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Antonia Torres:
INVENTARIO DE EQUIPAJE
Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2006, 85 páginas

Por Roberto Onell H.
Pontificia Universidad Católica de Chile
ronell@uc.cl

En Anales de Literatura Chilena, año 8, N°8 2007




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Tres secciones componen este libro de poemas: “Las estaciones aéreas”, que es la versión aumentada de un homónimo primer libro (Valdivia: Barba de Palo, 1999); “Orillas de tránsito”, versión corregida y aumentada del segundo, también homónimo (Santiago: Secretaría Regional Ministerial de Educación Décima Región de Los Lagos, 2003), e “Inventario de equipaje”, conjunto hasta ahora inédito. El presente volumen puede considerarse, entonces, la suma de las publicaciones de Antonia Torres. Apuntemos que la autora, según se nos informa en la primera solapa de este tomo, nació en Valdivia en 1975, es periodista y candidata a Magíster en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Austral de Chile, aparte de haber publicado poemas en varias antologías, y recibido premios regionales y nacionales por poemas individuales y por Orillas de tránsito. Su escritura poética se caracteriza por la irregularidad métrica, y el poema de extensión variable entre unos cinco versos y un par de carillas.

Distintivo es un cierto tono hablado, de una oralidad muy visible en la poesía castellana de fines del siglo XX, y en Chile, en especial desde la década de 1970; tono a veces conversacional, en tanto la apelación es recurrente, y muy emparentado con la llamada poesía lárica, pero más cerca de Jorge Teillier que de Efraín Barquero, y próximo también a Enrique Lihn y Gonzalo Millán. Con los chilenos comparten sitios, entre otros, Quasimodo, Montale, Pavese, Vallejo, Cisneros, T. S. Eliot y Pizarnik. He de revisar cada sección, y luego ofrecer un juicio de conjunto.

“Las estaciones aéreas” (7-39), dividido en “I. Apertura de temporada” y “II. Fin de temporada”, es una pausada meditación sobre el vínculo entre lenguaje y experiencia. La voz hablante nos alterna escenas del ámbito doméstico de la pareja: “no sé qué de lirismo contienen aún los amantes” (22), tanto como de un pueblo pequeño: “la plaza es un potrero pequeño por donde cruzan animales / rumiando la nostalgia condensada de sus habitantes” (36). Descansando en la lentitud de la palabra hablada en tales ámbitos, esta voz dice lo suyo con una tranquila severidad: “no se debe traspasar el sueño con el rayo de la espada” (14), “todo libro es un cazador oculto” (15), “me sorprendo / peinando palabras largamente hermosas / […] preparándome una emboscada a mí misma” (23), “no es de la fosforescente rama de abedul / de donde cuelga la imagen” (24), “hoja a hoja tragamos las palabras […] hasta el carnoso corazón del silencio” (29). En su facultad de abrir realidades y entreabrir misterios, esta palabra hace un recorrido por épocas personales y espacios compartidos, durante el cual la amenaza del deterioro, la ruina y, en fin, la muerte, otorga una aspereza que a veces se resuelve en cese: “la muerte cría su costra dura y reseca” (20), y otras, en duda: “en este vasto cuerpo que somos / cuerpo en donde se congrega la tarde / con todo su sueño secular” (21). Los poemas de apertura y cierre, escritos en cursiva, y de bella intensidad ambos, son las llaves que arman este segmento.

