EN EL LOMO DE LOS LIBROS
Por
Arturo Volantines
Siempre me llaman o vienen a la librería los desesperados buscadores de libros. Me dicen que buscan hace tanto y que han recorrido muchas librerías y tal libro no aparece. Incluso, he recibido muchas visitas del extranjero, especialmente de Alemania y de Inglaterra: éstos son los más interesados en encontrar ciertos libros. Me piden casi con suplica que les busque el texto: por esto, por aquello. No siempre son libros incunables. Y cuando les encuentro el libro se van felices. Me llama la atención que a veces ni los miran ni les importa el precio: sólo quieren el objeto, y lo miran como quien mira un niño perdido o un hermano desaparecido. Saben, generalmente, el valor intrínseco del libro, y otras veces son piezas sin mucho valor, pero quieren tener el libro, porque lo han buscado por años.
El primer libro que vivió en mi casa familiar, allá en Copiapó pedregoso y oliente a pimiento, fue "Por el mundo y mis universidades" de Máximo Gorki. Hoy, lo toco y lo re-toco en sus lomos, y pareciera que respondiera a mi ternura. Aún lo conservo, con la misma remembranza, que contiene algo de extrañeza y algo de inefable. El otro día cumplió 37 años. A veces vive en mi velador, otras veces se queda en la vieja estantería, y también ha bajado al comedor, a la cocina y por cierto también se ha quedado por días en el baño. Hace poco, fui a dar una charla a la biblioteca de la Universidad del Norte y me acompañó, por lo que tuve que hacerle un poco de aseo y pegatina. Es un consentido, pero ¡claro! tiene que compartir mi simpatía con varios cientos más.
Me recuerdo algunos hallazgos, como la primera edición de Valparaíso de Benjamín Vicuña Mackenna, que me solicitara Julio Namhauser, fundador del grupo musical “Amerindio” y del “Quilapayún” y creador de la famosísima canción “Todo Cambia”. Llegó un día directo desde Suiza, donde vive aún su exilio, y me señaló que ya había recorrido todas las librerías de Chile y algunas del mundo. Nada, no aparecía el libro. Hasta que di con él, y, además, en la primera edición, con las correspondientes litografías.
Tal vez mi propia experiencia familiar sea la clave para buscar y encontrar a éstos; ya que a veces me he demorado 5, 10 y 20 años en dar con ellos. Siempre tengo libros en búsqueda, pero hoy no recuerdo ninguno que esté pendiente más de lo razonable, porque siempre los he encontrado. Pareciera que ellos me encuentran a mí. Soy lector compulsivo; y, sí, sé que he sufrido muchísimo cuando un libro me lleva a otro, y no le encuentro. Me acuerdo en aquella biblioteca municipal de Antofagasta, donde pasé largas jornadas de escritura y reflexión y lecturas. Allí dejé encargado “Las uvas de las ira” de John Steinbeck. Durante algunos años la directora me prometió encontrarme tan ansiado libro, —la cual me tenía cierta comprensión y veía mi sufrimiento—, hasta que un día me dijo que me tenía el libro. Que alivio se siente. Por ello, trato de atender cada caso, y en la mayoría de estas búsquedas no hay fruto aparente. Pero a la larga me he sentido tremendamente satisfecho. Por ejemplo, cuando un niño me ha solicitado un libro; y años después, ya profesional, me lo encuentro: me saluda con gratitud y recuerdos. También recuerdo esa ocasión cuando un carabinero me vino a detener por “subversivo”, y me dijo que yo le había encontrado un libro, así que iba a hacer como si no me había visto, y que me desapareciera. Luego, como no le hice caso, y tras algunos días llegó un par de detectives con la orden de detención, pero también eran asiduos lectores. Pero al tratar de salir a Argentina a un festival de poesía, hasta ahí no más me llegó el privilegio, porque a pesar que el aduanero también era lector, no me conocía.
También para este aparente acierto fue, creo, fundamental ser hijo de un arriero copiapino y haber sido cordillerano. Mi padre, en las noches, en la cordillera de Atacama, soltaba a su tropa y al alba del día siguiente, me decía: —detrás de esas lomas están, muchacho; y tráemelos, menos a las preñadas, Y, yo, allá iba con la esperanza que no fuera cierto, pero allí estaban. A veces, el viejo se pegaba sus lejanas farras y los animales quedaban al libre albedrío, pero cuando él volvía a su alta cordillera, y con la mirada de “huellero”, decía: allá están los animales. Una vez, —en Copiapó—, el viejo, dejó abandonados varios días a sus bestias; pero un amanecer golpearon la puerta de la casa y al abrir eran ellas: las bestias que lo buscaban seguramente por la sed. A veces, también al viejo lo venían a buscar de lejanas provincias o del Noroeste argentino, para buscar tropas perdidas. Inclusive lo iban a buscar para hallar gente perdida o derroteros. Él podía decir a cuantos días o kilómetros se encontraba el objeto, animal o persona buscada. Le escuché decir varias veces: —A cuatro cerros y dos días, señor están sus bestias. Pero también era harto taimado, y a veces sólo respondía que estaba muy ocupado, y seguía mirando tras las nubes. Tal así, parece, que aprendí de Don Tito Acuña, mi verdadero oficio: baqueano de libros.
