía, Gonzalo desaparece de la escena por varios años para dedicarse a la carrera académica a través de un prometedor postgrado en Nueva York. Sin embargo, y antes de abandonar físicamente los escenarios de la trama, Gonzalo deja una lección (sin pronunciarla y sin habérselo propuesto), con lo que su presencia silenciosa e invisible persistirá en las vidas de Carla y Vicente durante mucho tiempo: las únicas filiaciones y paternidades posibles son las construidas y en ningún caso las dadas y supuestamente naturales. Su propia experiencia lo confirma, no sin contradicciones eso sí. El abuelo de Gonzalo, por ejemplo, un viejo apodado el chucheta que ha repartido hijos, carencias y ausencias a diestra y siniestra, es una figura paterna despreciable y sin embargo temida y admirada por su familia. El chucheta es un patriarca que ejerce y goza de autoridad hasta el día de su muerte.

A partir de entonces, el foco de la narración se centrará en Vicente, el hijastro que ha crecido y, digno hijo de su padre putativo, ad portas de la adultez quiere convertirse en poeta. Digno hijo de su generación también, no quiere entrar a la universidad y descree del sistema de educación superior por el que muestra un desprecio nada nuevo en ciertos personajes de la narrativa de Zambra. La aparición de Pru, una desprevenida gringa que sin quererlo seduce a Vicente, será la excusa para adentrarse en la escena literaria local. Pru, una periodista cultural estadounidense, tiene el encargo de escribir un reportaje sobre el Chile actual y duda entre escribir sobre los quiltros callejeros, el presunto asesinato de Neruda o, muy a última hora, sobre estos detectives salvajes criollos. Rápidamente descubrirá que el mundo de los poetas chilenos –un poco como el mundo de afuera- es machista, arbitrario y está plagado de envidias. Un club marcadamente masculino, misógino y socialmente homosexual, en el que sus miembros gustan tanto de agarrarse a combos, como de reconciliarse entre abrazos y promesas de fraternidad. Los poetas chilenos desprecian a los narradores y consideran que “escribir novelas es más fácil”, y que Bolaño, pese a haber sido "un tipo inteligente", era un muy mal poeta. “No hay nada más triste que un novelista escribiendo malos poemas”, sentenciará el Pato. En tanto, algunas de las mujeres que frecuentan este mundo son más bien decorativas o simplemente anecdóticas. Pero de que las hay, las hay. Algunas ofician de chamanas, otras de performers y las menos glamourosas son abnegadas madres que piensan y escriben en los escasos momentos en los que su hijos pequeños duermen la siesta. Con la excusa de la investigación, Pru entrevistará a una docena de poetas sobre quienes hará un perfil en los que a ratos creemos reconocer (nos) ciertas figuras, retratos que las (nos) ridiculizan y que hasta las (nos) enternecen. Habría que dedicarle una mención aparte a las notas privadas de la gringa a propósito de esta investigación, a las cuales tenemos acceso gracias a un narrador caprichoso, por momentos muy indiscreto y que oscila entre la omnisciencia total, una tercera persona que observa desde un lugar prudente, hasta el delirio narratológico de quien juega con sus lectores demorando y hasta haciéndolos adivinar el impensado desenlace de una escena mediante una serie de posibilidades expresadas en alternativas de tipo selección múltiple.

Así las cosas, los proyectos vitales de Gonzalo resultan ser, en cierta medida, un fracaso. Nunca consigue convertirse del todo en poeta, así como tampoco en padre. Fue apenas un padrastro que se las quiso dar de poeta y terminó de poetastro. La única vez que logra impresionar literariamente a Carla, es plagiando algunos poemas de Emily Dickinson y Gonzalo Millán, los que lee en voz alta haciéndole creer que son propios. Ni qué decir de su primer y único libro de poesía que irónicamente lleva el título de Parque del recuerdo y que quedará relegado al olvido en el anaquel de una librería. Doble ironía si pensamos que la única editorial que aceptó publicarlo tras innumerables rechazos se llama Porque sí (previo co-financiamiento de “casi” la mitad de la edición). El humor gris, casi negro, es una constante en esta novela triste que nos hace reír, por momentos, entre lágrimas.

Gonzalo y Vicente son poetas (o tal vez solo poetastros) que prefieren el silencio del poema, más que su zumbido estridente. Sin embargo, es la familia de poetas chilenos vocingleros, pendencieros, siúticos, paranoicos y megalómanos la que los contiene y les otorga identidad en un país en el que no se identifican prácticamente con nada. Es la familia de la poesía chilena la que les proporciona tema, debate, interpretaciones y, sobre todo, poesía; alimentando así su infinita obsesión por este lenguaje otro, distinto y misterioso que trae consigo las voces de tantos inmensos poetas en la corriente de sus aguas. Yo me quedo con ellos y con esa familia literaria, aunque también los odio y ellos, de vez en cuando, también me odian un poco. Demás está decir que el libro de mi ex amigo sigue inédito. Como los personajes de esta novela, personalmente prefiero que la pobreza no me haya parecido atroz y el poder una cosa deseable y haberme atrevido a ser poeta. Con todo lo ridículo, con todo lo precario y con todo el humor, también, que es preciso tener para sostener este personaje que en Chile –eso lo sabemos muy bien los poetas- es mirado como un objeto curioso, absurdo y hasta grotesco; pero que, como el loco de la aldea, de vez en cuando lanza un mensaje profético lleno de una clarividencia que nos deja helados. 

Valdivia, marzo en cuarentena de 2020.

Antonia Torres Agüero. Escritora, Dra. en Filología Románica (Dr. der Phil) por la Heinrich-Heine-Universität de Düsseldorf.



 

 

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Anagrama. Barcelona, 2020. 421 páginas
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