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ADOLFO COUVE
(Reflexiones sobre una narrativa completa) [1]

7 de julio de 2003

Por Adriana Valdés Budge

 


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Adolfo Couve fue escritor y pintor. Él habría puesto esas dos palabras en ese orden, a pesar de que en su vida fue primero un pintor de talento, y luego dejó de lado la pintura casi enteramente, por muchos años, y en forma más bien violenta. Se dedicó luego a escribir libros breves, intensos, trabajados. (Tan breves, que sus editores reclamaban no poder ponerles "lomo", cosa que sacaba de quicio al autor.) Al momento de su trágica muerte, había vuelto a pintar. También escribió casi hasta el final: Cuando pienso en mi falta de cabeza, su última novela, se publicó postumamente. En su casa de Cartagena se encontraron, además del manuscrito de su novela, sus últimos cuadros.

En septiembre de 2002, se inauguró en el Museo Nacional de Bellas Artes, una muestra retrospectiva de su pintura, y se editó un bello libro, cuya autora es Claudia Campaña, que recogía más de doscientas obras suyas en excelentes reproducciones, y permitió un redimensionamiento de su obra pictórica. En marzo de este año 2003, la Editorial Planeta editó su narrativa completa, lo que permitió por primera vez apreciarla de una mirada (muchos de sus pequeños libros estaban agotados o eran muy difíciles de encontrar.) La editorial me encargó el prólogo, tal como me había encargado el de la primera publicación postuma, Cuando pienso en mi falta de cabeza. Pensé que podría ser interesante compartir con la Academia algunas de las reflexiones que pude hacer al escribirlos.

Interesante, primero, porque lanza nuestra mirada hacia un "hacia afuera" de la Academia, trae acá el nombre de un escritor que nunca estuvo aquí, y, al margen de su caso personal, lleva a pensar en los muchos nombres de quienes, sin pertenecer a la Academia, dejaron huellas imprescindibles en la literatura chilena. (Siempre recuerdo el discurso del académico Jorge Edwards cuando recibió el Premio Nacional de Literatura hace algunos años: se declaró muy honrado por un galardón antes otorgado a varios ilustres que nombró y también muy pensativo ante la lista de escritores notables que jamás lo recibieron, entre ellos Vicente Huidobro, María Luisa Bombal y Enrique Lihn.)

Interesante, en segundo lugar, porque la escritura de Couve es extraña e inquietante, y desafía de muchas maneras las posibilidades de una crítica. Aunque ha recibido muchos elogios de críticos prestigiosos, se presta menos para un homenaje y más para una reflexión, dado el curioso y siempre discutido lugar que tuvo -y habrá de tener- en la historia de nuestras letras.

EL TEMA DE LA DISTANCIA CRITICA

Recuerdo -tal vez imperfectamente- haber leído hace muchos años una sagaz observación de Dámaso Alonso, previniendo en contra de los juicios críticos tajantes de obras contemporáneas. Es difícil hablar críticamente de lo que nos está muy próximo. "La crítica es cosa de tomar bien las distancias", dijo lúcidamente también Walter Benjamin, y nosotros, es obvio, estamos todavía demasiado cerca de Adolfo Couve. En particular debo confesar múltiples pecados de cercanía: una amistad personal ininterrumpida a partir de 1979, cuando quiso conocerme a raíz de una reseña que publiqué acerca de su obra El pasaje; un prólogo a su novela El cumpleaños del señor Balande, que me pidió en 1991 y tras su suicidio, el prólogo de sus dos obras postumas.

No quisiera, sin embargo, detenerme aquí en recuerdos personales: dejo esta cercanía personal sólo como un dato, para entrar en el tema de la distancia crítica desde un ángulo que me parece claramente más interesante. La frase que cité de Walter Benjamin venía en un párrafo más largo, el siguiente: "Es tonto lamentar la decadencia de la crítica, se le pasó el momento hace ya tiempo. La crítica tiene que ver con tomar bien las distancias. Funcionaba en un mundo en que importaban las perspectivas y todavía se podía tener puntos de vista. Hoy las cosas están demasiado cerca de la sociedad humana". [2]

