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BUSCANDO EN LIMA A
ALEJANDRO ROMUALDO

Por Arturo Volantines

En diciembre recién pasado, en Lima, fui a dejarle a Alejandro Romualdo, un libro de Oliver Welden. Coletti me dijo que no fuera. Otros, también. Para quién no conoce Lima no es fácil el tráfico. Coletti me dijo: esa es la casa de Romualdo. Le dije: aquí me bajo del taxi, aunque no me reciba. A la vuelta, dijo. Teníamos cerca una cita con Carlos Germán Belli. Tampoco Belli estaba. Golpeamos la puerta hasta el susto. Vámonos, dijo, Coletti. Nos tomamos un jugo sentados en la cuneta. Volvamos, le dije. En Paris, no me fue posible irme, ese lluvioso jueves de abril del 2005, sin dejar las flores rojas para Vallejo. Los cuervos me perseguían por Montparnasse. Es mal presagio, me dije. Ahora tampoco me voy, Coletti. Abrió entonces la puerta Carlos Germán, con fiebre y arriesgada buena voluntad. Ya sabía que no vendría en esta ocasión a Chile. Estaba enfermo; se veía enfermo. Le pregunté -en su casa con notables pinturas- por Romualdo. Me dijo: ahora está mejor. Las horas se habían pasado entre el café, las fotos -que aún me debe Coletti-, la vanguardia, la neo-vanguardia y la tradición. A esa hora ya no era posible ir a la casa de Romualdo. Tenía una llave secreta que no llegué a usar. Gloria Mendoza me había dicho en Arequipa que me buscaría un libro de Alejandro. En el Rimac no encontré ninguno. Las numerosas librerías no conocían al poeta. Le dije a Gloría que quería escribir un artículo para Letras. Gloria me cuenta de la muerte y que me encontraría un libro. Pareciera que nadie se nubla con el poeta. Ahora la preocupación es el “crecimiento” y no la pensión de un poeta que no la deseaba y ya no la necesita. El fuego de Romualdo como la de César vale más que un gobierno insensible; es una palanca para levantar al mundo. Alejandro Romualdo estoy contigo, y tú sigues con nosotros en nosotros viviendo: “Si me quitaran un brazo/ Me quedaría el otro,/ Para saludar a mis hermanos,/ Para sembrar los surcos de la tierra,/ Para escribir todas las playas del mundo, con tu nombre, amor mío.”. Amén. 

   

Poesía de Alejandro Romualdo*

 


PERÚ EN ALTO

Según mi modo de sentir el fuego
Soy del amor: sencillamente ardiendo.
Según mi modo de sufrir el mundo,
Soy del Perú, sencillamente siendo.

Tierra del sol, marcada al negro vivo,
Llorando sangre por los poros, sombra
A media luz del bien, a media noche
Del día por venir. Yo estoy contigo.

Golpe, furia, Perú: ¡todo es lo mismo!
Saber, a ciencia incierta, lo que somos,
Buscando a media luz, otro destino,
Con todo el cielo encima de los hombros.

Por eso quiero alzarte, recibirte
Con los besos abiertos,
Junto a la luz,
Ardiendo de alegría.

 

SOBRE LA INFANCIA

La infancia nos llena la cabeza de luciérnagas,
De polvo las rodillas y los ojos nos cubre
Dulcemente. La infancia nos llena las manos
De globos y limosnas; la boca de pitos y azucenas
Y nos cobre las espaldas con sus plumas de cigüeña.
En la infancia son monarcas los ratones y los dientes.
¡Oh la infancia, la hora blanca del reloj,
El tierno silabario, el bonete de los ángeles y el duende!
Uno se siente nuevo, herido por un corcho,
Muerto heroicamente sobre un caballo de madera:
Amo mi infancia, mi corazón en pantalones cortos.

 

EL CUERPO QUE TÚ ILUMINAS

Porque eres como el sol de los ciegos, Poesía,
Profunda y terrible luz que adoro diariamente.
Mis ojos se queman como los ojos de las estatuas
Mi corazón padece como un vaso de vino en un armario.

Tú eres un puente de agonía, un mar animado
De agua viva y palpitante. Tú te alzas y brillas:
Yo giro alrededor de ti; alta y pura te miro
Como los perros a la luna, como un semáforo para morir.

¡Oh Poesía incesante, mi buitre cotidiano,
Me tocó servirte en el reparto de sufrimientos:
Como un niño exploraba las tierras pálidas del sol.

¡Oh Poderosa! Yo soy para ti uno de los miembros
De esta numerosa familia sideral
Compuesta de padres e hijos milenarios.
Yo soy para ti la noche: Tú me enciendes,
Ardo en el vientre universal,
Rabio con las olas y las nubes,
Escribo al girasol que me ama diariamente deslumbrado.

Yo te devuelvo, amor mío, como un espejo desierto
En cuyas entrañas están las cenizas de donde Tú renaces.
Yo te devuelvo amor, mi vientre se renueva sin cesar.
Tú te ocultas y muerdes, entonces, como una ola gloriosa, llena de dulzura y vigor.

¡Oh Poesía, mi rayo divino y cruel, clava tu pico,
Devora el fuego que me abate, apaga esta zarza inmortal!

He aquí mi cuerpo, roído por las estrellas,
Pálido y silencioso como un dios que ha cesado
Y que Tú arrastras, borrándolo, como el mar o la muerte.

 

SI ME QUITARAN TOTALMENTE TODO

Si me quitaran totalmente todo
Si, por ejemplo, me quitaran el saludo
De los pájaros, o los buenos días
Del sol sobre la tierra,
Me quedaría
Aún
Una palabra. Aún me quedaría una palabra
Donde apoyar la voz.

Si me quitaran las palabras,
O la lengua,
Hablaría con el corazón
En la mano,
O con las manos en el corazón.

Si me quitaran una pierna
Bailaría en un pie.
Si me quitaran un ojo
Lloraría en un ojo.
Si me quitaran un brazo
Me quedaría el otro,
Para saludar a mis hermanos,
Para sembrar los surcos de la tierra,
Para escribir todas las playas del mundo, con tu nombre, amor mío.

 

RESPONSO POR UN PAYASO NEGRO

Aquí yace Sam Brown. Aquí descansa su rueda pálida,
La que hacía girar sencillamente bajo sus pies como
Un planeta o una ola.
Lejos de su infancia silvestre, de la fiebre sexual, del
Tambor y de la danza hirviente.
Lejos. Dejó su infancia de leopardos y grullas y flores exóticas.
Aquí yace, más frío que la luna, más triste que el vino,
Derramado y oscuro como un vaso de miel para todas las
Moscas de la destrucción.
Una familia de arlequines le reza. Los astros del circo lloran
Y se apagan:
La muerte es una rueda muy traicionera, un jaguar silencioso
Que cae desde lo alto -desde cualquier hora-
Como un fruto encendido cae desde cualquier estación.
Aquí yace Sam Brown, más pálido que un espejo bajo la
Hierba mortal.
Su último traje ya no se arruga, el traje de la función final
En la cual tenía que caer junto con el telón
De la vida y la rueda.

Pidamos que la muerte no nos deje decir nada.
Pidamos que la muerte nos separe, nos desgaje suavemente.
Pidamos que nos haga desaparecer como un ilusionista.
Roguemos porque la muerte llegue como el extraño que nos pregunta por la hora.
Porque Sam Brown ya no se mueve.
Porque aquí yace Sam Brown como un girasol ciego.


*Tomado por Arturo Volantines de http://vosquedepalabrasvives.blogspot.com,

donde fue publicado por Julio Carmona.

 

 

 

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