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Un amor más allá del tiempo
Vida viuda, de Armando Uribe. Lumen, 2018

Por Cristóbal Gaete
Publicado en Suplemento Ku. 24 de junio 2018


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Para Armando Uribe (1933)1a poesía comenzó sorpresivamente. Cursaba Humanidades en el colegio Saint George´s y tenía como profesor a Roque Esteban Scarpa poeta, que en un artículo en El Mercurio reconoce el novel talento de su alumno y cita sus versos. Molesto, tras finalizar la clase siguiente, Uribe se enfrentó a Scarpa diciendo que lo había obligado a tomar el camino de la poesía, porque al ser creyente en Dios no podía despreciar el talento dado.

La obligación pareció tomar definitivamente camino en los años noventa, pese a que publicó muy tempranamente varios libros de poesía y derecho. Volvió a Chile luego de estudiar en Europa y no logró trabajar como abogado, pese a ser catedrático en Francía. Tampoco pudo como diplomático, aún cuando tuvo esas funciones en China, designado por Salvador Allende. Como su padre, era especialista en Derecho Minero. Decidió hacer clases en la Universidad de Chile durante años de forma gratuita. Paralelamente, su poesía se editó en los más variados formatos y con una continuidad impresionante tras años de silencio. Así fue conformando una obra intensa y filuda en las que destaca Odio lo que odio, rabio lo que rabio (1998) y Verso bruto (2002). La Antología errante (Lumen), publicada el año pasado, permite acercarse a una completa selección de su obra.

Al abandonar la universidad, Uribe, por sugerencia de su esposa Cecilia Echeverría comienza a escribir sus memorias. Antes de la publicación del primer tomo, "Memorias para Cecilia" (2002), ella fallece. Uribe es distinguido con el Premio Nacional de Literatura el 2004. Vida viuda es una nueva y más completa versión de By heart. Par coeur (2006), lo que explica cierto distanciamiento de Uribe hacia el libro pero no hacia su esposa, que sobrevuela continuamente en sus recuerdos, apareciendo muchas veces en sueños del poeta, al punto de acompañarlo tras su desaparición física. El mismo escritor lo explica: "Soñar no es el caso, porque no es que tenga sueños, no tengo recuerdos, tampoco pesadillas, sino que la tengo presente. Hay una frase en la ceremonia del matrimonio que dice 'hasta que la muerte los separe'. Yo la vendad considero en mi caso que la muerte no me separó: al contrario. De las relaciones humanas profundas, el matrimonio es lejos la más importante, porque implica una suerte de adhesión brutal a ciegas. Así describo yo el matrimonio y el sentimiento al respecto. A la vez, creo que la misma frase es válida en la fe cristiana. '¿Por qué brutal?' Me preguntó una vez José Miguel Varas. Le respondí 'porque somos carne, no podemos destruir la brutalidad. La carne es en bruto, va más allá de la conciencia´".

Vida viuda parte con una suerte de monólogo, donde se sugiere la posibilidad de grabar primero en audio los recuerdos. Uribe afirma que no hay tal método: "Lo único que ocurre a veces -no sé si en ese libro, ya no me acuerdo, es que mi mujer, en aquellos años, me dijo que si me aburría de escribir algunas cosas las grabara y después se transcribían. Efectivamente, hice eso varias veces con varios libros. No soy bueno para redactar monologando, yo creí que era capaz, pero no soy bueno. Otras personas han sido notables para redactar monologando, como es el caso de Stendhal. Grandes novelas y recuentos personales los dictaba perfectamente. No es mi caso, pese a que me he ganado la vida haciendo clases monologando. Parece que no tengo capacidad verdadera para redactar en soliloquio".

Estas memorias atraviesan décadas de vida chilena en sus más variados aspectos. La política tiene un lugar importante. Uribe recuerda las puertas cerradas a su retorno a partir de una conversación: "Lo de conflictivo es una frase que ocupó Gabriel Valdés. Conversando con él me dijo: nadie niega tu inteligencia, nadie niega tu capacidad, pero eres demasiado conflictivo". Tan enojado se recuerda en Vida viuda, que narra una parálisis en medio de una entrevista que dio para un documental francés.

Por supuesto en Vida viuda también tiene cabida la literatura. Es un compendio de vidas poéticas chilenas que se arrojaron al mito maldito de la poesía o que, en otros casos, mantuvieron la sensatez de los trabajos normales. En los primeros sale una completa estampa de Jorge Teillier y en los segundos, destaca Pablo Neruda, con el que recuerda Uribe haber compartido sin hablar ni una gota de poesía.

