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POUND

Armando Uribe Arce

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Durante más de cinco años he leído a Pound con sumo interés, con sumo cuidado, con desconfianza. No creo tener otra excusa ahora que deseo hablar de sus obras y de sus hechos que la de haber leído gran cantidad de páginas acerca de lo que hizo y dejó de hacer, y más todavía de aquellas que constituyen sus hechos y sus obras verdaderas: sus libros de poemas y ensayo, sus traducciones de múltiples idiomas, en prosa y verso, sus cartas, en fin, todo lo que ha escrito y nos resulta accesible en nuestro medio.

 

 

Confieso que cuando adquirí por primera vez un libro de Pound, en 1958 y en Roma, conocía apenas su nombre. Su breve poema famoso, que le costó tanta preparación y habilidad, según supe después,

The apparition of these faces in the crowd;
Petals on a wet, black bough.

llamado In a Station of the Metro, me había interesado mucho menos que dos líneas cualesquiera de T. S. Eliot, su contemporáneo, su amigo, su hermano.

Estas caras que aparecen entremedio;
pétalos en ramaje negro y húmedo.

Era poco y demasiado a la vez. En una estación del Metro, el solo título, alcanzaba la categoría de un verso indispensable; si se le excluía, la impresión de realidad concreta, de instantánea feliz, daba lugar, hecha humo, a la imagen laboriosa de una composición de alumno aventajado; composición en prosa, agregaba para mis adentros.

En Italia, Ezra Pound estaba de gran moda el año 1958. Sus Selected Essays acababan de ser traducidos en Milán; la excelente revista Il Verri dedicaba una parte del número 1, año II, a su personalidad, transcribiendo el ensayo de Wyndham Lewis fechado en 1950; el número final de la revista Prospetti, publicada en cuatro lenguas, reproducía una selección de sus poemas, ilustrándola con un estudio de Hayden Carruth, en el cual se expresaba: «Pound ha restituido integridad al lenguaje. Por este don todos los escritores de hoy deben darle las gracias».

Era suficiente para deslumbrar a un joven becario. El becario distrajo dinero vital y compró los ensayos literarios, cuya lectura en la traducción italiana le sirvió de ejercicio cosmopolita: entraba en las ideas de un norteamericano que había vivido en Inglaterra, en París y en Rapallo; le oía hablar de Propercio y los poetas provenzales, de Confucio y los traductores del griego; llegó a saber que se las veía con «il miglior fabbro», con el maestro de Eliot, con un Mecenas pobre e ingenioso, amigo de Yeats, de Joyce, de Hemingway, enemigo terrible de sus enemigos, redactor de incontables «little reviews», esas que todos nombran y nadie ha tocado, un poeta épico, un teorizador político, recluido actualmente (se decía el becario con fruición) en el Manicomio de Saint Elizabeth en Washington D. C., donde ha escrito buena parte de sus producciones fundamentales, etc. Me daba vueltas la cabeza. Avanzaba en la lectura velozmente. De sus ensayos pasé a sus cartas. ¡Qué dificultades sufría al leerlas! Un inglés que no era tal, un dialecto americano que reproducía de manera fonética las particularidades de quien lo usaba, no las de todos los americanos ni las de cierta región: un estilo que era «1'homme même», demasiado, demasiado humano. Con tenacidad, hija del interés casi maníaco que me despertaban las ideas que adquiría en su lectura, alimentado por el fiel cumplimiento de los consejos de que su correspondencia entera está adornada, fui avanzando por éste que no era propiamente un camino intelectual, sino la experiencia de una relación directa con un hombre que parecía haber estado recién aquí, a la mano, haber salido recién de la habitación en la cual yo quedaba repitiéndome sus palabras, procurando comprender a posteriori las que no había entendido a tiempo. El solo hecho de no haber sabido aprovechar en su integridad cada palabra que leyera me inducía a continuar en la empresa de frecuentarle, abrir el libro de nuevo y proseguir la conversación. «Esto lo escribió Pound a los veintitrés años», me decía. «Esa edad tengo yo ahora, ¿Lo escribiría yo en este momento? ¿Sabría escribirlo? ¿Querría?». No podía contestar, pues a menudo hablaba ese joven Pound de 1908 de cosas que oía yo por primera vez en 1958, mencionaba autores que yo había visto citados en bibliografías de libros de texto, o que sólo «me sonaban» como nombres conocidos de «grandes poetas».

