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“Si supiera por qué escribo, probablemente no escribiría”:
Entrevista a Andrés Urzúa de la Sotta - I Premio de Poesía Roberto Juarroz
(Julio de 2014)
Por Jorge Córdoba y Carolina Suárez
Editores de Bruma Ediciones
https://brumaediciones.wordpress.com/
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— ¿Cómo empezaste tu carrera como poeta y cuándo?
— Supongo que fue alrededor del año 2004, momento en que ingresé a un taller de escritura con el poeta Erick Pohlhammer en Viña del Mar. En aquella época ya tenía algunos textos escritos en verso. Eran poemas breves influenciados por mis lecturas de Claudio Bertoni y por mi circunstancia vital más inmediata: la angustia amorosa. Un texto de ese tiempo: ”Nuestro amor es redondo /o en otras palabras /como las pelotas”. También leí harto a Nicanor Parra y posteriormente a Rodrigo Lira, un poeta fundamental de la llamada Generación del ´80 en Chile. De alguna manera esos autores, sobre todo Bertoni y Parra, me permitieron entrar en una dimensión, la de la poesía, que yo intuía como hermética, de difícil lectura. En cambio ellos, con sus escrituras frescas y diáfanas, me permitían entablar un diálogo que en esa etapa incipiente se me hacía muy difícil con otros autores. Antes de eso, mientras estudiaba periodismo en la universidad e incluso durante mi adolescencia, ya me había iniciado en la escritura y en la lectura -que son dos caras de la misma cosa- con la narrativa. Leí con curiosidad algunos autores esenciales del boom, como García Márquez, Cortázar, Donoso y Vargas Llosa, y me interesé por el existencialismo, especialmente por Camus, Hesse, Kafka y Sábato. También leí mucho a Bukowski. Su estética sucia, que iba a contrapelo del sueño americano, me llamaba la atención. La abyección del personaje Chinaski, con su repugnancia y su desmesura, me parecía que cargaba con una desfachatez que increpaba directamente las costumbres y las apariencias del mundo burgués que me rodeaba: el de la ciudad de Viña del Mar, con toda su pompa arribista y conservadora.
— ¿Cuáles son tus autores y/o libros preferidos?
— Son muchísimos y responden a distintas latitudes y tradiciones. De los clásicos, La Odisea. Me interesa más la épica del ingenio de Ulises y la fantasía de La Odisea que la épica de la fuerza de La Ilíada. También me gusta mucho un poema anglosajón anónimo de la Edad Media, titulado El navegante, donde irrumpe con fuerza la nostalgia (el sentimiento poético por excelencia, según Jorge Teillier). Otro autor que me interesa es Baudelaire, por sobre Rimbaud. Entre la precocidad y el oficio, me inclino por el oficio. Suelen gustarme más los autores cerebrales que los vivenciales, más los autores de obras que los de gestas biográficas. Otros clásicos y no tan clásicos ineludibles para mi formación literaria: Kafka, Unamuno, Carroll, Bioy Casares, Rulfo. En el caso de la poesía argentina, me interesan Oliverio Girondo, Juan Manuel Inchauspe, Alejandra Pizarnik, Joaquín Giannuzzi, Roberto Juarroz, Martín Gambarotta y algunos poemas de Laura Wittner. De ellos, el que más se relaciona con mi escritura es Giannuzzi. Su Arte poética fue casi una premisa para mi trabajo literario durante un tiempo: “No agregue. No distorsione. /No cambie /la música de lugar. /Poesía /es lo que se está viendo”. Otros autores que no quisiera dejar de nombrar: Raymond Carver, José Emilio Pacheco, Valerio Magrelli, María Luis Bombal, Fernando Pessoa, Adolfo Couve, Georges Perec, Yasunari Kawabata, John Ashbery, José Saramago, George Orwell, Aldous Huxley, Edgar Lee Masters, Emily Dickinson, José Kozer, etc. También me interesé por el haiku en algún momento. En la tradición poética chilena contemporánea me interesan muchísimos autores, pero sobre todo los siguientes: Pablo Neruda (especialmente Residencia en la tierra y algunos textos de Canto general), Vicente