La resonancia de ideas como estas ha sido enorme en uno de los campos de actividad del artista que fue Adolfo Couve: me refiero al campo de las artes visuales, donde el papel de la pintura fue muy fuertemente cuestionado en los años en que Couve decidió dejar el pincel y tomar, en cambio, la pluma. Decir "pluma" es ya una figura anacrónica, en esta era de la máquina electrónica que cambia la función de la mano del escritor. Decir "pincel", por otra parte, es aún más anacrónico. Recordaremos que a fines de los sesenta y comienzos de los setenta -fechas en que comienza a publicar Couve- se sostenía, con el énfasis excluyente tan propio de esos años, que a partir de la fotografía, primero, y luego de lo que Frederic Jameson caracterizó como una "saturación total del espacio cultural por parte de la imagen, en la publicidad, en los medios de comunicación o en el ciberespacio" [3] se había producido un cambio cultural tal, que el ejercicio de un "pintor de caballete" se había transformado -para la teoría- más bien en una curiosidad. [4] Cabe recordar que por entonces Couve era profesor de la Universidad de Chile, donde ese debate se daba con toda su fuerza. En 1973, dice la cronología preparada por Claudia Campaña, no sólo decidió dejar de pintar, sino también quemó varias de sus pinturas de esa época.

Hay en la obra narrativa de Couve, a lo largo de los años, una especie de soterrado diálogo con esa situación -y más bien con sus ecos aumentados, transformados abusivamente, en Chile, en exclusiones y en dogmas de alcance local, que persistieron aun cuando la pintura reapareció, desafiante, en la escena mundial a fines de los años setenta. El viraje hacia la literatura se produce, en Couve, en una tensa relación con la pintura, y en una no menos tensa relación con una subjetividad que se siente precaria y amenazada. Era la suya una constitución psíquica frágil, llamada -por sus médicos y por los catálogos internacionales de enfermedades- "personalidad sensitiva": una denominación que se ha aplicado también a otros artistas, como Franz Kafka y Virginia Woolf. [5] Caracterizada por la hipersensibilidad, el sentido de culpa, la angustia y el miedo, esta condición lo llevó a la invalidez en algunos periodos de su vida y, muy probablemente, determinó su trágico final.

En alguna entrevista que concedió en los años ochenta (y en sus conversaciones privadas de la misma época), explicaba su vuelco creativo, de pintor a escritor, diciendo que la pintura era "fácil" y la escritura "difícil" por lo que esta última era una actividad más meritoria (!). Al hablar de la "facilidad" de la pintura se refería, probablemente, a sus extraordinarias condiciones y habilidades natas, que lo llevaron a muy temprana edad a ser reconocido y admirado en Chile, a exponer con cierto éxito en Nueva York, y la docencia en las Universidades de Chile y Católica. El éxito inicial le fue fácil, como pintor. El desmontaje teórico de la pintura a comienzos de los setenta, la consiguiente denigración de la noción de belleza formal, y la irrupción de otras prácticas en las artes visuales, que parecían relegar sus habilidades al anacronismo, llevaron a que su pintura, hasta entonces pública, se hiciera una actividad más bien privada, [6] y que la actividad de escribir, hasta entonces más bien privada, se transformara en su cara pública. Aventuro, a modo de explicación provisoria, la siguiente: la clave del desplazamiento está en una fidelidad a una noción del "artista" y una noción de la "belleza" que ya no parecían tener lugar en la actividad visual de Chile, en la cual él tuvo destacada participación durante un tiempo y de la cual luego se alejó. Sí, en cambio, le parecían vigentes en lo literario, como si las nociones de tiempo y lugar no contaran, en la producción narrativa, del mismo modo que en la producción pictórica. Al hablar de su literatura declara "dar la espalda a las vanguardias locales y a las modas", y (en el prefacio a su recopilación titulada Cuarteto de la infancia, 1996), se declara "hijo de la Revolución y del Imperio", con mayúsculas: la Revolución francesa y el Imperio de Napoleón. El modelo literario atemporal es Flaubert, y la experiencia de la belleza narrativa que procura podría ser algo así como lo siguiente, expresada en palabras de Flaubert en una carta a George Sand: "Recuerdo haber tenido palpitaciones, recuerdo haber sentido un placer violento contemplando la Acrópolis (...) Me pregunto si un libro, independientemente de lo que diga, no puede producir el mismo efecto. En la precisión de su armado, la rareza de sus elementos, el pulimiento de la superficie, la armonía del conjunto, ¿no existe acaso una virtud intrínseca, una especie de fuerza divina, algo eterno como un principio?" [7]


AVATARES DE "LA TAN CONTROVERTIDA BELLEZA"