Pues bien, fui a librerías y bibliotecas y comencé a abrir las obras secretas de los antiguos que Pound consideraba necesarios, indispensables, absolutamente útiles para un poeta que quisiera ser lo mejor de su época y encontrarse sólo con los mejores de su especie. Safo, desde luego. Nadie me había hablado de Safo como este norteamericano; tornaba el nombre vagamente obsceno y floreado de la poetisa griega en pan blanco y comestible, en flores frescas «llenas de rocío». Permitía echarse de lleno en sus prados; incitaba a revolcarse en esa tierra. No importa, parecía aconsejar, que uno se levante sucio o magullado. Lo importante es conocer con el propio cuerpo espiritual la existencia, el espesor de esas tierras.

Tuve la dicha de conocer a Safo en la traducción de Salvatore Quasimodo. De tal modo pude gozar de sus «aneldos» o contemplar «una ligera luna», «blanca sobre la tierra», sin tener que comprobar de reojo si la luna del libro estaba mintiéndole a la que iluminaba, soberana, el Coliseo.

También tomé a Catulo de la mano del italiano Quasimodo. Y el gusto fue mayor aun que el del encuentro con Safo. La mujer, tan perfecta, danzaba en medio de una naturaleza celeste, sin trizaduras; o, más bien, las trizaduras recibían de inmediato una guirnalda que entrelazaba todo, convirtiéndolas en belleza: «Quisiera estar verdaderamente muerta... yo quiero recordar nuestros celestes padecimientos: las guirnaldas de violeta y rosas numerosas que junto a mí, sobre mi falda entrelazaste»... Pero el latino, el irónico Valerio Catulo, pertenecía a una naturaleza más cercana a la que yo vivía: la naturaleza social, en que el amor es un juego de cortesías, en donde las cortesías significan pequeñas muertes y resurrecciones; la muerte de un pajarillo de mi niña debe ser celebrada funeralmente como un grave suceso político, el odio a esa misma niña, vuelta ya mujer capaz de crueldad, es alta política y debe ser enfrentado como un problema de lógica o psicología. Y junto a la del amor, cuántas otras pasiones celebraba y denigraba Catulo. «Después, bajo los pórticos de Pompeyo he agredido a las más alegres muchachas de paseo» ... La fortuna material, la riqueza y la abundancia de comida y de sueño tienen una función para el poeta que vive en Roma, tal como en las novelas de Balzac. El dinero o su carencia son motivos espirituales de importancia, la envidia, la mofa de los Césares, el temor a los porteros.

Y Propercio. Y Ovidio. Y algo de Marcial.

Ovidio se me hizo gravoso y difícil; advertía su humor y la variedad de sus recursos, su imaginación constructiva y su protocolar conocimiento de innumerables formas de ser y decir, de actuar y simular. Pero su misma abundancia, su «acabado», eran ejemplos de una destreza que agotaba aun antes de empezar. Comencé muchas veces las Metamorfosis, leí todos los Amores, y el Arte de Amar; me propuse leer sus Tristes... y me detuve. Pound insistía e insistía. Le puse oído sordo.

Para Propercio, en cambio, fui todo oídos. Cada una de sus elegías me hallaba dispuesto a imitarla; sea sentado a la sombra de cipreses en la plaza del Priorato de Malta, sea caminando sobre el empedrado ardiente de una calle abierta hacía pocos años, me juraba cumplir las promesas de Propercio a su Cinthia; pese a que el propio poeta no creía —según vine a darme cuenta más tarde— en sus promesas. El mundo de Propercio, como llegué a saber en carne y huesos, era harto más complicado que el mío; la delicadeza de sus análisis, más semejante a las lucubraciones de Proust que a mis pobres recuerdos o deseos.

Marcial, en fin, me entretuvo tanto como los Recuerdos del Egotismo, de Stendhal. Pound no hacía gran caso de sus dotes; pero lo mencionaba como a un ser vivo. Cuando abrí sus epigramas, le temí como a una mala lengua célebre.