Huidobro, Eduardo Anguita (su poema Definición y pérdida de la persona me parece notable), Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Alberto Rubio, Enrique Lihn, Juan Luis Martínez, Gonzalo Millán, Diego Maquieira, Armado Rubio-Huidobro, Rodrigo Lira, Erick Pohlhammer, Eduardo Llanos, Claudio Bertoni, Alexis Figueroa, Elvira Hernández, Carlos Cociña, Elicura Chihuailaf, Bruno Vidal, Bárbara Délano, Víctor Hugo Díaz, Malú Urriola, Héctor Figueroa, Yanko González, Bruno Cuneo, Andrés Anwandter, Kurt Folch, Germán Carrasco, Leonardo Sanhueza, Julio Carrasco, David Bustos, Jaime Pinos, Gustavo Barrera, Alfonso Grez, Christian Aedo, Gladys González, Raúl Hernández, Antonio Rioseco, Óscar Petrel, Víctor López, Priscilla Cajales, Fernando Ortega y Francisco Ide. De todos ellos, que son autores muy disímiles, me identifico más con una suerte de tradición negativa de la palabra, y de toda reminiscencia lírica y épica, que se fue gestando desde mediados del siglo XX en la poesía chilena (en consonancia con el surgimiento de la posmodernidad). Me refiero específicamente a la antipoesía de Nicanor Parra, a la contrapoesía de Enrique Lihn, a la lógica invertida de Juan Luis Martínez, a la lira destemplada de Rodrigo Lira y a la concepción viral del lenguaje de un texto como Virus, Gonzalo Millán. Creo que mi paladar estético, mi escritura y mi visión de la realidad se relacionan con sus propuestas. Ese escepticismo agudo, que en algunos casos llega a ser lacerante y existencialista. Esa concepción vacía de la realidad, carente de divinidad y de religiosidad cristiana. Pero a la vez una visión que no es victimista ni proclive al llanto. Una tradición, además, que sospecha de la primera persona o que al menos se cuestiona a sí misma, a diferencia de la poesía megalómana, grandilocuente y de tono mayor de gran parte de la tradición chilena. En definitiva, una poesía consciente de la precariedad del lenguaje y del estallido de la palabra, y de la escritura poética, en las postrimerías de la posmodernidad. Pues el gran problema del posmodernismo, advierte Lyotard, consiste justamente en “determinar si el lenguaje es efectivamente un medio, y un medio para comunicar”.
— ¿Te inspiró alguien en particular?
— No sé si me inspiró alguien o algo en particular, pero un largo tiempo me estuvieron dando vueltas en la cabeza, casi como un mantra, algunos versos de Enrique Lihn: “Nada se pierde con vivir, tenemos /todo el tiempo del tiempo por delante /para ser el vacío que somos en el fondo”. De alguna manera esos versos me salvaron. Caminaba el año 2004 ó 2005 y yo estaba absolutamente angustiado, envuelto en una crisis existencial y doméstica bien fuerte. Estudiaba una carrera que no me interesaba en lo más mínimo (periodismo), bebía grandes cantidades de alcohol, pesaba alrededor de 120 kilos, sufría constantes ataques de pánico, mi pareja estaba por dejarme y me sentía absolutamente inútil y perdido. Veía el mundo como tras un cristal difuso, como si hubiera un vidrio grueso entre la realidad y yo. La vida se me presentaba como un peso (o más bien como un gran sobrepeso… jajaja…), pero a la vez me sentía sumamente vivo, explorando una sensación muy próxima a la muerte y a la falta absoluta de control. Fue en ese contexto que los versos de Lihn me salvaron. Los leí y me hicieron sentido, pero un sentido radical, incluso físico, como nunca me ha vuelto a suceder. Leí los versos y pensé: bueno, si la muerte llega de todas maneras, entonces no hay nada que perder, entonces nada se pierde con vivir. Pero claro, mi vida tampoco era insoportable. De hecho, era bastante cómoda en varios sentidos: tenía dinero y comida (producto de la benevolencia de mis padres), un departamento en el barrio alto de Viña del Mar y buena compañía: familia, amigos y una pareja estable que estaba por dejarme. En síntesis: padecía una angustia existencial de índole burguesa.