Últimamente he encontrado extraordinarios y preciados libros, como algunos de la colección Mimbre de Guillermo Deisler; otros rarísimos sobre la Guerra del Pacífico; o un libro sobre la flora de Chile, de por allá de 1850; o el otro que encontré de Pablo de Rokha, dedicado por él, en La Serena, a Alfonso Calderón en 1956, considerando que el libro apareció a cientos de kilómetros de esta ciudad.
Pero lo más reciente y que me hace reflotar esto, es que hace muchos años la Valentina Gálvez, me solicitó a mata caballo y con ansiedad y dureza cierta publicación de La Serena, donde ella aparecía ella como terrorista, junto a Jorge Peña Hen, el doctor Jordán y otra docena de gente noble, los cuales fueron todos asesinados. Pero ella sobrevivió. Ella se salvó a pesar de aparecer en ese texto. No le hice mucho caso cuando me lo solicitó, porque hay casos y personas quejándose que estuvieron en listas de fusilamientos y destierros, y nunca salieron de la puerta de sus casas. Me había olvidado del asunto o lo había anotado en la lista imaginaria de mis búsquedas. El otro día apareció el texto que requería la Valentina. Y, además, tenía razón. Allí se habla del plan Zeta y de todos esos terroristas, empezando por el músico, Jorge Peña Hen. Disculpa, Valentina.
Pero, además de los libros que damos como existentes, nombrados en diversas justificaciones literarias e históricas; a pesar que todo indica que no existen, —cuyo maestro de nombrar libros inexistentes es Borges—, están los otros: ésos que aparecen en las bibliografías de los autores o en sesudos estudios, pero que nunca han sido hallados. Es el caso de dos libros sobre la revolución de ’59. Uno, la “revolución de los corvos” de Antonio Acevedo Hernández y el otro, de Román Fritis, sobre su “Destierro” después de esta misma revolución, inclusive este libro esta supuestamente fechado en Fiambalá, en Catamarca; cosa que incluso encargué al alcalde esa ciudad; pero, creo que a pesar de la frondosa información, estos libros no han sido encontrados.
Volviendo a la Valentina. El otro día di con el texto. Se trata de una revista publicada a partir la quincena que va desde 19 de noviembre al 3 de diciembre de 1973, y se llama Norte, fechada en la ciudad de La Serena. En la tapa aparece una paloma con un slogan que dice. “Una nueva primavera comienza”. Y la Valentina tenía razón. Esta revista existió, y allí aparecen estos supuestos terroristas.
Mi mayor búsqueda ha sido el Tercer Tomo de “Contingente de la Provincia de Atacama en la Guerra del Pacífico” de Hilarión Marconi Dolarea, ex zuavo de Chañarcillo y profesor de francés en el Liceo José Antonio Carvajal. Tengo de los 3 tomos sólo 2 volúmenes que contienen el tomo 1, 2 y parte del 3 que se interrumpe abruptamente. Este texto fue publicado, por la familia Marconi Dolarea —que tenía un diario y una imprenta en la calle Chañarcillo de Copiapó—, en el periodo que va desde 1880 a 1883. He revisado casi todos los tomos que aún existen en particulares y bibliotecas, pero sólo he encontrado los 2 volúmenes conteniendo los 2 tomos. O sea, no he podido completar esta obra que es fundamental para el patrimonio atacameño. Estos textos me fue fundamental para descifrar la identidad del soldado encontrado en el cerro Zigzag(Chorrillos, Perú), llamado Miguel Mena Araya y de su pertenencia al legendario Regimiento Atacama. Ya contaré los detalles de esta pesquisa. Despierto cada vez que se aparece un ejemplar de esta obra.
Pero, leer un libro es un viaje único, infinito y trascendente, cargado por el amor divino: un amor crítico, al decir de Harold Bloom, en el ya legendario: "El canon occidental".
El libro indudablemente está en crisis, en decadencia infinita, como el sol y como la historia. Primero fue el periódico; luego, la televisión, más tarde, el fax y el Internet. Pero el libro sigue ahí, como en el cuento de Monterroso. Por algo, el libro es cuerpo de árbol y viene de Dios; por algo el libro seguirá creciendo insolentemente.