¿Por qué dar cuenta de mis lecturas ingenuas de griegos y romanos, si en realidad debo tratar de Pound? Pues, porque a través de las cartas y ensayos de éste adquirí la convicción de que debía conocerlos, porque la convicción tuvo la fuerza suficiente para obligarme a ello, porque oí a unos y a otros bajo el dictado de este educador sospechoso, pero cuán persuasivo.

Muchos profesores en distintas partes del mundo se hacen lenguas de la ineptitud de Ezra Pound en cuanto ensayista, de la torpeza y parcialidad de sus juicios estéticos, de sus violencias de mal gusto, lo obsesivo de sus idolatrías por algunos autores o períodos y lo injusto de sus exclusiones de grandes obras y épocas de oro. Acaso sea ello cierto; sin duda tienen tales críticos la autoridad que permite juzgarlo. Pero hay una virtud en la prosa crítica de Pound que me consta, así como le consta a muchos: la de que sus conceptos «se eclipsan» —como él dice— ante los valores que ha conjurado y que vienen a sustituir a sus palabras; pues él prefiere aquello que elogia a sus propios términos al elogiarlo. Pocos ensayistas pueden honradamente atribuirse tal privilegio; el privilegio de una concreta humildad intelectual. «Con razón o sin ella, creo que mis maldiciones y mis ensayos han sido eficaces, y que ahora probablemente muchos más van a las fuentes que cuantos leen mis ensayos».

Hasta entonces, todavía a mediados de 1958, daba yo por sentado el precio de Ezra Pound como poeta sólo porque me apasionaba su labor de ensayista profuso y estimulante. Pero él mismo se cuidaba de repetir a menudo que no hay que hacer caso de las opiniones de quienes establecen categorías entre obras de arte antes de haber dado prueba directa de su personal categoría artística. No exigía, por cierto, que todo crítico fuese un creador, pero sí que en el ámbito de su manera de escribir, mostrara cuáles eran los defectos y las cualidades que fundaban su criterio; no era concebible, solía expresar, que un escrupuloso contabilizador de los estilos ajemos usara en sus críticas un estilo que de acuerdo a su canon seria detestable.

En el caso de Pound se dispone de algo mejor que su prosa, algo a lo cual una atención continua y una dedicación completa otorgan la importancia de un instrumento para medir el «nivel» de sus opiniones: su poesía. Pound es primordialmente un poeta que además ha escrito en prosa, que por circunstancias públicas y privadas accesorias ha tenido un papel en la vida literaria de un largo período y en la obra de sus amigos y corresponsales. Comenzar su conocimiento por la lectura de sus cartas y ensayos era, entonces, peligroso y equivocado.

Compré los Cantos Pisanos, The Pisan Cantos, I Canti Pisani. ¡Nunca lo hubiera hecho!

The enormous tragedy of the dream in the peasent's bent shoulders
Manes! Manes was tanned and stuffed,
Thus Ben and la Clara a Milano
by the heels at Milano
That maggots shd | eat the dead bullok
D I G E N E S

Y después de DIGENES, una palabra en griego. La deletreé trabajosamente: d-i-g-e-n-e-s. Era la misma palabra, en caracteres griegos. ¿Qué sacaba con ello, si tampoco en caracteres latinos sabía qué significaba? Y Ben y la Clara ¿quiénes eran? La traducción italiana al frente, que consulté esperanzado no me aclaró nada. ¡Y Manes!

La enorme tragedia del sueño en los hombros curvos del campesino
¡Manes! Manes curtido y disecado,
Así Ben y la Clara a Milano
por los talones en Milán
para que los gusanos royeran el toro muerto

D I G E N E S

Pero seguí leyendo; y aunque a saltos y de bruces cada tres líneas, o varias veces en una sola, crucé este subterráneo en el cual escuchaba voces sin saber de dónde venían, identificaba nombres que eran sonidos apenas, sin referencia a nada que conociese yo de antemano; deteniéndome satisfecho ante inscripciones que me recordaban mis visitas a los museos: Duccio, Zuan Bellin (Giovanni Bellini, me decía astuto). ¿Quién era «the Possum»? ¿Quiénes «Kiang and Han», «Charlie Sung», «the R. C.», «Rouse», «Wanjina», «Ouan Jin»? E iba en la segunda página del primero de los Cantos Pisanos, que por lo demás lleva el número LXXIV del total de los Cantos. «Quien los lea enteros antes de preguntarse qué es lo que entiende en ellos, creo que se hallará al final entendiéndolos». Tal era el consuelo que con palabras de Pound («it is worth recalling some words of Mr. Pound»), ofrecía el editor inglés, irreprochable, en la solapa de su edición de los primeros ochenta y cuatro. Confiado en la seriedad de Faber and Faber lei de punta a cabo los once Pisan Cantos; en inglés, luego en la traducción italiana, luego en inglés de nuevo.