— ¿Escribís narrativa? ¿Qué procesos de escritura se ponen en juego a la hora de escribir narrativa? ¿Y en poesía?
— Cada día estoy más convencido que la concepción de los géneros literarios es más bien pedagógica y responde a nuestra ingenua necesidad de clasificar y ordenar la realidad (e incluso de reducirla, pues siempre hay gente que quiere reducir la realidad). Pero la literatura desde siempre ha sido algo inclasificable. En la antigua Grecia la épica era narración, verso y música simultáneamente. Para qué hablar de la lírica, cuya etimología alude a un instrumento musical y no a la poiesis. Es decir, todo ha estado siempre mezclado. No entiendo por qué en algún momento de la historia nos pusimos binominales: esto es narrativa o lírica, esto es literatura o música. Creo que aquella concepción ha derivado en una delimitación ficticia, que no se condice con la complejidad y la heterogeneidad del arte y de la literatura en general. Pero a la vez, ha reducido las fronteras de cada género, propendiendo a una exacerbación de la especificidad un tanto absurda. En este sentido, no tengo muy clara la diferencia entre uno u otro lenguaje, sobre todo porque es evidente que en mucha poesía hay narrativa, y viceversa. De lo que estamos hablando, finalmente, es de textos escritos, de lenguaje escrito. Parafraseando a Barthes: la literatura es una manifestación de índole estético, como las artes o la música, pero que opera con códigos muy precisos: los escritos. No obstante, puedo distinguir una libertad inmanente a la escritura poética, la que no está presente en la generalidad de las propuestas narrativas: la despreocupación total respecto a la necesidad de contar una historia, a la sujeción a un argumento determinado. El texto poético tiene la posibilidad de nacer libre de la obligación de contar algo, de decir o incluso de comunicar algo. Puede obviar la referencialidad del lenguaje habitual para construir su propio lenguaje. Esto también puede estar presente en otros “géneros literarios”, pero por lo general la narrativa ha sido el arte de contar historias. La novela, de hecho, ha sido el artefacto moderno por excelencia: el género que pretende cifrar la imagen total de la realidad, que ha querido cristalizar la identidad (en muchos casos de manera forzosa). La poesía, en cambio, puede diferir del lenguaje corriente, disparando hacia todas las direcciones. Un buen poema, leí por ahí, se apoya siempre en una extendida y sostenida polisemia. Lo dice Rifaterre: “el poema dice una cosa y significa otra”. Otra supuesta diferencia entre la narrativa y la poesía tiene que ver con la construcción de ambos, con el ejercicio mismo de la escritura. Se supone que el verso está mucho más preocupado por la construcción del lenguaje y/o por la sonoridad de la palabra que la narrativa. De ahí una de las tres clasificaciones de la poesía según Pound: la melopeia. Sin embargo, en la narrativa muchas veces también hay ritmo, hay música y hay construcción de lenguaje. De modo que los poemas no son necesariamente poéticos ni las novelas necesariamente narrativas.
— ¿Cómo recibe tu entorno familiar y social tu inclinación hacia la escritura?
— El entorno actual es, en general, tremendamente pragmático y materialista. Digo esto porque gran parte de la acogida social y familiar que ha tenido mi trabajo literario ha estado determinada por los resultados. Me explico: si no hubiera obtenido ningún reconocimiento oficial o material por mi escritura, no sé cómo se lo tomaría mi entorno. Sospecho que pensarían que la literatura no es más que un pasatiempo para mí. Pero claro, siempre hay personas excepcionales, las que no miden a los demás por sus logros materiales ni por sus pergaminos.
— ¿Por qué “Nanometrajes”? ¿Cómo surgió?