A lo largo de la Narrativa completa de Adolfo Couve se pueden seguir extraños avatares de esta "tan controvertida belleza" (la frase es de él.) Dice Couve buscar "una prosa depurada, convincente, clara, distante, impersonal, unos renglones donde tuviera que corregir y corregir, aprender a hacer bien la tarea, leerlos en voz alta, castigar el contenido y el lenguaje, intentar ese engranaje que da como resultado, más que un libro, un verdadero objeto". Es este el programa de los libros que recoge en Cuarteto de la Infancia, en 1996, de cuyo prefacio proviene la cita. (son libros escritos entre los años 1971 y 1979: El picadero, El tren de cuerda, El parque, El pasaje). Creí distinguir, al escribir el prólogo a la Narrativa completa, un curioso movimiento que se hace legible a partir de la reunión de sus relatos: la de un paso del fragmento (característica de su primer libro, Alamiro) a una construcción, una estructura cada vez más armada, que culmina con El pasaje, escrito en 1979 pero publicado sólo diez años más tarde; y luego un trayecto de disgregación y nueva fragmentación, que termina en lo grotesco más desenfrenado en su obra postuma, Cuando pienso en mi falta de cabeza. Una narrativa que se arma -se arma hasta los dientes, podría decirse [8] para luego desarmarse, dcsconstruirse, disgregarse, volver a lo fragmentario.

El primer movimiento, hacia "un preciso diseño (...) una forma cerrada, un formato asfixiante como si una máquina neumática hubiera extraído el aire", en palabras del autor, culminó en "una exigencia peligrosa, un tanto exagerada" (de nuevo, palabras del autor) hacia un rigor extremo. El último resultado de este afán fue El pasaje, y el silencio durante diez años. "El intento me hizo mal, me asusté, dejé de escribir unos años y no publiqué el texto", dice. Y dice más, algo que debemos relacionar con su "personalidad sensitiva": "Lo guardé diez años y le tenía horror, porque sabía que era lo que me había enfermado. Ese libro me significó cinco años sin poder leer ni escribir ni siquiera un telegrama". [9] El pasaje sólo apareció en 1989.

El segundo movimiento va en sentido contrario al primero, hacia una deriva que deshace cualquier diseño posible, que transforma lo real en muñecos, máscaras, vacíos. Lo explícita el narrador que aparece en La comedia del arte: dice renunciar al "loable engranaje" construido en sus textos anteriores, y ubica el relato en una parodia trágica. "Es la tercera vez que intento este relato, esta tragedia, esta parodia". Las convenciones del género narrativo se desplazan. La pretensión de realidad a la Flaubert, la pretensión de la belleza formal prácticamente arquitectónica, el rigor de construcción, van cediendo paulatinamente el paso a "ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito (...) perdido entre la muchedumbre como un despojo a la deriva. [10]

En esa deriva reaparece -pero como personaje, mirado desde una distancia sardónica- el pintor de caballete. En las dos últimas obras de Couve, el personaje central es un pintor, un pintor que aspira a la belleza decimonónica y recuerda con nostalgia algo que todos han olvidado: "¿Quién se acuerda del tiento, la sanguina, la grisalla, la cotona, el atril portátil, la sombrilla, el piso plegable? Nadie, sino mi corazón", dice uno de los personajes de su última obra, Cuando pienso...

Los avatares de la belleza trazan, entonces, una especie de quiasmo. En un primer momento, la prosa narrativa de Couve aspira a construir su relato como un objeto, una estructura capaz de contener y crear un momento de perfecta belleza formal, y se expresa por excelencia en ciertas imágenes estáticas, ciertos "cuadros vivos" que detienen la narración y llegan a simbolizarla -son imágenes en que se condensa y plasma el relato, (como si hubiéramos estado viendo una película, y de pronto esta se detuviera en una pose perfecta, capaz de sintetizar todo lo narrado en una sola imagen fija.) Es a este movimiento al que el autor se refiere en su prefacio a Cuarteto de la infancia, publicado, como ya se ha dicho, en Buenos Aires en 1996. Sin embargo, al escribir ese prefacio existía ya su novela Cuando pienso en mi falta de cabeza, donde comienza a hacerse patente el movimiento contrario, que va hacia la ironización - "la parodia", dirá- de la representación de la belleza. Guarda con ella una relación desgarrada - "la tragedia", dirá también, al iniciar la escritura de ese libro y anunciar, en cuanto narrador, su renuncia al "engranaje" creado en sus otras novelas. Al llamarlo "engranaje", lo convierte en "tramoya": este segundo momento -ajeno y trasgresor respecto de las convenciones de lo que llamó antes "la escuela realista a la que adhiero"- está señalado desde el título de La comedia del arte y la frase inicial del libro.