Sus memorias están plagadas de escritores chilenos. Si pudiera volver a conversar con uno, ¿a cuál elegiría?
—Mencioné antes a José Miguel Varas. Me gustaría mucho poder conversar con él, pero su muerte ya pasó hace un número considerable de años. Estas preguntas no soy capaz de responderlas, porque exigen una fantasía para las respuesta y la verdad es que la fantasía tiene que ser brillante para quedarse en la memoria. Y, en la memoria, no tengo ninguna adecuada. Tampoco voy a repetir frases hechas por mí mismo o por otro sin mencionar que son citas. Nos conocimos jóvenes, pero nuestra amistad vino más desde los años setenta y después de la vuelta a Chile.

Sin el articulo de Scarpa, ¿habría insistido en la poesía?
—Yo creo que no, fijese, porque en el colegio Saint George's en los años cuarenta, casi cincuenta, la poesía era mirada por todos los alumnos, incluyéndome a mí también, de forma ridícula y siútica. Por lo tanto, hacer versos no es ninguna gracia sino una especie de condena. Por eso mi reacción con Scarpa, por haber sido castigado con la capacidad de hacer versos.

Hizo clases de forma gratuita en la Universidad de Chile. ¿Qué significa la universidad para usted?
—La universidad era gratuita cuando yo estudié y hacer clases en ella la verdad es que era un honor. Eso fue variando, después se puso gazuza, no sé si ha escuchado esa palabra, es un estado previo a la gula.

Vida viuda recorre la mayor parte del siglo XX en Chile, ¿qué es lo que más extraña?
—Extraño un orgullo, no sé cómo llamarlo, que no se atribuye a soberbia, la soberbia es demasiado importante. Pero se podía sentir cierto orgullo de ser chileno, un orgullo cierto.

Escribe que todos los padres son malos.
—Yo creo que efectivamente todos los seres humanos estamos muy marcados por lo malo, la maldad, el mal objetivamente. Creo que no es nada frívola la figura del diablo, del demonio, de Lucifer, de Satanás, porque es un espíritu que opera en la vida humana. No es necesario ser católico cristiano y creer lo que sostiene la Iglesia Católica Romana, para ver que los humanos somos objeto a disposición del maligno, del malo, del padre de la mentira.

Hay muchos mitos sobre su encierro. ¿Es verdad que tiene el pelo de Cecilia Echeverría en un cuadro?
—Hay un antiguo dibujo muy bien hecho de la cabellera de mi mujer antes de casarnos incluso, una trenza muy larga y eso lo hizo un amigo mío del colegio.

Usted cuenta que bailaba con su fallecida esposa. ¿Qué música bailaban?
—Era yo el que tomaba la iniciativa. Estamos hablando de antes de casarnos, por cierto. No tenía plata, entonces la invitaba a lugares del populacho. Son recuerdos principalmente con mi mujer y también con otras niñas de familias bien constituidas. No sé si existen esos lugares: era arriba, en el Cerro San Cristóbal o en barrios medios extraviados de la ciudad de Santiago hace más de 60 años atrás. Yo tenía quince años. Tocaban boleros, tango no, porque era muy difícil de bailar. Yo nunca bailaba, más bien conversaba moviendo un poco los pies.

Pese a que amenaza con su carácter hosco, Usted escribe que cuarenta personas lo visitan al mes.
—Mire, ya no recuerdo cuando lo escribí, hojeando vi esa afirmación y creo que es una exageración. Creo que las estadísticas en esa materia son ridículas. Es una manera de levantarse el tarro, levantarse el tarro pelo, o sea, el sombrero de copas.

¿Todavía guarda papeles escritos en los bolsillos?
—Tendría que hacer una operación inútil, porque tengo bolsillos en los pantalones, no uso la chaqueta encima de la cama. Despierto vestido. No guardo papeles y antes me los metía en el bolsillo para no botarlos y a veces también los botaba.

Usted es critico de la vejez.
—Yo no pienso que sea crítico, sino experimentado. Mi experiencia con la vejez es que es inevitable y es general. No creo cuando dicen que las personas de edad tienen la cabeza bien. Eso no es cierto, porque la vejez entontece inevitablemente a quien sea. No es solo por experiencia personal, es por lo que veo, leo y he sabido. No solo de chilenos sino de cualquier parte del mundo.

 

 

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Adelanto del libro "Vida viuda"
Por Armando Uribe.


