En los años setenta Armando Uribe era una referencia esporádica en las conversaciones literarias. Se suponía que vivía en la isla de San Luis y que había salido en la televisión francesa atacando furiosamente al régimen militar. Aparecía en la antología de poesía chilena de Alfonso Calderón, pero no había mucho más. Con algo de voluntad uno podía encontrar, en los cajones de las liquidaciones de la Editorial Universitaria, el hermoso libro No hay lugar, diseñado, si no recuerdo mal, por Mauricio Amster. Esos cajones eran pródigos en cosas valiosas: de una pasada uno podía comprar a precio de huevo Poesía entera, de Anguita, y Muertes y maravillas, de Teillier. Y también La musiquilla de las pobres esferas, de Lihn, la poesía de Essenin y ese extraño avance psíquico de Pablo Palacio llamado Un hombre muerto a puntapiés.
Estoy seguro de que en 1990 Uribe ya estaba instalado en Santiago. Lo veía pasar con frecuencia, casi volando a instancias de su flotante gabardina, cruzando el Parque Forestal con la boquilla sostenida en los labios y el pelo estrictamente fijado con
gomina. En uno de sus libros autobiográficos escribió después que el psiquiatra Matta Blanco le había enseñado la importancia fundamental del lugar que adopta la raya en el peinado. Para dilucidar una personalidad era crucial si ésta iba a la izquierda o a la derecha, sólo que no se acordaba más.
Desde ese momento Uribe publicó con prodigalidad, como tomándose revancha por los años de ostracismo. No creo estar inventando esto: Uribe se había negado a publicar mientras se mantuviera Pinochet en el poder. Clotario Blest —igualmente católico— había jurado algo equivalente: no afeitarse "hasta que caiga el autócrata", de ahí el aspecto aurático o nímbico que ostentó en el tramo final de su vida.
Una tarde húmeda y sofocante del verano del 91 conocí a Armando Uribe en el Drugstore. Nos juntamos previo acuerdo, pero yo llegué un poco atarantado, complicado con los horarios, con llamados, con cosas pendientes. Además sólo disponía de un billete grande, lo que me impedía comprar cigarros. Esto me puso en una situación tensa, ya que Uribe puso su cajetilla a disposición sobre la
mesa. No había tiempo de ir a solucionar el problema a algún negocio, no me quedó otra que sacarle un cigarro tras otro siguiéndole el ritmo de fumador ansioso. En esa ocasión habló de cuestiones genealógicas, se indignó varias veces, se negó a comentar sus propios poemas, me regaló una cita de Browning y le dio plata —con un gesto seco, drástico— a cada uno de los mendigos que se acercaron a la mesa.
La exasperación fue un sello de Armando Uribe. Se nota en sus encomiables poemas tableteados, trabados, armados con las frases cortas del balbuceo.
Lo vi pocas veces más. En el funeral de Juan Luis Martínez se pegó una palmada en la pierna cuando el ataúd descendía al nicho. Supe también que cuando alguien le comentó que yo escribía bien, él retrucó "eso sería cuando tenía más pelo y menos barba". Por entonces lo invitaron al programa Plaza Italia, en la televisión, y al final, cuando Comparini le iba a entregar una bolsa con regalos de auspiciadores, Uribe lo detuvo: "¡No me dé paquetitos, señor. Si quiere me da cosas por separado, pero paquetitos no!".
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[A cinco años del fallecimiento del poeta Armando Uribe Arce]
Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 8 de agosto 2022