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Ha muerto Armando Uribe
Por Ignacio Valente
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 26 de enero de 2020
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Se nos ha muerto un memorable poeta de la última generación importante de la poesía chilena, que formaba Armando Uribe con Enrique Lihn, Miguel Arteche, Efraín Barquero y Jorge Teillier.
Su legado poético es un lenguaje austero y sentencioso, expurgado de todo adorno y nada complaciente consigo mismo, y sin embargo, no carente de felices arranques líricos. Su legado cultural consistió en dignificar el oficio de poeta sobre el fundamento de los clásicos de distintas épocas e idiomas. Sus mejores obras me parecen las tempranas: Transeúnte pálido, El engañoso laúd y No hay lugar. Sus libros posteriores respondían más bien a una necesidad personal de versificar su pensamiento, pero ya con menor fuerza creativa.
Uribe fundió dos exigencias arduas y casi contradictorias entre si: escribir una poesía del todo semejante a sí mismo y a su vicisitud biográfica, en un lenguaje directo y casi ingenuo, y a la vez producir textos de alto rigor formal, herederos de una tradición literaria que se remonta a Ezra Pound o Montale y a los propios poetas latinos.
La excentricidad de su talento lo hace introducir así uno de sus libros: "Mi concepto de la poesía
es: el arte es naif (así, en francés) (...) Mis poesías me aburren. A pesar de que escribo para combatir mi propio aburrimiento, que debe ser angustia. En cambio, prefiero algunos de mis informes de abogado. Dejo constancia de que soy autor de un diccionario de leyes penales, varios estudios de Derecho minero, y que tengo
ambiciones políticas ocultas. Soy católico romano y me llevo definiéndome en silencio todo el día y parte de la noche."
Reconozcamos, leyendo al revés esta mafiosa presentación, la calidad de quien es poeta y hombre de lenguaje por encima de todo, y que de las leyes añoraba su precisión verbal (eran los tiempos en que el lenguaje de las leyes, ay, se redactaba en Chile con un rigor verbal que hoy ni soñamos).
En el lenguaje de sus poemas se aprecia el castigo formal, la falta de complacencia, la áspera severidad con que el autor prescinde de todo relleno. Este carácter formal se corresponde con el castigo psicológico que el hablante se inflige a sí mismo, bajo la forma de una autorridiculización continua, a la manera de esos viejos ascetas que se llenaban de improperios delante de Dios.
Así, por ejemplo, en esta rememoración de su niñez: "Jovencito! Yo nunca he sido joven, / lo que se llana joven. Como un viejo/ de cinco años de edad meditaba en la muerte / revolviendo una poza con un palo. / (A los quince, a los veinte, a los veintiocho / revolvía una poza con un palo)." Siempre semejante a sí mismo, Uribe vivió meditando en la muerte.
Pero este ironía esconde pudorosamente una raíz de ternura y de nostalgia: una conciencia de paraísos perdidos y de dichosa cercanía con la naturaleza elemental. Es notable este contraste entre el hablante encerrado en oficinas, embajadas o bibliotecas, y la condición libre de la naturaleza, del amor vital, de lo abierto y
silvestre "¿Quién eres tú, poeta de la voz apagada / por el humo barato de una pipa / que fumas entre cuatro paredes silenciosas / mientras la primavera empuja flores / metiéndoles la mano por el pecho?"
No cabe un contraste más eficaz entre la existencia cultural y la naturaleza. Paradójicamente, tantos poetas que se mueven a sus anchas en el reino de la naturaleza y de lo telúrico, no sabrían arrancar a su edén un acento tan conmovido como el que obtiene, por el contraste de la añoranza, este habitante de los libros y de las oficinas. Me apena la escasa continuidad que han tenido estos dones, esta verdad humana, este rigor formal de un Armando Uribe (o de un Lihn o un Teillier), en nuestra poesía de las últimas décadas.
Fotografía: Alejandro Olivares