— Nanometrajes surge a partir de una serie de textos cuyo denominador común es la visualidad. En algún momento me encontré con muchos poemas breves cargados de imágenes. Fueron escritos hacia el año 2007 ó 2008, momento en que estaba absolutamente asombrado por la sensorialidad de la realidad, especialmente por la visualidad. Fue una época donde experimenté bastante con los sueños lúcidos y con las imágenes. Una vez apagué las luces de mi cuarto, prendí el televisor en el canal Discovery Channel e hice un círculo con mis manos. La idea era mirar por el agujero que había hecho con mis manos e imaginar que estaba en una cueva, observando la escena que transmitía el programa de televisión: un paisaje gélido, probablemente de la Antártica o del Polo Norte, donde un par de tipos caminaban por la nieve. También tenía una fijación con los reflejos que se proyectaban en los vidrios. Muchas veces traté de convencerme que el reflejo de las personas en la ventana del metro o del bus no era un reflejo, sino una imagen real que sucedía al otro lado del vidrio. Además era una época bastante sofocante. Vivía sumido en el espacio interior, en una especie de microcosmos personal, entonces comencé a pensar que el hábitat natural del hombre era el dormitorio. Pensaba que quizás mi vida era un espejo de la transformación de la realidad circundante: el giro del mundo natural del exterior a la vida indoor de la casa, del colegio, de la universidad, de la oficina, etc. De algún modo, los poemas de Nanometrajes, casi como un cuadro de Edward Hopper, dan cuenta de esos procesos: del tedio y del ensimismamiento que se vive en el encierro y en la intimidad del presente, a la vez que ilustran la reclusión del individuo a la propiedad privada del mundo interior y el exilio del mundo exterior de lo público.
— ¿Cuáles son los tópicos de tu poesía?
— Mi escritura es un proyecto en constante movimiento. Más que tópicos en particular, entre los cuales podría mencionar la angustia existencial, el tedio, la experiencia de la visualidad, la fugacidad de la vida, la sensación de extrañeza y la crisis del lenguaje, me interesan los libros unitarios, que giran en torno a un eje temático o a una experiencia en particular. Me interesa la posibilidad de llevar procedimientos de otras disciplinas al escenario de la palabra escrita, emulando de algún modo esos procedimientos a través del lenguaje poético. Por ejemplo: mi primer libro se llama Galería (Ediciones Corriente Alterna, 2012). En él trato de llevar la experiencia sensorial de la visualidad al lenguaje poético, articulando una suerte de exposición de poemas. Mi segundo texto se llama Zapping. Allí, por medio de una serie sistemática de imágenes, construyo un sujeto femenino alienado, confundido por las imágenes de la televisión, de los sueños y de los medios de comunicación en general. Mi tercer texto, todavía inédito, se llama Tetris. Allí aludo, por medio de la evocación del videojuego homónimo, a la crisis del lenguaje en la actualidad (un lenguaje trastocado por el consumo) y a la urgencia del silencio. Otro proyecto es Pausa: un libro mucho más ingenuo, pero a la vez más espontáneo, menos cerebral si se quiere. Allí mi idea es salir absolutamente de los moldes que voluntaria o involuntariamente me he ido imponiendo. La idea es hacer justamente una pausa en mi escritura poética, a través de la recopilación de textos más contemplativos y sin pretensión directa de unidad. Este proyecto dialoga de alguna manera con unas palabras de Houellebecq que no dejan de hacerme sentido: “La poesía es el medio más natural de traducir la intuición pura de un instante”.
— ¿El lenguaje alcanza para expresar o es un instrumento limitado?
— Dice el poeta chileno Gonzalo Millán: “El poeta es el traductor de una experiencia inefable”. En el prólogo de la Antología de la Poesía Surrealista, Aldo Pellegrini señala: “La poesía es el lenguaje de lo inexpresable”. Yo me identifico con esas definiciones. La poesía y el lenguaje son medios precarios, totalmente limitados: nunca alcanzan a expresar lo que quieren expresar. Más aún: ni siquiera sabemos lo que quieren expresar o si acaso quieren o no expresar algo. De modo que el poeta, como sugiere Roberto Bolaño, siempre sale derrotado: “Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”. El lenguaje, entonces, es incapaz de dar cuenta de la experiencia y de la realidad, volviéndose un ejercicio puramente retórico. Dice Juan Luis Martínez: “A través de su canto /los pájaros comunican una comunicación /en la que dicen que no dicen nada”. Esos pájaros, esos pajarones somos nosotros: los seres humanos y nuestra ingenua pretensión de que a través del lenguaje vamos a poder entender algo, vamos a poder salir de nuestra miseria. Porque en definitiva, advierte Martínez: “yo creo que tenemos que entender que no tenemos nada que entender”.