Cecilia murió hace dos días. Fui al cementerio. Oí un gemido tras la lápida. Llamé al panteonero y le pedí que la removiera de inmediato. Desencajamos la tapa entre los dos. Ahí estaba, quejándose levemente, vestida como la vi hace dos días, antes de meterla en el ataúd, y respiraba. ¿Milagro? No; nunca había muerto; o bien resucitó.

Para qué cuento las horas siguientes. La acompañé a casa de sus padres, vino el médico y constató que estaba bien, después de... ¿dormir? (perchance to dream, soñando acaso) unas cuarenta y ocho horas. Le recomendó reposo y unas gotas inyectables. Salí de esa casa más tranquilo, pensando que había sido un episodio novelesco, una fantasía soñada, un duelo interrumpido.

Caminé largo rato por calles con árboles que eran, cada uno, una larga estaca sin hojas. ¿Largo rato? Un día entero. Llegué a casa de mis padres, deshabitada desde que murieron. Dormí en mi casa infantil, sin sobresaltos, hasta entrada la mañana del día siguiente.

Ya vestido llamé por teléfono a su madre. Contestaron que no estaba disponible.

Decidí caminar de nuevo, dejar pasar varias horas, y después llamar una segunda vez a su madre. No había comido ni una migaja.

Cuando llamé por teléfono público —una caseta en que faltaba el aire— también me contestó la empleada que la señora Elisa no podía acercarse al teléfono.

Desesperado, me encaminé a la casa de sus padres. ¿Por qué no lo hice el día antes? No lo sabía. ¿Por discreción? Pero estábamos, Cecilia y yo, casados desde hacía mucho tiempo. Seguíamos casados, con la interrupción de dos días, con sus noches, cuando estuvo muerta. Y otra vez, ahora, con su resurrección. Me sentía como un recién casado con una niña todavía ligada con su familia o quizás como un tímido novio. (Yo había sido durante todo el matrimonio como un novio que va exhibiendo sus defectos, su mal carácter, paulatinamente.)

Convencí a Cecilia, que ya estaba en pie, de que volviéramos a vivir juntos, como antes. Al verla dubitativa le propuse, como cuando estaba de novio, ir a ver una película al teatro... ¿Odeón?, ¿Orfeón? Abrimos el diario en la sección «Espectáculos». El cine El Teatro quedaba en la calle Estado, no, Huérfanos, no. Olvidé de inmediato el nombre del teatro, de la calle, de la película.

Ella iba a ir por su cuenta, porque yo tenía que pasar primero a la Universidad de Chile, a la Casa Central en la Alameda, para participar quizás en una mesa redonda sobre literatura y espiritismo.

No intervine en tal encuentro de escritores y magos. Unos y otros me parecieron mediocres. Salí de la sala en penumbra, bajé la escalera interminable, de altas gradas que obligaban a pasar de una a otra con precaución y despacio.

La Alameda estaba en pleno y largo crepúsculo. Crucé su anchura, que me pareció mayor que en los recuerdos. !Cuánto había crecido o cambiado la ciudad durante los muchos años de exilio en el extranjero! Se había vuelto más fea aún de lo que era en nuestra juventud.

Entré al paseo Ahumada. ¿Dónde quedaría ese cine? Había anuncios iluminados, brillantes, y sectores en blanco, en gris, en negro. Tiendas con grandes vestíbulos, gente para mí desconocida en veredas y calzadas. Algunos grandes edificios, casi rascacielos. El cielo informe sobre esta parte de la ciudad, uno lo sentía como una tapadera pesada, rojiza, indiferente. En la primera cuadra no había cines.

Doblé en la esquina de la calle Moneda, no sé si a la izquierda o a la derecha. Estaba impaciente. ¿Me esperaría junto a la boletería, había ya comprado las dos entradas, serían entradas numeradas? ¿O más bien había entrado a ver la película? Yo estaba bastante atrasado. Calle Moneda era una sola luminaria destellante. La cuadra estaba llena de teatros o cines, unos junto a otros, y de afiches coloreados. El quiosco de periódicos era un collage multicolor. Algunos paneles de publicidad parpadeaban con ampolletas potentes de azul, de verde y de colorado.

Las películas anunciadas tenían títulos absurdos, ridículos, con palabras intercaladas en inglés norteamericano, o amenazantes, o misteriosas. Descartaba esos títulos; no «sonaban» como las palabras que creía eran las de la película elegida, aunque ningún término preciso se me venía a la cabeza. En la esquina empezaba, diagonal, la calle Nueva York, la de los corredores de Bolsa, oscura salvo un farol que se desprendía de un muro. No me interné por allí.



 

 

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