Una nota curiosa respecto de los "cuadros vivos" que aparecen en los relatos de Couve. Si en el primer movimiento, como ya se ha dicho, estos detienen la narración anterior, y la condensan y plasman en una imagen resplandeciente de belleza, en el segundo movimiento se parte de un motivo pictórico fijo como es "el pintor y su modelo" -que ha dado origen a innumerables pinturas tradicionales- para irlo moviendo, removiendo, socavando, destruyendo mediante el sarcasmo y el movimiento, como si la perfección no fuera sostenible en el tiempo. Al contar su historia, el narrador pone en movimiento una imagen estática, como si rasgara el espacio del cuadro y con ella la pose, le hiciera una herida, un trauma, por ella hace irrumpir un desparramo, el de la risible historia de los personajes tal como transcurre. No existe ya el engranaje, la tramoya que pone en escena la belleza; existe una voluntad de desenmascaramiento de ese engranaje, y el tiempo de la narración va desarmando una a una las grandes actitudes de la escena y de la pose. La modelo del pintor no se mantiene estática: tras la pose, el relato la hará sacarse el casco de Afrodita, donde "aprovechaba de desgranar porotos" en sus ratos de descanso. La introducción del tiempo es también la de una realidad degradada, distinta a "la de la escuela realista" - una realidad que exagera los rasgos hacia lo grotesco.

Por eso, el placer narrativo de las últimas dos novelas es en cierta medida opuesto al de las anteriores; es un placer destructivo y paradójico -como lo es el de la literatura grotesca- que incluye una "congoja perpleja ante la destrucción del mundo" [11], un mundo en que la belleza no existe sino en su degradación. Los dos últimos relatos de Couve ponen en escena la belleza intemporal a la que apuntaba cierto arte clásico: pero la ponen en una escena paródica, la de un aquí y ahora" en que el gesto de la belleza no puede fijarse (como en la pose), sino que se hace y se deshace, se desparrama, se vuelve artificial y patético.

Podríamos aquí recordar algo ya dicho antes: tal vez la clave del desplaza miento de Couve desde la pintura hacia la narrativa estuvo en una fidelidad a una noción del "artista" y una noción de la "belleza" que ya no parecían tener lugar en las artes visuales. La narrativa a lo Flaubert parecía ofrecerle un campo de acción más favorable, por cuanto la literatura, basada en la palabra, no estaba afectada del mismo modo por la sobresaturación de imágenes propia del espacio visual contemporáneo. En la narrativa pudo seguir varios años configurando estructuras para alojar la belleza y conjurar el caos: "Al estar en el caos", dijo en una entrevista, "se busca una estructura, y eso a veces da resultados estupendos". No le fue, sin embargo, sostenible ese gesto estructurador; y la pose heroica, al resquebrajarse, cedió el lugar a lo circense, lo carnavalesco, lo grotesco en su aterrador flujo de imágenes, en su trastocamiento de toda jerarquía.

Cuando pienso en mi falta de cabeza, su última novela, puede mirarse como una serie de variaciones sobre una historia, la del pintor Camondo, cuyo descenso a los infiernos se expresa, literalmente, en haber perdido una cabeza: la suya, una cabeza de cera, "una copia inanimada, fría y perfecta" -tal vez la forma buscada en sus primeras narraciones- cuya desaparición lo condena a carecer de rostro. Los motivos de la máscara detrás de la cual no hay rostro alguno, los de los "disjecta membra", son del grotesco más extremo, más cercanos a los cuentos de Hoffmann, a los de Poe o a los de Kafka que a cualquier narración realista. Si recurrimos a un gran estudioso de lo grotesco, como fue Wolfgang Kayser, podemos recordar que sus recursos buscan el alivio momentáneo que produce poder estar frente a lo traumático (por oposición a dentro de él) e ir estableciendo distancias por intermedio de las formas: "la configuración de lo grotesco" -dice Kayser- "constituye la tentativa de proscribir y conjurar lo demoníaco en el mundo". Por otra parte, según Víctor Hugo, lo grotesco está en las antípodas de lo sublime: tal vez estas dos novelas de Couve tengan, entre sus lecturas posibles, la de un duelo por lo sublime estético, tal como se entendió en el siglo diecinueve, y un duelo que se da por la pintura -en el relato de la suerte del personaje del pintor Camondo- y también por cierta idea de la literatura, al romperse toda forma de vínculo con la narración realista a la que alguna vez aspiró.