“Orillas de tránsito” (pp. 41-65), dividida en dos partes, continúa la meditación anterior. La relación entre lenguaje y experiencia prosigue en su evaluación pausada, hecha desde el acontecer de lo humano: “parecíamos creer que la vida era un sinfín de tardes soleadas” (43), y donde resuena el intertexto de afán reflexivo, tan característico por lo demás, de Enrique Lihn: “ahora quizás / en estos meses de calma / pueda decir: fui feliz” (43). La intensidad vital ocurre en correspondencia con la escritura: “para roer el hueso de nuestro amor / he practicado meses con el poema” (48), así como la experiencia de la lectura es inscrita en otro plano: “tarareas una canción mientras lavas los platos. / Lo interpreto como un gesto de romanticismo / una señal para deponer las armas” (50), donde la gran vida del día a día en pareja puede rebasar, y dar sentido, a esta voz hablante. Buena muestra del estilo de Torres es el poema “año cero” (así, con inicial en minúscula, 52-54), cuya respiración decrece en versos de una sola palabra, como anáforas (“destilamos”), y crece en versos largos, como prosa (“un acto de alquimia en medio del silencio cavado / entre el moribundo calor de la tarde y la construcción del sendero”), para arribar a un final concentrado, que aparenta ser un nuevo comienzo… El poema “Nalcas en el cementerio” (59) no solo nombra poéticamente la planta acaule, sino sobre todo nos sitúa en una retrospectiva del quehacer juguetón de tiempos infantiles, en un espacio vegetal, primigenio, muy semejante al de los sueños.

“Inventario de equipaje” (67-83), finalmente, insiste en la división del conjunto en dos partes, tanto como en la relación, que aquí es una colaboración más abierta, entre la experiencia y el lenguaje. El poema “Sostener el cuerpo con palabras” (69), reproducido en la contraportada, es un genuino manifiesto, un ars poetica que no cito porque mejor sería copiarlo íntegro. El énfasis en la relación de pareja vuelve a hacerse sentir, siempre en correspondencia con la palabra: “somos la indiscreta mariposa nocturna zumbando / allí / justo donde debe decir polilla” (70), y también en la ruina de la corporalidad, a pesar de las palabras: “tanto tristísimo forcejeo / de tantas tristísimos cuerdas / cientos de tristísimos instrumentos” (71). El poema “Eco” (73), con epígrafe de Gonzalo Millán, empieza: “las palabras de las palabras de nuestras palabras / aletean aún tras el griterío / suspendidas en el aire del cuarto”; lo dicho permanece y nos recuerda quiénes hemos sido, persistencia de la memoria de dos. “Trabajar cansa” (81-82), apoyado en Pavese, es un poema extenso y un muy buen exponente del trabajo de Torres, como “año cero”, en que la reflexión, que alterna severidad y suavidad, vuelve sobre el cuerpo y sobre el acto de escribir; el verso breve y anafórico: “pasan”, “pisan”, “pesan”, el compás largo: “ancianos arrastrando una red de escombros retorcidos”, y combinado: “Lavorare stanca, como un buen poema / terminar con el primer verso y provocar el efecto / de canciones populares / o de un himno / el cansado acto escolar”. Inventario, este, pausado, a escala humana.

Antonia Torres nos ha entregado una poesía reflexiva, modulada en un persistente tono oral, de intimidad personal y de pareja. Es distintivo el modo conversacional, en que tanto el pensamiento como el canto habitan el poema, y lo dotan de una ambigüedad bienhechora. Los suyos son ámbitos a veces domésticos: el cuarto, el comedor, la cocina; otras, abiertos a la presencia colectiva: la calle y la plaza de la aldea; así como el cuerpo, a menudo, es el protagonista de toda esta historia. La poesía de Torres es así un curso, que no por fluido es menos interrogador; un modo de aproximación a la sabiduría, al saber destilado de ese antiguo ocio sagrado, que a pesar incluso de muchos poetas sigue siendo la poesía. Poetry as speech, como deseaba Pound; como el habla tranquila e intensa que nos sale al paso con relato y canción. Y hasta, hemos de apuntarlo, con un dejo de desaliño no siempre justificado por el aliento de la oralidad… Pero, siempre, esta poesía permanece abierta a la contemplación del devenir humano; de ahí que el tiempo machaque, de fondo, cada una de estas páginas, en buena hora reunidos los tres conjuntos. La autora nos propone, según cada una de las secciones, estaciones, orillas y equipaje, pero también aire, tránsito e inventario; diversas afinaciones de esa pregunta problemática emergida con el transcurso existencial: el porqué, el hasta cuándo, el desde dónde, el cómo. Antonia Torres nos muestra a un ser que quiere y logra, al tocar y tocarse, al mirar y escuchar, al recordar e imaginar, al escribir y leer, reconocerse humano.



 



 

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Antonia Torres: "Inventario de equipaje".
Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2006, 85 páginas.
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