— ¿La poesía debe cumplir una función social?
— La poesía, consciente o no de aquello, cumple una función social. Otra cosa es la repercusión que pueda tener en la vida pública (cuestión que hoy, en la sociedad del espectáculo, es extraordinariamente menor). Al trabajar con el lenguaje, que es la construcción elemental de la polis, y sobre todo al acceder al circuito de la publicación (y por lo tanto a la socialización y a la vida pública), la poesía ingresa a la dimensión política, se satura inmediatamente de dimensión social. La poesía es, entonces, política, quiera o no serlo. Está inmersa en la polis, es el producto sustancial de ella. Ahora bien, distinta es la voluntad del autor. En el diverso entramado de escrituras literarias, algunas son deliberadamente políticas y otras no. Están los que abogan por una escritura comprometida; otros reivindican el arte por el arte. A mi modo de ver, el poeta en algún momento debe hacerse cargo de las problemáticas sociales que lo rodean, pero aquello no es en ningún caso una máxima. Cada día valoro más la diversidad. Me interesa que existan y coexistan distintas escrituras, las que aludan a diversas formas de ver y pensar la realidad. Y no se trata necesariamente de escrituras evasivas (aunque es obvio que las hay), sino de textos que se hacen cargo de la diversidad de la experiencia, de miradas tan amplias como la amplitud de la realidad. Recuerdo una clase de historia del arte en la universidad. En ella la profesora dijo que las vanguardias se volcaron hacia una suerte de irrealidad, y yo pensé: no, de ninguna manera. Las vanguardias, a mi modo de ver, tendieron hacia una ampliación de lo real, es decir, a la reivindicación de otras dimensiones de lo real. Porque es evidente que la realidad no es sólo aquí y ahora. La realidad lo abarca todo, incluido el presente inmediato, pero también la memoria, los sueños, la fantasía e incluso la virtualidad. Dice Paul Éluard: “hay otros mundos, pero están en este”. O más bien (creo que Breton): “todo es real”.
— ¿Cómo ves el panorama de la poesía en Chile?
— Hace poco leía con atención el título de un libro de un poeta chileno joven, llamado Francisco Ide, el que se publicó este año. Se llama Poemas para Michael Jordan. Y me preguntaba: ¿qué debe pasar en una tradición poética para que una obra llegue a tratar sobre un basquetbolista norteamericano? Pues bien, supongo que mucha agua bajo el puente. Para que aquello suceda la poesía debe, de antemano, haberse desligado de muchísimas ataduras. Más allá de la norteamericanización de la cultura chilena, cuestión por lo demás evidente, creo que el fenómeno apunta al extraordinario terreno de libertad que ha ido ganando la poesía chilena contemporánea, principalmente a partir del remezón de la antipoesía parriana (y de muchos otros autores y movimientos, obviamente). En otras palabras: la poesía chilena no tiene, a estas alturas, la necesidad de justificarse; puede tomar arbitrariamente cualquier tema, debido a que superó hace largo rato ciertos complejos y convenciones de la lírica tradicional. En este sentido, creo poder decir con propiedad que en Chile hay efectivamente una tradición poética. Y cuando digo tradición estoy aludiendo a autores que leen a sus predecesores, que se hacen cargo de la tradición y que, sobre todo, dialogan. Obviamente que el diálogo genera disputas y luchas desesperadas por instalarse en el canon, pero aquello, en definitiva, es una consecuencia de una tradición activa, la que muchas veces funciona a través de la ruptura, de la deliberada oposición a la generación inmediatamente anterior.