La tercera vez ya sabía naturalmente que Ben y la Clara eran Mussolini y su amante, colgados de los talones en Milán, sabía que «the Possum» era T. S. Eliot, aunque en verdad ignoro cómo llegué a saberlo entonces, antes de conocer su Old Possum's Book of Practical Cats. Supe que para Pound la historia de las dinastías chinas era fundamental: el espectáculo de una Moral en acción y el de sus tropiezos; recordé que Rouse era un erudito latinista y traductor de varias obras para la «Loeb Classical Library», obras que yo conocía según catálogos; y me acostumbré asimismo a gozar de la extraña poesía simple que iluminaba los intersticios de este interminable monólogo que me tocaba oír como escucha un intruso las conversaciones de un salón donde se reúne gente de sociedad, o un curioso los fragmentos de charla en un vehículo en movimiento.

. . . terrazas del color de las estrellas.
Los ojos suaves, tranquilos, sin desdén,
. . . . . también la lluvia forma parte del proceso.
No es del camino de lo que te apartas
y el olivo blanqueándose en el viento
¿qué blancura agregarás a esta blancura,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . qué candor?
también la lluvia forma parte del proceso.

Luz en los intersticios, y cemento durísimo en la masa de la construcción. Pedazos de mármol con letras grabadas por otro, citas íntegras de poemas ajenos, de documentos, de reminiscencias en varios idiomas. Y nombres, nombres, nombres propios y extraños, Personas, lugares geográficos, restaurants, padres de la Iglesia Católica Apostólica Romana, sectas heréticas, dioses griegos y deidades presumiblemente orientales, monumentos. Y sobre todo, signos jeroglíficos; lo que aprendí a llamar «ideogramas». No abundaban demasiado los «ideogramas» como ocurre en otros Cantos que más tarde, mucho más tarde, me atreví a leer; y sin embargo fue tal mi estupefacción irritada ante cada uno, que se multiplicaron ante mí como sombras y cubrieron más de una vez todo el texto, haciéndolo indescifrable, royendo incluso las bellas frases que coleccionaba cuidadosamente.

«Si nunca escribimos nada excepto lo que ya es conocido, el campo del conocimiento no se extenderá nunca. Uno demanda el derecho, ahora y después, de escribir para unas pocas personas con especiales intereses y cuya curiosidad alcanza al mayor detalle». Esta nota de Pound al pie de su Canto 96, debería taparnos la boca e impedir todo intento de burla rústica. Quien penetra a este mundo especial, que se proclama exclusivo, es a propio riesgo; se sabe que el autor en una linea del Canto XI describió aquello de lo cual se ocupaba como «los temas usuales de la conversación entre gente inteligente». Quien desea pasar por gente de esa laya debe aceptar las convenciones del grupo que le parece representarla. En la poesía de Pound hay convenciones que el autor respeta; pueden ser objeto de ludibrio fuera de sus libros; entre sus páginas son leyes positivas y necesarias; el movimiento de su mundo se sujeta a ellas.

Así es como recorrí, prudente e inquieto, los once Cantos Pisanos. Así, entré a la poesía de éste que me había recomendado previamente la de François Villon, la de Téophile Gautier, la de Tristan Corbiére, la de Arthur Rimbaud. Ni Villon ni Gautier ni Corbière me presentaron ninguno de los problemas que se agolpaban al solo entreabir los Cantos Pisanos. El mismo Rimbaud, con sus fantasmagorías que mezclan lo muy concreto y las abstracciones, según normas que para mis adentros emparentaba a las reglas mágicas de los cuentos infantiles, no me atemorizaba tanto como las figuraciones y alegorías de este adulto implacable, dispuesto a expulsarlo a uno de su posesión a la menor señal de timidez, con una vara tallada de signos misteriosos en la mano, una vara que no parecía ser «de virtud», dura, profesoral. Entre las facultades, entre los derechos soberanos de Pound estaba, como pedía su apologista Hugh Kenner, al suponer conocimientos profundos de Homero, Dante y la Mitología de Ovidio. Ay, era mucho suponer.

