Me habría gustado escuchar a Armando Uribe refiriéndose a los 50 años del Golpe. Era un conocedor de la política chilena y sus opiniones escapaban a los lugares comunes, a las buenas o malas palabras. Fue embajador en China cuando bombardearon La Moneda y dicen que su conocimiento del derecho minero fue clave para la nacionalización del cobre. Escribió, además, el ensayo El libro negro de la intervención norteamericana en Chile, publicado en México en 1974.
Qué habría dicho del libro de Patricio Aylwin, Experiencia política de la Unidad Popular 1970-1973. Su opinión hubiese sido contundente, de eso no tengo dudas. Le dedicó a Aylwin una feroz carta abierta en 1998. Su visión de la transición estaba lejos de los consensos. Así lo atestigua esa misiva, innumerables intervenciones públicas y varios textos. De particular interés, por su profunda rareza, es Las brujas de uniforme, un collage poético donde confluyen Macbeth de Shakespreare y los diálogos registrados el 11 de septiembre de 1973 entre los miembros de la Junta Militar. Al modo de Ezra Pound en sus Cantos (a quien tradujo y dedicó un libro), quiso fusionar la tradición clásica con los discursos estridentes de sujetos que abusaron del poder.
Cuando llegó la democracia era habitual ver a Uribe en los foros políticos en televisión. Representaba a la Izquierda Cristiana. Pero, sobre todo, impresionaban su tono insolente y su cuerpo flaco, alto, vestido de terno. Lucía un cigarrillo con boquilla. Era un caballero católico que se salía del marco en cada aparición con frases afiladas, referencias precisas y la ferocidad con que acometía contra la derecha pinochetista y los partidos de centro. Sin duda, generaba incomodidad a sus interlocutores, casi todos convencionales y más ignorantes que él. En una ocasión retó a Marcelo Comparini, animador del programa Plaza Italia, ya que al finalizar una entrevista intentó regalarle una bolsa con productos de los auspiciadores. El poeta levantó la mano en señal de distancia y le espetó: “No, señor, no estoy para paquetitos”.
Una vez asistí a un recital de Uribe en el Campus Oriente de la Universidad Católica. Fue el año 1989, en una sala de clases con una audiencia minúscula. Llegó con cara de pocos amigos. Nos avisó a los que estábamos dispuestos a oírlo que no iba a leer sus poemas, sino que prefería dedicarse a otros poetas. Según él, era un pecado de vanidad declamar los escasos versos de su autoría. Insatisfechos, algunos de los presentes le pidieron que no cayera en la falsa humildad. Se negó tajantemente a acceder. En cambio, sí estuvo dispuesto a contestar preguntas y relató escenas de su vida como exiliado en París.
Pocos meses después salió Por ser vos quien sois, un conjunto de poemas que habla de Dios, de los perdidos y la insignificancia. Su silencio literario había sido extenso. La primera respuesta al regresar a Chile fue inesperada, cercana al misticismo. Tuvo una amplia repercusión crítica. No hay lugar había sido su último e inolvidable libro. En dictadura se encontraba en librerías de viejos. La portada fue diseñada por Eduardo Vilches. Su uso de citas latinas y versos escuetos configuraba un mito. De sus poemas, uno se había vuelto indestructible por su belleza: “No te amo, amo los celos que te tengo / son lo único tuyo que me queda, / los celos y la rabia que te tengo, / hidrófobo de ti me ahogo en vino. / No te amo, amo mis celos, esos celos / son lo único que me queda. / Cuando desaparezca en esos cielos / de odio te ladraré porque no vienes”.
Uribe parecía viejo antes de serlo. Su carácter singular se puede rastrear en Léautaud y el otro, de 1966, un estudio sobre un misántropo francés, célebre por sus diarios y volúmenes autobiográficos en los que cultiva la falta de pudor, el ingenio y el egotismo. Es un autor que influyó en su formación, alguien en quien vio a un doble, un temperamento afín. En sus memorias quedará registro de su transcurrir excéntrico, de sus amores, viajes, admiraciones, amistades y desprecios. Son documentos de primera necesidad cultural, cruzados por una perspectiva crítica acerca de la historia de estos últimos decenios. Hay también recuerdos narrados con cariño y sin rastro de complacencia.
El periodo final de Uribe está marcado por el encierro en su departamento aguardando morir. Será una etapa plagada de pesimismo, en la que compondrá centenares de poemas. No temió hablar de odio ni de erotismo en la vejez. Las preocupaciones que lo rondaban eran la muerte y sus inmediaciones, la tontera de los poderosos, el hastío y la rabia contra sí mismo, el misterio de la creación poética y las sucesivas crisis que atraviesa nuestra época.
Qué rasgos del pasado vería en el presente, cuál sería su sensación ante un país que olvida la conversación y la cambia por los gritos. Qué habría pensado del resurgimiento del fascismo desembozado. Elaboró la teoría del fantasma de Pinochet, que según él opera como un arquetipo para el chileno actual.
La discusión estaba dentro de las pasiones: la cultivó con vehemencia. El énfasis era uno de los atributos. No obstante, reconocía códigos, sufría culpas y emociones contradictorias. La censura y la funa lo habrían turbado.
Uribe murió el 2020. No alcanzó a ver la crisis social que, según Lucy Oporto, intuía y sobre la que ya había manifestado su inquietud. Era un eximio investigador de la idiosincrasia y la literatura. Reconocía sus conexiones. Mi curiosidad respecto a él se debe a que era auténtico, y la ironía estaba dentro de sus posibilidades al discurrir.
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Por Matías Rivas
Publicado en LA TERCERA, 2 de septiembre de 2023