EL
POETA SE ENAMORA DE LA MUERTE
Por
Marco Aurelio Rodríguez
Gonzalo
Rojas (Contra la muerte) no quiere parlamentar con ella. Óscar Hahn,
en cambio, sí. "Hola, flaca, le digo. ¿Cómo estái?"
Para
el autor de Arte de morir (1977) y Mal de amor (1981), sujeto y
objeto danzan su movimiento en erotismo perpetuo: la vida penetra la muerte y
viceversa ("y en cada dulce flor de sangre inerte / la muerte va con piel
de sal entrando / y entrando van las flores en la muerte"). En Nicanor Parra,
en cambio, el galanteo no es otra cosa que eterna persecución y gresca
("la muerte es una puta caliente"),
engaños mutuos, sonido de huesos, exabruptos, sexo pasajero y banal. La
poesía es eterna; el amor, en cambio, no.
Parra ha transitado desde
el cementerio de su infancia, en el barrio de Villa Alegre, "y todos los
días veía pasar carrozas que entraban en el cementerio llenas de
flores y regresaban vacías. Nuestros juegos de niños y nuestras
picardías las hacíamos en el cementerio, en medio de las tumbas";
ha lucrado de La Pelá ("A la casa del poeta / llega la muerte borracha
/ ábreme viejo que ando / buscando una oveja huacha": arrebatos del
poeta y la huesuda alegre) pero finalmente ha encontrado más males en los
vivos (sobre todo, en las vivas) que en los muertos.
Armando Uribe Arce
es caso aparte. El autor de Transeúnte pálido y Los ataúdes,
enclaustrado desde hace ocho años en su departamento frente al Parque Forestal,
tras la partida de uno de sus hijos y de su mujer ("un pensamiento de Pascal
dice que los mayores problemas de los seres humanos vienen de no poder quedarse
tranquilos en su pieza", se excusa), encarna en sí la parsimonia de
la muerte: "Si me muriera hoy en la noche, estaría muy contento".
Si hubiese que elegir la intercesión del ocaso, allí está
nuestro poeta, peinado a ras de calavera, enjuto y sofocando los hilos de su pitillera,
su simulacro vital, impecable en su traje, oscuro y lánguido y sin dientes.
"¿Para qué quiero dientes, si yo no necesito sonreír?".
La bestia apocalíptica, como lo llamaba Roque Esteban Scarpa, "se
ha preparado para ser viejito desde la niñez -como decía de él
un amigo, a sus 20 años infames-". Su familia -según evoca-
se regía por los principios del "medioevo cristiano", lo que,
junto a su apego a las letras, lo han convertido en el gran inquisidor de la banalidad
de nuestra época: "Todo lo fundamental en Chile está podrido
y quienes mandan son putrefactos". La resignación empuña su
guadaña. "Yo quería ser liso como los ángeles y los
muñecos porque me di cuenta muy temprano de las dificultades que suponía
ser sexual, tener sexo".
A los 14 años de edad se enamoró
perdidamente de una niña que tenía dos trenzas y que salía
en la revista Zig-Zag. Siete años después, cuando se la presentaron,
tenía una sola trenza larga que le llegaba hasta más abajo de la
cintura. Se casó con ella y fue su amor de toda la vida. Cecilia Echeverría,
historiadora de arte, fallece en 2001: "Era tan intensa/ que no la vi, divinidad,
/ y ahora vedla sin edad, /pálida, lívida, sin trenza".