El joven que estudiaba en Roma y se emboscaba en los Cantos Pisanos tuvo que dejar la gran ciudad y volver al continente de nombre equivocado. ¿Se deja alguna vez una ciudad en que se ha vivido un año entero, un año angosto, en el filo de la adolescencia y la edad adulta, un tiempo que marca, una ciudad de sello tan amplio, con un relieve profundo? ¿No la llaman eterna? Es imposible vivir un año en la eternidad y no recordarla siempre.

Por amor propio y por amor ambivalente a la obra de este escritor que me había guiado, quisiéralo yo o no, durante aquella eternidad, continué la lectura de su poesía y su prosa, sin perder de vista el dictamen de T. S. Eliot en su Introducción a los Ensayos Literarios de Pound: «Su crítica y su poesía, su precepto y su práctica, componen una sola oeuvre. Para leer la poesía de Pound es necesario entender su crítica, para leer su crítica entender su poesía».

¡Cómo buscaba entonces citas de autoridades que me confirmaran en mi elección de un mentor extranjero! Cada parecer favorable a Pound lo recibía como un homenaje a mi sagacidad. Nada me satisfizo tanto como

The Poetry of Ezra Pound, del critico de «Hudson Review» y profesor de Yale, Hugh Kenner. A lo largo de muchas páginas justificaba, defendía, explicaba y desarrollaba la obra de Pound y su carácter, el valor de sus descubrimientos, su sentido moral, sus imprecaciones y elogios. Ahí encontré igualmente un plan de lecturas ideal para conocer lo mejor de Pound: «1. Debe recomendarse la incursión en Pisan Cantos al lector primerizo. 2. Toda la prosa de Pound que sea posible. 3. Especialmente A Guide to Culture (o Kulchur, como decía la edición inglesa). 4. Y la traducción crucial de The Unwobbling Pivot (El eje que no vacila), de Confucio. 5. Después... debe comenzarse por el Canto I y progresar a través de toda la obra».

Cumplí ese plan; estaba dispuesto a cumplir cualesquiera planes, con tal de entender esta poesía que me intrigaba y desesperaba, a la cual concedía todo el valor de lo que se ignora y otros declaran esencial. Pero cabeceé sobre El eje que no vacila: «Una sola familia colmada de humanidad, y el Estado se humaniza. Una familia cortés hace gentil a todo el reino. Un hombre ávido y pervertido... y el Estado irá a la confusión». La Guia para la Cultura me produjo indignación. Aristóteles era llamado en ella «Arry». Junto a observaciones cuerdas y hasta agudas, florecían hipótesis de science fiction sobre el origen de las aguas subterráneas, sobre el modo de encontrarlas, con ayuda de una vara, en el desierto. De todo ello sacaba consecuencias el autor para exaltar sus dictámenes sobre política e historia, literatura en incontables lenguas y economía y religión. Dejé la Guía para después.

¿No conviene empezar por el principio? Decidí leer los primeros poemas de Pound, los de Personae, sus monólogos dramáticos, sus «máscaras» como las denominan cuantos saben latín.

Eres una persona de cierto interés, uno viene
a verte y gana extrañamente
trofeos de pesca y alguna sugestión curiosa:
hechos que no llevan a ninguna parte,
un cuento o dos, preñados de mandrágoras o de otra
cosa que puede ser útil
y sin embargo no es útil,
no cabe en un rincón ni sirve a nada.
¡No! ¡No hay nada! En total y en conjunto
nada que sea tuyo.
Y sin embargo eso eres tú.