— ¿Qué opinión te merecen las editoriales? ¿Qué experiencias has tenido con ellas?
— En Chile hay un movimiento editorial independiente extraordinariamente potente, el que se encarga de publicar aquello que las grandes editoriales desechan o simplemente ignoran. Me refiero a editoriales como Alquimia, Lom, Das Kapital, Cuneta, Libros del Pez Espiral, La Calabaza del Diablo, Fuga, Ripio Ediciones, Cuarto Propio, Tácitas, Ediciones Altazor, Pehuén, Ediciones Kultrún, JC Sáez, Inubicalistas, Perro de Puerto, Cuadro de Tiza y la desparecida Ediciones del Temple (que cumplió un trabajo indispensable en un momento en que el movimiento editorial independiente, y en especial el de colecciones de poesía, era casi inexistente), entre muchas otras. Todas ellas tienen líneas editoriales y catálogos bien definidos, los que se hacen cargo de diversos problemas, como puede ser la publicación de literatura regional, la reivindicación de las minorías, la articulación de pensamiento político, la construcción de resistencia social y, sobre todo, la publicación de obras literarias con evidente valor estético y/o político (cosa que a las grandes editoriales, movidas por el rating y por estrategias meramente comerciales, no les interesa). Además cuentan con un trabajo de diseño bien articulado y con editores que generalmente son autores. En este sentido, estoy convencido que la mayoría de las obras poéticas chilenas más interesantes de los últimos años se han publicado fuera de los grandes mercados, fuera de las grandes editoriales. Me refiero a textos elementales como Arte marcial o Libro de guardia de Bruno Vidal; Metales pesados o Alto volta de Yanko González; Lugares de uso de Víctor Hugo Díaz, Verano de Bruno Cuneo; Calas o La insidia del sol sobre las cosas de Germán Carrasco; Intemperancia de Héctor Figueroa; Especies intencionales o Banda sonora de Andrés Anwandter; Thera de Kurt Folch, Adornos en el espacio vacío de Gustavo Barrera (aunque este libro fue publicado por el sello El Mercurio-Aguilar); Las palabras callan de Jorge Polanco; Centrífuga de Alfonso Grez; Füchse von Llafenko de Gloria Dunkler; Gran Avenida de Gladys González; Poemas cesantes de Raúl Hernández; Recolector de pixeles de Christian Aedo; y Guía para perderse en la ciudad o Erosión de Víctor López, entre muchos otros. Todos estos libros tienen en común el hecho de haber sido publicados por editoriales independientes (o pequeñas) o incluso el haber sido auto-editados.
— ¿Por qué escribís?
— Si supiera por qué escribo, probablemente no escribiría. Pero tengo algunas sospechas: la escritura poética, incluida la lectura, responde a una búsqueda. Una búsqueda que probablemente no va a encontrar nada, pero que de alguna manera se relaciona con dejar constancia, con una especie de exhalación: el poeta inhala la experiencia y la devuelve tamizada por su mirada, pasada por el pequeño cedazo de la experiencia personal. Es, en alguna medida, un acto de regurgitación. También es una forma de conocimiento y de autoconocimiento. A través del conocimiento del entorno uno se construye a sí mismo, y viceversa. Otras posibilidades: escribo como una forma de vanidad; me gusta mirarme a través de lo que escribo, darle una forma visible a mis rasgos invisibles. Escribo para no olvidar. Escribo para estar en silencio, por tendencia natural a la soledad. Escribo para dignificar el tedio y el ocio. Escribo para decir que no tengo nada que decir. La verdad es que no tengo idea por qué escribo.
¿Qué le recomendarías a aquellos que están comenzando a escribir?
Que mediten los versos que le dictó Diego Maquieira al poeta Bruno Cuneo, quien se había autoimpuesto la tarea de no escribir: “No rompas el silencio /rompe la palabra. /Haz con los pedazos /un silencio nuevo”. O mejor aún, que le hagan caso a Juan Luis Martínez (siempre que se les antoje, por supuesto): “hacer reventar los sistemas es el único juego aceptable”.