Cómo no me va a caer bien, si de los escritores chilenos sólo me gustan los quiltros, los sin raza, como esos perros desclasados, degenerados, sin poder, sin pedigrí, que no saben de dónde vienen ni a dónde van. Lo único que sabemos es que descienden de criaturas salvajes y callejeras: Violeta, Bolaño antes de ser Bolaño, Lemebel. Y Arelis. Ella es como una aparición marciana en medio de la burguesía literaria chilena, tan cuica, pituca, cheta, pija, tan blanca, macha y nerudiana, tan donosiana, es decir, tan cretina. Ella, en cambio, llegó envuelta en el pelaje de las nuestras: «toda mujer tiene un recuerdo asqueroso», escribió un día Arelis y es exactamente así.
Con un oído prodigioso para decir, para captar los ritmos nativos, naturales, y las tensiones sutiles de lo que nos rodea, ella hace escribir por primera vez a quienes nunca habían escrito, de hecho, a las que ni siquiera habían hablado. La voz no es algo que alguien te da o te devuelve, la voz un día brota y grita, y por fin el resto escucha. Entonces se entona, se eleva, se proyecta y alcanza y contagia a las demás, como las de ese puñado de chicas que hablan en Quiltras, sólo mujeres de la clase media baja y bajísima, cuando el internet iba lento, los buses eran viejos como los televisores y en los botellones se bebía ron con naranja en vasos de plástico.
La experiencia de crecer para ellas será mirar por primera vez a la cara el fondo y retorcer el silencio hasta que salga un ruido, emanciparse de eso sin nombre que, pronto sabrán, las atraviesa como mujeres, como personas, y que es ya memoria colectiva. Aprenderán, entonces, «por qué vivíamos tan diferente si éramos de la misma familia», como dice una de las primas de su primer cuento.
Las chicas de Quiltras tendrán que soportar que las encajonen en periferias, resentimiento social y rollos generacionales, referentes pop femeninos noventeros e imaginismo urbano marginal mediante. Pero su rebelión real habrá sido poner en marcha esta lengua de bestia, esa cadencia rota e irrecuperable del argot cotidiano del barrio empobrecido, que nombra y renombra, desde una falsa nostalgia, para dejar bien nítida la brecha de nuestros desencuentros. Son el tipo de cosas que sólo se aprenden en los bordes: saber cortar con filo las palabras cuando se ponen inútiles. O lo que hace Arelis con la realidad, dejar que esta la acompañe como una perra en el camino de regreso a casa hasta el paradero 20, como si fueran dos obreras amigas proletarias.
Antes de que este libro llegara a España, miles de jóvenes de los barrios populares chilenos se sintieron identificadas con esta emergente subjetividad, con las historias de extrarradio de chicas mestizas, precarias, urbanas, indígenas, bisexuales, de las que Arelis es su cronista extraoficial. Allí se vieron por primera vez, por fin estaban sus deseos y tormentos, todo eso que no recogió la literatura intramuros del masculino universal, anclado entre Las Condes y Providencia. Tampoco la del realismo sucio urbano de chicos malditos, donde ellas eran las novias, perritas, culitos, las musas flacas y perversas de sus delirios bukowskianos.
Es curioso cómo Quiltras cubre una época en que las chicas no están nada politizadas y, sin embargo, sabemos perfectamente mientras las seguimos en sus peripecias que ellas serán las próximas feministas, que están a punto de romper, de explotar, de despertar: la chica que revienta el globo del amor idealizado porque su novio le manda fotos de su pene a la vez que le promete un futuro a ella y a sus hijos; la joven asistenta social recién graduada que visita por primera vez un colegio público y encuentra en sus instalaciones cochambrosas la representación fidedigna de la educación de su país; las primas que se tocan las tetas pero a las que separan los conflictos y abismos sociales del interior de sus propias familias; la joven que vuelve de una fiesta y comprende que si ama la noche debe sortear los mismos peligros que enfrenta cualquier perra callejera, alejándose lo más posible del pastor alemán.
Es raro que ahora que quiero hablar de Arelis, de las cholas, de todas las sangres, de nuestros cuerpos mezclados e identidades cruzadas, me venga de repente la palabra pureza a la mente. Hablar de su sencillez expresiva, de la limpia intimidad de sus descripciones para la comprensión de los mundos. La escritora no busca los símbolos ni las ideas, va detrás de las propias cosas, que son lo que son; la realidad objetiva y ruinosa despierta la vida de la imaginación. Ya saben lo que se dice de la inteligencia de los perros chuscos, esa extraña facilidad para entrar en nosotros, tan pura, simplemente sin pretenderlo. Lo impuro en Arelis es lo puro. La historia del miedo, de lo invisible, de las que no contaban y ahora cuentan, hacen de este libro el retrato más vivo de nuestra intensidad y desmesura, y deja, sin proponérselo, el germen para la siguiente revolución.
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Prólogo a "Quiltras", de Arelis Uribe.
(E. Tránsito, España, 2019).
Por Gabriela Wiener