El poema se llama, en francés, Portrait d'une femme, pero podría ser el del autor para quien recorre sin precauciones las seis o siete partes que componen sus Poemas escogidos o Personae: las primeras Personae, de 1908, 1909 y 1910, correspondientes a otros tantos libros sucesivamente publicados; Ripostes, de 1912; Lustra y Otros Poemas de Lustra (1915); Cathay, traducciones del chino adivinadas más que transcritas del original, en los años de la Primera Guerra Mundial, cuando Pound descifraba los manuscritos del sinólogo norteamericano Ernest Fenollosa, confiados al poeta por Ja viuda del estudioso. Y Hugh Selwyn Mauberley, extenso poema en varios metros y poblado de personajes semejantes a los de T. S. Eliot: Mr. Nixon, Monsieur Verog, Dr. Dundas, Lady Valentine, con citas en griego y francés y versiones de otras lenguas. Este era su Testamento a los treinta años, en «L'an trentiesme de son eage», como lo dice en su primera parte, E. P. Ode pour l’élection de son sepulchre, con palabras de Villon.

Cuando el polvo de ambos yazga...
maicillo y maicillo en el olvido...

Pero sobrevivió a sus treinta años, y el lector de 1959, de 1960, sobrevivió a la lectura de Hugh Selwyn Mauberley. «Nadie conoce, a la vista, una obra maestra».

Finalmente fui a dar en la obra que cierra las Personae, el antifaz de un poeta que ya se atrevía a confesar que nunca era tan sincero como cuando imitaba: Homage to Sextus Propertius (1917). Ahí respiré. Todo el vagar anterior adquiría sentido en la atmósfera abierta de estas paráfrasis; los tropiezos, las caídas, las distracciones se daban por bien empleados. Las doce secciones y el Cantus Planus final correspondían directamente a mi experiencia de Propercio; no a la letra del latino sino al hecho de leer aquellas Elegías dos mil años después de compuestas, a las vicisitudes de una experiencia en la cual interferían la vida diaria del siglo veinte, la posibilidad de encontrar una antigua «pantera negra que yace bajo el rosal» en el parque público frecuentado por gentes de chaqueta, de vestido almidonado, entre niños con grandes corbatas blancas de lazo.

Medianoche, y una carta me llega de mi querida:
que vaya a Tivoli:

. . . . . . . . . . . . Al tiro!!

«De las torres mellizas salen yemas brillantes,
en lagunas extensas cae el agua que surge del Aniene».

¿Qué debe hacerse en cuanto a esto?

. . . . . ¿Me confiaré a las sombras intrincadas,
donde manos audaces puedan violentarme?

Si continué adscrito a la lectura fiel de cuantos libros de Pound logré situar, se debió precisa y únicamente al «descubrimiento» de su Homenaje a Sixtus Propertius. Ni los Cantos Pisanos me habrían llevado a los otros 99 Cantos que desconocía, ni los Literary Essays a su ABC of Reading, a The Spirit of Romance, a Pavannes and Divagations. Por cierto el Eje que no vacila difícilmente habría sido aguijón para empujarme a la versión de las Analectas de Confucio, al ensayo sobre The Classic Noh Theatre of Japan, y por último a los 305 poemas de la antología clásica de Confucio, The Confucian Odes. En ellas me detuve por largo tiempo. Las 305 Odas son poemas de muy variada forma, de temas y observaciones casi infinitos; como si todo el tiempo que ha existido y existirá estuviera en sus palabras, en sus pausas:

. . Un tiempo para estar en casa, un tiempo
para vivir en el
bivouac, un tiempo
para contar historias y contarlas.

Dos años, tres años, cuatro y cinco. En 1961 terminé los Cantos, en 1962 las Odas, leí los ensayos y panfletos políticos de la década de 1930, reunidos con el título de Impact, volví a leer sus poemas iniciales en antologías y recensiones de revistas inglesas, artículos piadosos y diatribas contra los defectos del escritor y el hombre, una biografía muy documentada y no obstante burlona, un libro dedicado a Hugh Selwyn Mauberley, en que se tomaba el hilo a las menores alusiones eruditas o sociales del poema y sus epígrafes y se le declaraba el mejor poema de Pound, el único poema de Pound, el mejor entre los escritos alrededor de los años 14 y 18 en lengua inglesa, en cualquier lengua, en todas. Cerré por fin todos sus libros, exasperado, aburrido de mí mismo y de su modo de moldearme.

No es posible librarse de la eternidad escribiendo un libro a su propósito. Pero sí es posible entender el tiempo en el cual se ha vivido, y a uno mismo en ese tiempo, ordenándolo en palabras, dividiéndolo en capítulos, llegando a la palabra fin.

Tal es el propósito de este ensayo. 

 

 

 

 

 





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