PREGUNTAS, REFLEXIONES

Termino sin concluir, todavía demasiado cerca de la obra y de su circunstancia. Señalaba antes dos relaciones tensas que la obra de Couve establece: una, con la pintura; otra, con una subjetividad que se siente precaria y amenazada. El artefacto que es su obra sirve para pensar ambas relaciones, en una especie de paralelismo curioso: buscar lo sublime estético, y luego hacer su duelo, es también buscar la articulación del sujeto -su pose perfecta- y luego hacer su duelo, desde un sujeto que se deshace y se descompone en partes, que pierde su estructura y su cohesión interna, (si anduviéramos en los terrenos del psicoanálisis lacaniano, hablaríamos tal vez de una estructuración "paranoica", primero, y "esquizoide", después: culminando en un sujeto disgregado que podría describirse en términos del esquizoanálisis de Deleuze, pero no andamos por esos terrenos hoy día.)

Al pensar en la obra de Couve, surgen preguntas que por ahora tendrán que quedar sin respuesta, pero que tocan en lo más íntimo el trabajo literario.

De las muchas posibles, escojo ahora sólo dos.

En primer lugar, la pregunta que atañe a la relación del artista con su obra, en cuanto esta le sirve para "componerse", para "presentarse" ante la mirada de los otros en un objeto externo, en una estructura única que recubre sus multiplicidades; y, cuando esto ya no es posible en el caso de Couve, para "conjurar" mediante historias el horror de la desintegración, para "domar" ese horror: "porque" -según dijo un poeta - "de la palabra que se ajusta al abismo / surge un poco de oscura inteligencia / y a su luz muchos monstruos no son ajusticiados".

En segundo lugar, sería interesante pensar en qué sería lo "anacrónico" o lo "ucrónico" (al decir de Ignacio Valente) en relación con la obra de Couve. Tal vez la noción lineal del tiempo, en nombre de la cual algo se declara anacrónico, necesita algo más de pensamiento. (El artista, preso de esa noción lineal, declaró que "no sentía ninguna obligación de entrar en la historia de la pintura chilena».) Visto así, el pretendido "anacronismo" de Couve se transforma en un desafio crítico, como cuando los más jóvenes dicen sospechar que "no sólo no es anacrónico ni extemporáneo, sino que, además, profundamente actual". [12] Tal vez habría que mirar con mayor perspicacia, entonces, el tema de la secuencia temporal. Walter Benjamin, por ejemplo, propuso que la historia no sólo recitara la secuencia de hechos de manera consecutiva, "como las cuentas de un rosario"; sino que se propusiera además "captar la constelación que su propia era ha formado con determinada otra era anterior" [13]. Se podría tomar entonces como tema la relación del artista con ambas eras, la tensión entre ambas que se da en la obra de un artista como Adolfo Couve.

Y, como estas, habría tantas otras reflexiones, o tantas otras preguntas, que podrían hacerse... Por ahora, quedamos aquí.

 

 

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NOTAS

[1] Revista Academia Chilena, N°76 (2003- 2004). p. 219 - 226
[2] Walter Benjamin, One Way Street, 1928.
[3] Citado por Rosalind Krauss, A Voyage... p. 56.
[4] "Las artes visuales más que cualquiera otra forma de las artes creativas han adolecido de obsolescencia tecnológica", escribió el historiador Eric Hobsbawm, y también que su modo de producción "de obras únicas a partir del trabajo manual (...) es profundamente inadecuado en relación con (...) la economía de masas de este siglo. (Se refería, por cierto, al siglo veinte).
[5] Aparece descrita en la décima revisión de la clasificación internacional de las enfermedades mentales entre los trastornos paranoides de la personalidad.
[6] Sólo volvió a exponer en 1985 y nunca más...
[7] G. Flaubert, en carta a George Sand, 3 de abril de 1876
[8] Lo escribió, en otro contexto, Fernando Pérez Villalón.
[9] Citado por Claudia Donoso en «Couve, autorretrato de artista», Paula, N° 776, abril de 1998.
[10] Adolfo Couve, Balneario.
[11] Wolfgang Kayser. Lo grotesco, p. 32.
[12] Fernando Pérez V. en revista Vértebra No. 3. .Santiago de Chile. 1998.
[13] Cfr. Hal Foster, The Return ofí the Real, The Avant-Garde at the End of the Century, An October Book, The MIT Press, Cambridge, Mass., Londón, England, 1996. p. 225.

 


 



 

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7 de julio de 2003
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